La oligarquía colombiana engendró al uribismo en una estrategia patrocinada por Estados Unidos para impedir la descomposición del régimen.

Los partidos tradicionales, liberales y conservadores, carcomidos por la corrupción y el desprestigio, ya no eran capaces de gobernar. Y le cedieron la presidencia a Álvaro Uribe, al que consideraban un subordinado eficaz que les serviría para la recomposición del poder neoliberal.

Para Washington era el aliado ideal en el control de Colombia como base de sus intervenciones en América Latina.

Pero el embrujo autoritario del uribismo encendió el respaldo social de lo peor de Colombia y el que iba a ser un empleado de la oligarquía se convirtió en el gerente de su propio proyecto. Con la impunidad para los paramilitares y el narcotráfico.

Los que engendraron al monstruo tuvieron que pararlo cuando pretendía su segunda reelección presidencial. Desde entonces el uribismo sigue condicionando la política colombiana sin que el régimen haya conseguido desactivarlo.

Uribe fue necesario para imponer al actual presidente contra el crecimiento de la izquierda y mantiene su terrible influencia sobre las Fuerzas Armadas.

Ahora está en prisión domiciliaria preventiva por un proceso que puede demostrar por fin sus complicidades paramilitares. Pero el juicio a Uribe destaparía tanta mierda del sistema político, económico y militar colombiano que provoca tremendas contradicciones en los poderosos que no quieren seguir dependiendo de él pero no saben cómo jubilarlo sin que les perjudique.

En el escenario actual, el uribismo sigue devorando a Colombia. Se acumulan setenta matanzas, centenares de asesinatos de líderes sociales y guerrilleros desmovilizados, la corrupción en las Fuerzas Armadas, el espionaje de los militares a la oposición, los jueces y los periodistas, un gobierno controlado por el partido de Uribe que empobrece a las mayorías, el incumplimiento del acuerdo de paz negociado con las FARC y la impunidad de los narcoparamilitares. Con el apoyo del bárbaro Trump.