Un ulular de sirenas rompió la monotonía de la calurosa tarde de verano. En la terraza del bar que se abría sobre la bahía, cuatro jóvenes, ellos con la barba recortada, cuerpo salpicado de tatuajes y bañador con la marca impresa en lugar bien visible, interrumpieron la anodina conversación para otear el horizonte.

-¡Es una patera! – exclamó el más alto del grupo.

-No, son dos – dijo la chica de melena sedosa – Hay otra ahí, en la punta del Cabo.

Como impulsados por un resorte, los cuatro se abalanzaron sobre sus móviles de última generación, tecnología 5G y cámara con zoom y varios objetivos. Hablaban entre ellos sin mirarse, los ojos clavados en las pantallas intentando capturar el momento. Lo que importa es dejar constancia de que estás en el lugar preciso. Ya se sabe: lo estás viendo, está pasando.

-¡Mírales! ¡Y encima saludan! – protestó el de la pulsera con la bandera de España.

-¡Qué morro! – constató la chica bajita y el crucifijo de oro le tintineaba sobre el pecho bien formado gracias a las sesiones de fitness en el gimnasio.

Era verdad. Los tripulantes de las pateras saludaban agradecidos a los miembros de la Guardia Civil y a los sanitarios que les esperaban en la playa. Para ellos la pesadilla del inmenso mar había terminado. Ahora, tal vez, comenzara otra. Pero, al menos, estaban vivos.

-Por si no tuviéramos poco aquí, vienen estos a infectarnos – sentenció la del pelo sedoso.

-En vez de tanta ambulancia y tanto miramiento, yo les hundía la patera con ellos dentro y verías como dejan de venir – dijo sin rubor alguno el de la banderita antes de apurar de un trago su cerveza.

Esa misma noche los cuatro se fueron a una discoteca. Bebieron gin tonic, bailaron animados por algún tipo de pastilla, se olvidaron de ponerse la mascarilla, besaron y abrazaron a quienes se encontraban. Incluso participaron de un juego en el que una chica, aupada a hombros de un muchachote musculoso, les regaba con el licor que escupía de su boca.

A la semana siguiente, el más alto se levantó con fiebre. En el hospital en el que les atendieron, público de gestión privada, faltaban respiradores y no había espacio en las habitaciones. El fondo buitre holandés que lo adquirió había repartido beneficios y no quedaba dinero para más.

Les atendió cuidadosamente un médico egipcio que llevaba varios días sin dormir. Les limpió con mimo una auxiliar colombiana. Les dio ánimos una enfermera ecuatoriana. La fruta con la que calmaron su sed, la exprimió un cocinero argelino. La recolectó un temporero senegalés.

El coltán, gracias al que funcionaban los móviles de última generación, ahora olvidados sobre la mesilla, lo había recogido el hermano de uno de los que llegaron en patera. Hace un par de años murió en un derrumbe de la mina. Murió para que alguien desde la terraza de un bar fotografiara a su hermano llegando a la tierra prometida huyendo de la suya y subiera la foto a las redes sociales.