Tras el voto del 3 de noviembre en Estados Unidos, los compromisarios de cada Estado elegirán el 14 de diciembre al presidente: van a hacerlo en un mundo distinto, donde Trump ha roto muchos de los precarios equilibrios anteriores y se ha empeñado en destruir acuerdos de desarme y organizaciones internacionales, abandonando incluso organismos de las Naciones Unidas.

Las promesas de Trump en 2016 eran apenas humo: aseguró que Estados Unidos volvería a ser grande y que los empleos retornarían a casa. No ha sido así. Continúa la lenta decadencia y la economía norteamericana padece síntomas de agotamiento: tiene una potente red económica en los servicios pero la industria asegura hoy menos del diez por ciento de los puestos de trabajo. Trump culmina su mandato con más desempleados que cuando llegó. La pandemia ha afectado duramente al sector terciario y el plan de más de dos billones de dólares aprobado en marzo de 2020 para reactivar la economía, con un cheque de 1.200 dólares (unos 1.000 euros) para todos los ciudadanos, ha parado parcialmente el golpe pero no consigue abrir una nueva dinámica en el país. Parece que puede abrirse paso un nuevo plan de estímulos sobre una nueva remesa de cheques para los ciudadanos que se encontraba paralizado por las diferencias entre demócratas y republicanos. Es el recurso de nuevo a la máquina de imprimir billetes. Trump anunció en septiembre que su gobierno facilitaría financiación a los Estados para pagar 300 dólares semanales (250 euros) a los parados.

En 2017, Trump aprobó una reducción de los impuestos que, pese a su retórica falsaria, ha beneficiado a los estadounidenses ricos, a las corporaciones y grandes empresas, y ha perjudicado a los trabajadores. Al inicio de 2020, la deuda norteamericana había aumentado más de un 16 % desde que Trump llegó a la presidencia. La caída de la economía en 2020 será del 8 % del PIB aunque se espera un crecimiento del 4,5 % en 2021. El déficit se ha disparado y la deuda, que en 2018 era del 107 % del PIB, alcanzará casi el 150% en 2021, mientras el reloj que indica su progresión marca ya los 27 billones de dólares.

Trump ha tratado de culpar a la plaga china por el retroceso económico: es cierto que la pandemia ha causado una catástrofe sin precedentes pero no es responsabilidad de China y, además, los signos de la recesión ya habían aparecido en 2019. Mientras la estructura productiva encaja el duro golpe de la pandemia, la bolsa de Walt Street, en una muestra de la desaforada especulación y de la economía de casino, sigue viviendo en la burbuja del dólar chatarra y del capitalismo más ruin aprovechando los bajos tipos de interés fijados por la Reserva Federal para hacer frente a la crisis. Dinero barato para especular.

La violencia de la extrema derecha

Las dificultades económicas de Estados Unidos exigen nuevos ingresos, que sólo pueden llegar con una reforma fiscal, y precisan la reducción de las tensiones internacionales para mejorar las relaciones comerciales, con China y otros países, además de reducir los gastos militares. Pero es poco probable que, si el Senado sigue dominado por los republicanos, se apruebe una nueva política fiscal.

La retórica presidencial del America first, unida a la arrogancia de que el poder de Estados Unidos es incontestable, ha recibido un baño de humildad con la pandemia. Anudando disparates, Trump niega el cambio climático tildándolo de trampa de China para debilitar la industria norteamericana. La combinación de la descabellada guerra comercial lanzada contra China, la reducción de impuestos por una política fiscal que sólo beneficia a los empresarios y las dificultades comerciales con otros países, han puesto a Estados Unidos ante una disyuntiva, Trump o Biden, que nada va a resolver.

El país está en ebullición. El descontento obrero, las protestas por la discriminación racial y por el acoso a las mujeres y la exhibición de los grupos armados, acompañan a las manifestaciones contra la violencia policial y el racismo, que no se han detenido, bajo el lema Black Lives Matter. Trump ha estimulado la violencia de la policía y los grupos armados blancos están dispuestos a actuar: son los supremacistas, el Ku Klux Klan, partidarios de la Asociación Nacional del Rifle, en un país armado hasta los dientes. La crisis racial traerá nuevos estallidos de desesperación porque tanto los negros como otras minorías son víctimas de los abusos policiales. Biden ha reconocido el sufrimiento de los afroamericanos pero Trump hace responsable a la izquierda de la violencia en el país, sin reparar en los abusos y asesinatos de la policía.

Trump, que siempre se ha negado a condenar el supremacismo blanco, lo criticó en el debate con Biden aunque al mismo tiempo insiste en que se debe responder a la acción de los antifascistas. Muchos miembros de ese grupo de extrema derecha, Proud Boys, llevan gorras con el Make Amerika Great Again que identifica a Trump y que ya utilizó en la campaña de 2016. Kristen Clarke, presidenta del Comité Nacional de Abogados por los Derechos Civiles, ha recordado la matanza de nueve personas en una iglesia bautista de Charleston, los once muertos en una sinagoga de Pittsburgh y las veinte personas asesinadas en El Paso, todo atribuido a grupos de supremacistas blancos. Clarke acusa a la Casa Blanca de haber adoptado el lenguaje de la extrema derecha que amenaza a los negros y asiáticos.

No hay ninguna posibilidad de cambio

La paralización de buena parte del país, la hospitalización de Trump y el brote del coronavirus en la Casa Blanca, eran la confirmación de las alarmas, aunque su llamativo desdén con la pandemia (que ha encontrado su contrapunto emulando a Bolsonaro, Johnson o Berlusconi, también dirigentes infectados, mentirosos, nacionalistas, xenófobos, próximos a la extrema derecha) pretende ignorar que Estados Unidos superaba los doscientos diez mil muertos. Pese a la desastrosa gestión de la pandemia, que puede afectar a la participación en las elecciones, su insistencia en culpar a China (la plaga china), su peculiar utilización de Twitter y sus constantes disparates (llegó a sugerir utilizar desinfectante para tratar la Covid-19 y calificó al conservador Biden de izquierdista), el 40% de la población estadounidense apoyaba a Trump. Tampoco influye en sus votantes el recurso a la mentira ni el retroceso de los derechos civiles.

En el debate, donde ambos candidatos cruzaron insultos y se ignoraron los problemas del país, Trump acusó a Biden de haber definido a los negros como “grandes depredadores”, algo que en realidad dijo Hillary Clinton en 1994. Esa disputa televisiva mostró también la falsedad de la democracia estadounidense: no hay ninguna posibilidad de cambio porque las opciones siempre se mueven en el marco de un sistema oligárquico, donde los grandes empresarios y las corporaciones influyen de manera determinante en el gobierno y los asuntos más relevantes llegan al Congreso y al Senado cocinados previamente por los grupos de presión de Washington.

Trump es un personaje inquietante, un presidente grotesco, pero no fueron menos estrafalarios y peligrosos Nixon o George W. Bush. Trump ignora todo sobre política internacional y desarme nuclear pero ha seguido la inercia imperial. Y Biden no representa ninguna esperanza de cambio: ha rechazado el llamado, en deliberado recuerdo a Roosevelt, Green New Deal, el plan de Alexandria Ocasio-Cortez para combatir el cambio climático y la crisis económica, asegurando el trabajo, la sanidad, la vivienda y la educación, algo que hoy Estados Unidos está lejos de garantizar.

Biden es el representante de los demócratas que siguen empeñados en las guerras iniciadas años atrás y que han apostado también por una política exterior agresiva, aunque ahora, a la vista de las dificultades crecientes de Estados Unidos, un sector de la oligarquía norteamericana, de los demócratas, e incluso del partido republicano, sean partidarios de redefinir las prioridades internacionales.

El Pentágono señala a Rusia y China como enemigos mientras el gobierno centra sus críticas en Pekín. Trump ha agravado los problemas de Estados Unidos pero Biden tampoco va a resolverlos: ambos candidatos no pueden escapar del desasosiego que aqueja a Estados Unidos que, en apenas dos décadas, ha pasado de considerarse la indiscutible potencia hegemónica en el mundo, sin rivales en el siglo XXI, a temer el fortalecimiento de China, destinada a ser la principal potencia económica del planeta.

Aunque el virus y la inquietud acechan, Estados Unidos no quiere resignarse: su plan para destruir los acuerdos de desarme nuclear y su acelerada militarización (gasta ya 2.000 millones de dólares diarios en su ejército) traen canciones de guerra. Y, con Trump o con Biden, esa va a ser la gran cuestión mañana.