Los plásticos y sus residuos se han convertido en uno de los problemas ambientales más importantes. Tras haberse producido 8.300 millones de toneladas desde 1950, observamos, al final de su vida útil, que el 95% de la materia que flota en el Mediterráneo es plástico, que existen cinco islas en los océanos formadas por plástico (aunque el 70% no es visible), que en España se vierten 126 toneladas diarias y, lo peor, que ingerimos 250 gramos de plástico al año, algo así como una tarjeta de crédito cada semana (1).
Recuerda este último dato los análisis a los que se sometió la ex comisaria de la Unión Europea Margot Wallström, junto a otros ministros y ministras de medio ambiente, en los que se detectaban alrededor de dos docenas de productos ajenos a nuestra naturaleza que ya se encuentran en nuestros organismos y de los que desconocemos sus efectos e interacciones. Si por alguna vía puede venir el declive de nuestra especie, puede ser por ésta. De ahí el interés en atajar las rutas de los contaminantes que intoxican a muchos seres vivos.
Ya se señaló en la primera Cumbre de Río que la educación ambiental es un instrumento imprescindible para alcanzar el desarrollo sostenible. Ciertamente, la educación en sí no va a resolver todos los problemas pero sin ella no se alcanzarán resultados definitivos. ¿Cómo podemos ayudar a lograrlos?
En primer lugar, la educación ambiental interpreta, es decir, ayuda a vincular causas y efectos, explica por qué ocurren los impactos y señala las causas inmediatas y últimas, en las que el modelo económico actual no es ajeno. Por otra parte, promueve valores que van configurando nuevas miradas y comportamientos. Finalmente, capacita para la acción, de manera que las reflexiones y conocimientos no queden sólo en buenas intenciones sino que inviten al compromiso y al trabajo colectivo para transformar la realidad.
Indudablemente, es importante la acción legislativa, como la que prohíbe los plásticos de un solo uso: 320 toneladas de bastoncillos se encuentran cada año en las playas europeas. Para las sustancias que reducen la capa de ozono -los antiguos CFC-, el Protocolo de Montreal y la subsiguiente prohibición de su producción y comercialización resultaron muy eficaces. Pero la educación ambiental ayuda a que la sociedad comprenda el alcance de los impactos y las medidas reguladoras e impulsa comportamientos coherentes con los objetivos pretendidos.
Para ello un instrumento imprescindible es el Análisis del Ciclo de Vida (ACV). Se trata de una herramienta valiosa para conocer el impacto real de un producto, más allá del momento puntual de su uso. Así sabemos, por ejemplo, al analizar su ciclo de vida, que la energía nuclear no es ni limpia ni barata como dicen sus partidarios. Algo similar ocurre al examinar la trayectoria de una botella de plástico. En principio parece un objeto inocuo pero, examinando
el camino que discurre desde la extracción del petróleo hasta la eliminación del residuo (tardará 500 años en degradarse), descubrimos un impacto considerable.
Las trampas ‘verdes’ del capitalismo
Se contrasta, a continuación, impacto con necesidad. Cuando aquel es bajo y ésta alta, no hay inconveniente en la utilización de un producto pero cuando aquel es alto hay que mirar muy bien si es verdaderamente necesario. Con el plástico se agrava, por la dificultad en el tratamiento de sus residuos, ya que, aunque químicamente sean reciclables, en la práctica no se alcanza más de un 25%.
La llamada economía circular se justifica porque los residuos se reciclan. Además de que es difícil que eso suceda con un 100% de eficiencia, puede ser la coartada de los fabricantes para que no se reduzcan ni la producción ni el consumo pues parece que al final todo se aprovecha. Estas posiciones verdes del capitalismo son trampas para engañar a las conciencias y continuar promoviendo el consumismo cuando el objetivo que se persigue es reducirlo antes de cualquier otro aprovechamiento.
La dificultad del plástico para ser reciclado procede de su heterogeneidad. En el sur de España hay instalaciones de reciclado mecánico de plásticos pero homogéneos, como el de los invernaderos (polietileno de baja densidad) o los descartes de las industrias del sector. La incineración tampoco es solución pues, aunque la capacidad calorífica del plástico es elevada, se liberan sus aditivos y otros productos derivados. Recuérdese el cloro del PVC, generador de gases ácidos y dioxinas. El vertido, aun controlado, tampoco es satisfactorio. Los de constitución ligera se esparcen por el medio y los pesados se degradan con dificultad. Y los bioplásticos tienen una denominación ambigua, ya que en su composición hay una proporción considerable de plástico convencional y además se necesitan altas cantidades de energía para su fabricación.
No queda otra vía que la reducción, con atención a los envases para rechazar los envoltorios inútiles, las bolsas, las botellas y los plásticos de un solo uso. La reutilización puede tener su espacio, como en el caso de las bolsas o el segundo uso para algunos envases, pero la tendencia es hacia la reducción.
La educación y la sensibilización ambiental juegan aquí un importante papel, promoviendo valores como la responsabilidad, el respeto hacia el medio, la simplicidad, la conservación, el cuidado y el sentido crítico. Pero la educación ambiental no sólo busca el cambio de valores y de estilo de vida sino que invita a que los ciudadanos se integren en plataformas y organizaciones que trabajen por un mejor ambiente, con el horizonte puesto en el necesario cambio de modelo, dejando atrás el consumo sin límites como eje económico y social.
Los plásticos y su uso reflejan muy bien las actuales dinámicas y pueden constituir un ejemplo de cómo actuar frente a productos inútiles y despilfarradores, permitiéndonos avanzar hacia el necesario cambio de mentalidad y comportamientos.
Nota:
1. Proyecto Platimarmed. Centro de Colecciones Científicas de la Universidad de Almería
(*) Presidente de la Asociación Española de Educación Ambiental.
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