Presentación del documento nº 60.
Los meses que preceden a la muerte de Franco fueron para el PCE un período de febril actividad y notable optimismo. A la evidente decrepitud del dictador y la consiguiente crisis del régimen se sumaba un contexto internacional marcado por la derrota norteamericana en Vietnam, la descolonización portuguesa y otros datos alentadores. Tras el doloroso fracaso de la Unidad Popular chilena dos años antes, los avances en Portugal alcanzaron sus máximas cotas en 1975, aunque la posición del PCE se mostró más favorable a la contención del proceso iniciada desde el verano que a los supuestos “radicalismos” del PCP de los meses anteriores.
Pero los signos esperanzadores eran particularmente evidentes en España. Uno de ellos era el éxito electoral de las candidaturas auspiciadas por las Comisiones Obreras, que situaban al movimiento de los trabajadores en posición de ofensiva. Otro era la creación de una nueva alianza antifranquista, la Plataforma de Convergencia Democrática, impulsada sobre todo por socialistas y democristianos, que surgía casi un año después de la aparición de la Junta Democrática. Aunque planteada por parte de sus impulsores como contrapeso a la influencia del PCE y notablemente más ambigua en cuanto a los métodos rupturistas para acabar con el régimen, recibía la bienvenida por parte de los comunistas, que la consideraban un paso más en el complejo ejercicio de recomposición de las fuerzas crecientes del antifranquismo.
EL PCE no descuidó, en estos meses, su intensa ofensiva de propaganda en el exterior, con sonadas entrevistas a su máximo dirigente y con actos como el mitin conjunto PCE-PCI en Livorno que aparece glosado en el documento anterior. Paralelamente, la extensión de las Juntas en distintos ámbitos territoriales, las jornadas de lucha convocadas en Madrid a modo de ensayo y la movilización social en general provocaron una reacción de enroque del régimen, que acentuó su acción represiva. Pero ni el decreto-ley antiterrorista de 27 de agosto, enfocado en general contra toda la oposición y no sólo contra la armada, ni las ejecuciones, un mes más tarde, de tres militantes del FRAP y dos de ETA, consiguieron sus objetivos de amedrentar a los antifranquistas y frenar las protestas.
En el mes de septiembre, el PCE celebraba su Segunda Conferencia, que daba los últimos retoques y aprobaba el Manifiesto-Programa, un notable documento que recogía prácticamente toda la panoplia de planteamientos del partido sobre la transición a la democracia elaborados con anterioridad, incluyendo la perspectiva de una democracia avanzada (la democracia política y social) como antesala de un “socialismo en libertad” ya perfectamente perfilado como tal. La Conferencia definía, además, al PCE como el “Partido de la Liberación de la Mujer”, mientras continuaba la política de atracción a grupos cristianos y la progresiva incorporación al PCE o al PSUC de la organización Bandera Roja.
La dirección del PCE era consciente, en estos momentos, de la importancia de mantener la iniciativa política en una situación tan fluida y cambiante; Carrillo lo planteaba, en su informe, en palabras cuyo sentido la evolución posterior mostraría de forma palpable y amarga, cuando a lo largo de 1976 esta iniciativa cambie de campo y todo el esquema de la Transición previamente diseñado se modifique de manera apreciable (según algunas opiniones) o simplemente se derrumbe como un castillo de naipes (según otras): “para los comunistas está claro, que DE COMO y DE QUIÉN resuelva los problemas de hoy depende directamente lo que va a acontecer en el futuro”.
En estos momentos, la perspectiva de la ruptura a través de la “acción democrática” sigue manteniéndose incólume. En octubre, la Junta arranca a la Plataforma un comunicado conjunto reivindicando la ruptura y contra el continuismo tras la muerte del dictador. El PCE seguía hablando de un próximo Gobierno de concentración, como artífice de la reivindicada reconciliación nacional. El énfasis en evitar el continuismo juancarlista, que pronto va a comenzar a matizarse, se manifiesta todavía de forma plena y contundente. Un especial de Mundo Obrero fechado en octubre reproducía una larga declaración del Comité Ejecutivo del partido dedicada a rechazar las provocaciones de los sectores ultras del régimen (el “bunker”) y a teorizar sobre la “Acción Democrática Nacional”. El periódico comunista, en su Editorial del 10 de noviembre, aseguraba que mientras “el dictador va desapareciendo a trozos, cortados o podridos”, “el reinado de Juan Carlos I (el breve) ha comenzado”, y que éste constituye “la más rigurosa continuidad del franquismo”. La Monarquía del Movimiento “no podía” restaurar la democracia. El primer número del rotativo comunista tras la muerte de Franco, fechado el día 25 de noviembre, se abría con el titular a grandes caracteres “Tras la Muerte del Dictador: ¡NO AL REY IMPUESTO!”.
El texto que aquí presentamos corresponde a una reunión celebrada también en el mes de septiembre de la dirección del partido con cuadros del movimiento obrero. Se trata del discurso de clausura del debate entre los dirigentes y activistas sindicales por parte de Carrillo. Lo interesante del mismo, que reproducimos íntegro (tal como lo publicó Nuestra Bandera) pese a su extensión, es la importancia que se otorga al movimiento obrero en la “lucha final” contra la dictadura tambaleante, así como algunas ambigüedades y contradicciones que posteriormente se dejarán ver en el desenlace del proceso. La idea es que, con la muerte del Caudillo, su régimen empezará a desplomarse por efectos de la lucha política y social de la oposición, pero también por las divisiones internas en su seno del régimen. Se resalta también la importancia de favorecer la unión entre las dos plataformas unitarias de oposición y la necesidad de los comunistas de “cuidar” a los posibles aliados y evitar disensiones en el seno de la oposición.
En todo caso, el eje central del discurso de Carrillo es el papel esencial, en el desenlace del proceso, que debe cumplir el movimiento obrero, que en esos momentos se movilizará -afirma- por motivos esencialmente políticos. Pero esa movilización -continúa argumentando- debe ser perfectamente medida y controlada. Hay que huir de la “huelgomanía” y evitar la “portugalización” del caso español. Los obreros -señala gráficamente- tienen que ocupar los sindicatos, pero no las fábricas o las empresas; es decir, limitar sus objetivos a los estrictamente democráticos y no asustar a posibles aliados. No deja de ser significativo que, aunque se rechace la idea de un “pacto social”, de algún modo y sutilmente se sugiere -pensando, desde luego, en posibles aliados burgueses y en los poderes económicos- la posibilidad de que el movimiento obrero adopte posiciones “responsables” ante la crisis económica.
Se asistía, pues, a la “prueba de fuego”, y Carrillo afirma confiar en que “las fuerzas de la vanguardia serán capaces de aprovechar esta coyuntura histórica y de allanar el camino a la democracia y al socialismo en nuestro país”. Pero el problema que pronto se planteará, cuando la monarquía explore la vía de una reforma “desde arriba” y divida con ello a las fuerzas de la oposición, más allá de la correlación de fuerzas entre partidarios de la “ruptura” y de la “reforma”, es cómo combinar una movilización social que constituye la principal baza política del PCE y la que le permite ser reconocido y aceptado en alianzas más amplias que los comunistas consideran imprescindibles, con una política de contención exigida por la amplitud de los pactos planteados y que finalmente termina por debilitar las opciones de ruptura teorizadas durante tantos años de oposición a la dictadura.
Sección de Historia de la FIM