Muy indignado se mostró Rudolf Hommes ante la afirmación del ingeniero Rodolfo Hernández de que la apertura económica neoliberal del gobierno de César Gaviria fue una catástrofe para el campo colombiano, agudizó el éxodo de los campesinos a las ciudades y está en la raíz de muchos de los males actuales de Colombia.

Dirán que no eran esas las intenciones de la apertura, pero los resultados están a la vista, y sus causas no fueron solo la negligencia y la frivolidad, que son evidentes, sino la indiferencia ante la suerte de millones de seres humanos, una mezcla de irresponsabilidad y de servilismo que aterran.

Rudolf Hommes dice con razón que el éxodo de los campesinos venía de mucho antes, que el narcotráfico ya existía y que la pobreza era cosa antigua. ¿Pero quién puede negar que la apertura nos dejó a merced de la importación de alimentos que antes el país producía, con el argumento de que otros países los vendían más baratos?

¿Cómo es posible que estos tecnócratas no adviertan que, aunque el precio final sea más alto, cuando compramos alimentos propios el dinero se queda en Colombia y cuando compramos alimentos ajenos, por baratos que sean, el dinero se va para otra parte, a pagar el trabajo de otros? ¿Por qué no compensar más bien esos excedentes en los costos, y que el grueso de los precios beneficie al trabajo nacional?

A pesar de la globalización y de la revolución tecnológica, los países poderosos se esfuerzan en producir sus propios alimentos y sus propios bienes de consumo para solo importar aquello que les falta: por eso se hacen poderosos. En nuestro tiempo, además, es cada vez más evidente que los alimentos deben venir de cerca, y que acabar la pesca nacional para importar arenques del Báltico empacados en China es una locura que puede acabar con el mundo.

Las aperturas económicas no tienen que ser catastróficas, pero se necesita que los países más débiles se preparen prudentemente para entrar en competencia con las grandes economías del mundo. Para ingresar en la Unión Europea la sociedad española tuvo que prepararse por años, decidiendo qué se producía y qué se importaba, protegiendo lo que había que proteger, estimulando lo que se podía exportar, discutiendo renglón por renglón y tonelaje por tonelaje. Y eso que para ellos lo que venía era el cheque europeo que iba a financiar toda su modernización.

Es perfectamente previsible el impacto del choque entre una economía poderosa e inmensa y una economía frágil y más pequeña. Por eso los países se preparan para las aperturas: con carreteras, con ferrocarriles, con puertos, con insumos agrícolas, con educación, con estudios minuciosos de mercado.

Uno no puede abrir las puertas alegremente, solo por quedar bien con sus socios externos, que después lo van a premiar con alguna secretaría continental, entregando el esfuerzo de décadas de una economía imperfecta pero que producía algodón, maíz, trigo, soya, sorgo, alimentos transformados, tabaco, textiles, muebles, herramientas, calzado, como si estos procesos solo requirieran las firmas de los tratados, las sonrisas y los abrazos.

Aquí al parecer les basta con que los socios queden contentos. ¿Y cómo no van a quedar contentos si a cambio de que nos compren banano y azúcar, café y aceite de palma, carne y flores, petróleo y minerales, entregamos un país entero, y sobre todo sus sectores más vulnerables, a una competencia que arruina?

El narcotráfico ya existía, el éxodo ya existía, la pobreza ya existía, pero a partir de la apertura económica de César Gaviria, y gracias a ella, todos esos males se crecieron y se desencadenaron como nunca antes, la pobreza arreció en el campo, los campesinos pobres fueron obligados a producir lo único que les compran porque es ilegal, la hoja de coca, la violencia incrementó el éxodo, y las ciudades donde se destruyó el poco trabajo que había, ante el cierre de la industria, necesitaron como nunca del dinero de las mafias.

Por eso desde entonces vivimos cada vez más de la droga, de la minería destructiva y del raponazo, porque la economía legal fue escandalosamente desmontada para obedecer a la ideología de una globalización arrasadora e irresponsable. Muchos bienes públicos que eran fruto del trabajo de la nación entera fueron privatizados, el patrimonio social se convirtió solo en dinero y la corrupción ha sido el inevitable correlato de estas decisiones.

Ellos pueden decir que no era eso lo que querían, pero la verdad es que no les importaba, porque en nuestra sociedad muchos supieron a tiempo que esa apertura negligente y apátrida iba a arruinar lo poco que habíamos construido con la precaria industrialización de los años 30, con la precaria infraestructura de los años 40 y 50, con la precaria institucionalidad de los años 60, con el tímido desarrollo rural de los años 70.

En vez de dar el salto hacia una modernidad respetuosa de la gente, protectora del trabajo y de la familia, con un énfasis en los alimentos orgánicos y la innovación agroindustrial, entregaron el país firmando tratados con negociantes más sagaces y más aviesos, de un modo que agudizó nuestra dependencia. Ya no tenemos derecho ni a sembrar nuestras propias semillas, y el país vive de la droga, de las remesas, de una estrecha economía formal, y de vender el suelo desnudo bajo un modelo donde para millones de personas el trabajo no es más que una palabra.

Si queremos saber qué tan responsables fueron, hay que ver las carreteras, los puertos, la infraestructura 30 años después. Y cuando todos esos ministros de Hacienda, que desmontaron la economía productiva y diseñaron este desastre de miseria, de violencia, de ríos envenenados y bosques saqueados, de criminalidad y de microtráfico, oyen decir que hay que volver a la agricultura y a la industria, proteger a los productores y defender el trabajo nacional, solo se les ocurre una pregunta: “¿Y cómo vamos a enfrentar las demandas que se le vendrán al país por proteger todo eso?”.

Son las demandas autorizadas por los tratados que ellos firmaron. Y no les da vergüenza. Mejor se indignan.

(*) Novelista, poeta y ensayista colombiano.

Premio Nacional de Ensayo en 1982 y de Poesía en 1992.

Premio de Ensayo de la Casa de las Américas por su libro Los nuevos centros de la esfera sobre la globalización.

Premio Rómulo Gallegos por su novela El país de la canela.

Autor de En busca de Bolívar, Lo que le falta a Colombia y Pa que se acabe la vaina.

Fuente: espectador.com

(*) / El Espectador