Al estudiar la situación de la clase obrera en Inglaterra, Friedrich Engels (1820-1895) ya atisbaba que se estaban produciendo procesos en los barrios obreros que tenían, como una de sus expresiones más llamativas, una suerte de sustitución social. Huelga decir que a quien le sorprenden los cambios es porque no ha estado atento a los movimientos, y el compañero de Marx demostró ser una persona muy atenta, capaz de anticiparse a mediados del siglo XIX a una de las características propias del capitalismo de mitad del siglo XX, y que hoy, en las primeras décadas del siglo XXI, es uno de esos fenómenos de destrucción de comunidad que tenemos más cercanos.

La sustitución social de los barrios obreros, conocida también con el término «gentrificación», no es más que la expulsión de la clase obrera de sus barrios por entender que éstos, pese a encontrarse habitualmente abandonados y depauperados por la institución pública, representan una oportunidad comercial que terminará aportando grandes beneficios. Evidentemente, quien entiende eso no son las vecinas y vecinos de estos barrios, sino fondos de inversión, promotoras o constructoras ávidas de hacerse con ellos, con los barrios y con los beneficios.

Echar a los vecinos para lucrarse con los turistas

Las familias populares, trabajadoras, entienden sus barrios como ese espacio en el que han desarrollado su vida, en el que cada esquina tiene un recuerdo, en el que han socializado, en el que pusieron sus esperanzas e ilusiones y en el que tejieron comunidad. Pero esa vida, forjada en sus hogares, quizá con goteras y fachadas desconchadas, con pavimentos deteriorados, con las calzadas mal asfaltadas, con iluminación deficiente y por donde suele pasar el servicio de limpieza y recogida de mobiliario tan sólo de vez en cuando, de repente queda truncada al recibir una carta demoledora. Una carta demoledora por el mensaje que para sus proyectos vitales tiene, pero también por lo que literalmente contiene en una sucesión de letras impersonales, dirigidas a todos los vecinos y vecinas, a todas las familias, sin importar la situación particular de cada una. Una sucesión de letras que anuncia la futura demolición de su vivienda y fecha límite para abandonar su hogar.

A raíz de la proliferación de unos modelos urbanísticos posfordistas que destrozan la convivencia velando por los intereses de grandes capitales, son muchas las ocasiones en que hemos visto cómo se expulsa, literalmente, a decenas de familias de sus hogares, de sus barrios, de sus comunidades. Claros ejemplos son Malasaña o Lavapiés en Madrid, El Raval en Barcelona o Russafa en Valencia.

En este febrero de 2022, es en el sur del sur, en Málaga, gobernada desde hace casi 27 años por el Partido Popular, donde estamos asistiendo a un caso paradigmático en el mítico e histórico barrio de El Perchel. Son los llamados «Callejones» de este barrio una seña de identidad de la capital malagueña, pero no de la capital malagueña que quiere el alcalde Francisco de la Torre, y son sus vecinas y vecinos quienes están recibiendo una de esas «cartas demoledoras» por parte de una promotora madrileña que les anuncia de forma aséptica que no van tener la posibilidad de renovar su alquiler, pues sus viviendas serán demolidas en unos meses, pese a que quince de las cincuenta familias afectadas tienen contratos de renta antigua.

Resistir y defender la ciudad como espacio de construcción de la vida colectiva

El drama de verse fuera de sus viviendas, en las que algunas familias llevan viviendo más de 35 años, algo menos de lo que Francisco de la Torre lleva en política (en 1971 fue nombrado presidente de la Diputación de Málaga), se acrecienta al observar las condiciones materiales de muchas de ellas. Es seguro que estas familias darán la batalla al grito de «El Perchel no se vende», y que tendrán el apoyo de parte de la sociedad civil y de diversos grupos políticos, pero también es seguro que este no será el último caso en la capital de la Costa del Sol de sustitución social en estos barrios.

Y es que el problema va más allá y viene de lejos: el modelo de ciudad. El capitalismo aboga por ciudades impersonales, vacías de hogareños en sus centros históricos, y vendidas al mejor postor para su uso y disfrute bajo el mantra de que quienes tienen que disfrutar son los turistas en un fracasado modelo productivo. De lo que se trata es de proyectar otro modelo de ciudad pensado para las personas, donde la infraestructura también sea social y compartida, donde se cree comunidad y pueda prosperar una democratización social. En definitiva, como dijera Henri Lefebvre (1901-1991) en El derecho a la ciudad, «de lo que se trata es de restaurar el sentido de ciudad, instaurar la posibilidad del buen vivir para todos y hacer de la ciudad el escenario de encuentro para la construcción de la vida colectiva». Mientras tanto, claro está, El Perchel no se vende.

(*) Responsable del Área Ideológica del PCA-Málaga

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