POLÍTICAS DE REPRESIÓN
Y PUNICIÓN DE LAS MUJERES.
Las lavanderías de la Magdalena de Irlanda y el Patronato de Protección a la Mujer en España
Pilar Iglesias AparicioEditorial Círculo Rojo
A lo largo del siglo XX, aproximadamente 30.000 mujeres de entre 9 y 89 años pasaron por las Lavanderías de la Magdalena en Irlanda. La estancia media estaba en torno a siete meses; un tercio estuvieron recluidas tan solo tres; miles permanecieron durante años; algunas fueron ingresadas varias veces, y otras no salieron jamás y murieron en la institución.
Lavanderías en Irlanda, centros de protección a la mujer en España, orfanatos, reformatorios, manicomios, etcétera, fueron instituciones que formaban parte de una arquitectura de protección social que, teóricamente, pretendía atender a las víctimas de la violencia engendrada por una estructura social carente de igualdad socioeconómica y de género. Este modelo no cuestiona las causas sistémicas que provocan la exclusión ni persigue a quienes perpetran los abusos, sino que pone el acento, fundamentalmente, en la atención a las «víctimas», previa clasificación como tales, aplicando un tratamiento que sigue aumentando la desigualdad.
En ambos países existió connivencia entre Estado e Iglesia católica, explícita en el caso del Patronato en España y más disimulada en Irlanda. Las instituciones estuvieron regentadas por órdenes religiosas, pero resultaría simplista reducir la crítica a las monjas encargadas de aplicar la durísima disciplina. Ellas eran una pieza más dentro del engranaje en que se sustentan los sistemas de poder: político, religioso, económico y patriarcal-androcéntrico.
El Patronato de Protección a la Mujer de España
Los centros del Patronato de Protección a la Mujer de España ejercieron funciones similares a las de las Lavanderías de la Magdalena de Irlanda. El Real Patronato para la represión de la Trata de Blancas, creado en 1902, fue disuelto en 1931 por el gobierno de la República. La creación del Consejo Superior de Protección de Menores y el decreto de abolición de la prostitución de 1935 supusieron un enfoque de protección social y abolicionista de la prostitución muy diferente al de culpabilización y represión de las mujeres. Pero quedó truncado con la dictadura franquista y la puesta en marcha el 6 de noviembre de 1941 del Patronato de Protección a la Mujer, adscrito al Ministerio de Justicia.
La junta de gobierno estaba constituida por cargos vinculados a la Iglesia y la Falange. Su finalidad era «la dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir su explotación, apartarlas del vicio y educarlas con arreglo a las enseñanzas de la religión católica». Sin referencias a erradicar las causas ni a prevenir la demanda, la prostitución se trata como un problema de las mujeres en el que nada tienen que ver los varones ni la sociedad, mientras que estaba permitida su práctica en prostíbulos autorizados con precios regulados oficialmente. Ni puteros ni proxenetas son perseguidos. Únicamente se persigue el «escándalo público» provocado por la presencia de mujeres prostituidas en la calle, consideradas «viciosas incorregibles» o «taradas psíquicas». De hecho, era tal el auge de la prostitución regulada que unos 1.500 prostíbulos (o «casas de niñas») estaban oficialmente censados en 1942-1943 en todo el territorio (excluyendo sin embargo a Madrid y Barcelona, las dos ciudades más pobladas del país y sin duda las que contaban con mayor población prostitucional). A fines de 1945, existían unas 2.000 casas de prostitución, reuniendo a más de 20.000 prostitutas registradas como tales por el Patronato (siempre sin contar Madrid ni Barcelona).
La prostitución se aborda desde una filosofía basada en la represión y «tutela» de las mujeres, ejercida por un «Estado autoritario cristiano».
Al igual que en las Lavanderías, podían abandonar la institución las mayores de 21 años para casarse, lo que provocaba que muchas jóvenes pasaran de la violencia institucional a la del matrimonio.
Desempeñaban un importante papel las celadoras «de moral intachable y espíritu apostólico a toda prueba». Entraba en sus funciones visitar a las jóvenes supuestamente necesitadas de protección y comprobar su situación, antecedentes y el ambiente familiar para elaborar el correspondiente informe y proponer a la Junta Provincial el remedio «más conveniente» en cada caso, ignorando siempre las situaciones de violencia que la joven sufriese en la familia, incluido el incesto. Si se había fugado de su casa, no se cuestionaban las causas, sino que constituía un delito de «rebeldía» y era preciso «reformarla». Lo mismo sucedía en los casos de estupro, abuso de menores o embarazos no deseados. Al igual que en las Lavanderías, la joven era recluida «con la intención de esconder un supuesto pecado y eliminarla físicamente de su entorno por una cuestión de vergüenza familiar. El hombre se lavaba las manos, el Estado permitía que así fuera.
Otro tipo de instituciones de este entramado lo constituían las casas hogares de embarazadas, maternidades o refugios para madres solteras, como la Maternidad de la Almudena de Peña Grande en Madrid —dirigida por las Esclavas de la Virgen Dolorosa hasta 1972—, Villa Sacramento en San Sebastián —dirigida por las Adoratrices—, las casas de Villa Teresita —regentadas por las Auxiliadoras del Buen Pastor— o la Casa Cuna de Santa Isabel en Valencia —fundada en 1935 por las Siervas de la Pasión—. Las mujeres internadas en estas maternidades recibían un trato violento, similar al recibido por las embarazadas en las cárceles franquistas.
La Iglesia y la Sección Femenina de Falange controlan la educación de niñas y jóvenes a través de la escuela, las colonias de vacaciones, las actividades deportivas, Acción Católica, etcétera.
Sobre toda la población pesan la vigilancia permanente de la dictadura y el miedo a ser incluido en la categoría de «enemigo». En el caso de las mujeres, además, su socialización las hace sentirse en peligro constante de «pecar» y perder la «pureza», que constituye su único valor. Las mujeres son responsables del honor familiar, del control de su propia sexualidad y de evitar el pecado de los hombres. El modelo femenino tiene que basarse en la imitación de María, virgen y madre perfecta, dedicada a servir al esposo y la descendencia y, además, a la patria. Toda mujer que se desvíe del modelo es identificada con la Eva pecadora y clasificada como «mujer caída».
Algunas mujeres fueron encarceladas en las Lavanderías de la Magdalena por muy diferentes razones, incluida la prostitución, delitos menores o simplemente por haber tenido la desgracia de ser entregadas al orfanato en su infancia (incluso por haber sido arrancadas de sus familias al considerarlas inadecuadas para ejercer la custodia) o por haber sido transferidas desde el orfanato o la escuela industrial directamente a una Lavandería al alcanzar la mayoría de edad. «El pecado tenía que lavarse mediante la penitencia y el trabajo en la lavandería: lavando, restregando y planchando ropa procedentes de los contratos con los militares, los monasterios, los orfelinatos, las escuelas y los negocios locales»
En España, igualmente, eran múltiples las situaciones que podían convertir a una joven en candidata a ser recluida en un centro del Patronato: besarse en un cine, bailar agarrado, fumar, ser violada, ser hija de madre soltera, ser homosexual, quedarse embarazada fuera del matrimonio, padecer algún tipo de retraso mental no severo, negarse a rezar, ser mala estudiante, mantener actitudes consideradas insumisas o no seguir las normas establecida.
Les quitaban la identidad, los hijos, la salud y la dignidad
Otra violación de derechos humanos la constituía el hecho de que, al ingresar, las mujeres eran desposeídas de su identidad, comenzando por su nombre. De hecho, todas las internas de las Lavanderías eran conocidas socialmente como «Magdalenas». Se les daba a elegir, o se les imponía, un nombre del santoral y, en muchos casos, un número. Cuando protestaban, se les recordaba que por su propio bien y el de sus criaturas, en el caso de que estuviesen embarazadas, no les convenía que nadie supiese dónde estaban ni ser reconocidas. Asimismo, tenían que desprenderse de toda su ropa y adornos al ingresar, y se les imponía el uso de una especie de uniforme de tela áspera y grisácea con forma de saco y delantales del mismo aspecto, que disimulaban las formas del cuerpo e incluso los vientres de las mujeres embarazadas, y un calzado de mala calidad que solían quitarse al entrar en la lavandería para no estropearlo. Se les cortaba el pelo al ingresar y durante el internamiento como forma de castigo.
La explotación laboral era extrema. Las jóvenes no recibían conocimientos generales ni profesionales para su incorporación a la sociedad. El silencio era obligatorio, se prohibían las relaciones de amistad y vivían bajo la vigilancia permanente de las monjas. Las visitas de familiares podían ser concedidas o no, a voluntad de las religiosas. Cualquier mínimo intento de fuga o de transgresión de las normas se castigaba con reclusión en aislamiento (similar a una celda de castigo en régimen penitenciario), y también eran frecuentes los insultos y los castigos físicos violentos. No existía atención médica, salvo en casos de extrema gravedad. Trabajaban en condiciones durísimas, mal alimentadas, incluso durante el embarazo; no se les proporcionaba ayuda alguna para facilitar el parto, sino que, más bien, se las insultaba y se les recordaba que debían «sufrir penitencia» por el pecado cometido, y tenían que reintegrarse al trabajo poco después. Aunque solía haber una comadrona en las Lavanderías, en muchos casos eran atendidas por una religiosa sin formación profesional sanitaria. En ocasiones se les permitía amamantar a la criatura las primeras semanas, hasta que se la llevaban al orfanato o la daban en adopción. En otras ocasiones, tenían que entregarla nada más nacer. En cualquier caso, al retirarles la criatura, les vendaban los pechos sin suministrarles ningún tratamiento que facilitase la retirada de la leche, con lo que al trauma de la separación obligada se unía el dolor físico.
Las condiciones de vida y tratamiento otorgado a las mujeres en los centros del Patronato coinciden con las descritas en las Lavanderías: detenciones por comportamientos considerados inmorales; aislamiento del exterior, de las familias y entre las internas; imposición de una disciplina férrea con los elementos clave de oración, trabajo, castigos físicos y condiciones durísimas de vida; trato humillante y vejatorio; mala alimentación; violencia física; trabajo en condiciones de explotación, tanto en los talleres de producción de objetos para la venta (pañuelos para El Corte Inglés, moda de lujo, etcétera) como en los «oficios» o tareas de limpieza, fregado, lavado, cocina, etcétera; vigilancia permanente, violando toda intimidad incluso para la realización de necesidades fisiológicas e higiene personal; e impunidad absoluta de monjas y celadoras. También en los centros del Patronato, entre las violencias ejercidas contra las mujeres embarazadas, figuraron el tratamiento denigrante dispensado durante su embarazo, la presión extrema para obligarles a firmar la entrega de sus criaturas en adopción y la desaparición de bebés, que se daban por muertos sin que la madre pudiera tener constancia alguna del fallecimiento.
Estado e Iglesia se beneficiaban económicamente de la extrema explotación laboral de las mujeres, bajo la apariencia de una obra de beneficencia. El Estado dejaba de asumir los gastos de atención social y, en su lugar, prestaba «ayudas» puntuales a las instituciones religiosas, cuya principal fuente de ingresos es el trabajo esclavo realizado por las internas. Un trabajo que, al no ser reconocido como tal, no derivaba derecho alguno para las mujeres y por el que las órdenes religiosas no cotizaban a la seguridad social, con el consiguiente beneficio económico. Y todo ello sucede, tanto en Irlanda como en España, con la complicidad de la sociedad, que se libra de los elementos que le recuerdan su propia podredumbre.
Las empresas que crecían al calor del franquismo se enriquecieron con el trabajo casi esclavo de los prisioneros políticos en las grandes obras de construcción y con las labores de costura de las mujeres recluidas por el Patronato.
En Irlanda, gracias a supervivientes dispuestas a romper el silencio y el apoyo de la sociedad civil, se comenzó a denunciar el maltrato sufrido por las internas en las Lavanderías y a emprender acciones que lograrán la puesta en marcha de comisiones de investigación por parte del gobierno irlandés y la consecuente petición de disculpas y adopción de medidas de reparación.
En España no se ha iniciado ningún proceso de investigación, petición de disculpas y reparación. Otro capítulo pendiente más en la memoria histórica de España.
Extracto del artículo Violación de los Derechos Humanos en la lavanderas de Irlanda y el Patronato de Protección a la Mujer.