Corría el año 2004 cuando el Partido Comunista de España se puso en contacto con mi productora, Pasacana Films, para crear un certamen de cortometrajes en La Fiesta. La única condición que pusieron es que tenía que llamarse Juan Antonio Bardem, propuesta que me pareció lógica pues el director había fallecido recientemente y era una manera de homenajearle desde su partido.
Yo también puse una condición, que en el presupuesto anual del certamen hubiese una partida destinada a la realización de documentales sobre figuras destacadas del cine español. Al Secretario de Organización de entonces, Iván Álvarez, le pareció razonable y con un apretón de manos decidimos que el primer documental sería, como no, sobre la obra cinematográfica de Juan Antonio.
A pesar de mi interés por la Historia del Cine Español reconozco que en aquellas fechas tenía una imagen muy estereotipada de su figura, a saber, la de un director militante al que el tren de la Historia le había pasado por encima, y aunque tenía una buena opinión de “Muerte de un ciclista” (1955) y de “Calle Mayor” (1956), el reciente visionado de la lamentable “Resultado final” (1997) empañaba mi curiosidad por el resto de la filmografía de J.A. Bardem.
Por supuesto sabía que Bardem había formado parte de las tres “bes” del cine español, que había tenido un destacado papel en las llamadas Conversaciones de Salamanca, que había conseguido importantes premios internacionales, pero también que, a partir de un momento que no era capaz de definir, sus películas se convirtieron en trabajos alimenticios sin interés autoral.
Así que haciendo de la necesidad virtud, decidí que el punto de partida del documental fuese mi pobre bagaje bardemniano, el de un cinéfilo que a pesar de haber pasado por la Universidad y la ECAM apenas había oído hablar de un Bardem que, pocos meses antes de su fallecimiento, había recogido el Goya de Honor preguntando si había algún productor en la sala.
La primera tarea fue recopilar toda su filmografía, tarea nada sencilla pues quitando las películas citadas apenas estaban (mal)publicadas “Esa pareja feliz” (1951), “Cómicos” (1954), “La venganza” (1955) y “El puente” (1977). La segunda fue leerme las escasas, pero afortunadamente rigurosas, monografías editadas hasta entonces, “El cine de Juan Antonio Bardem” de Juan Francisco Cerón (1998) y “El cine a codazos: Juan Antonio Bardem” (2004) de J.L. Castro de Paz y Julio Pérez Perucha, y la tercera, grabar los testimonios de los compañeros que habían trabajado y militado con Juan Antonio para volcar las partes más interesantes en el documental.
El trabajo de edición fue laborioso porque, al margen de los afectos personales, pocos entrevistados parecían tener una visión del cine de Bardem que fuese más allá del tópico: “fue un director comunista que en sus películas reflejó la realidad del momento”, muletilla que ya entonces me sonaba falta de rigor académico porque no se correspondía con la formalista y estetizante puesta en escena de “Cómicos”, “Muerte de un ciclista” o “Calle Mayor”, lo que me terminó de convencer de que la lectura que se había hecho del cine de J.A. Bardem era bastante miope, pues bastaba echar un somero vistazo a sus títulos más conocidos para darse cuenta de que el cine de este ingeniero agrónomo formaba parte de un abono cultural de mayor complejidad.
Afortunadamente la calidad de las monografías publicadas me permitieron ponerme en contacto con José Luis Castro de Paz y Julio Pérez Perucha, que no solo ensancharon mi visión sobre J.A. Bardem, sino que aportaron al documental su principal línea de investigación: el cine de Bardem envejecía extranjero de si mismo atrapado entre dos poderosas etiquetas, las del neorrealismo italiano y la del formalismo soviético, que le impedían conectarse con raíces literarias, teatrales y, por supuesto, cinematográficas intrínsecamente españolas.
NEORREALISMO Y FRANQUISMO
Es público y notorio que la aparición del neorrealismo provocó un tsunami ético y estético en todo el continente cinematográfico, pero también que el público español apenas tuvo acceso a sus títulos más emblemáticos porque el franquismo los censuró debido a su marcado carácter antifascista, y aunque J.A. Bardem sí pudo ver alguna de estas películas en proyecciones de acceso limitado, se cuidó mucho de que esta moda desespectacularizadora afectase a su concepción estetizante de la puesta en escena.
Y es que a pesar del vacío que el propio Bardem le había hecho al cine español de posguerra con su famoso pentagrama, disculpable hasta cierto punto por motivos partidistas, resultaba evidente que “Esa pareja feliz”, “Cómicos”, “Muerte de un ciclista” o “Calle Mayor” también eran títulos fuertemente influidos por las comedias de Edgar Neville, de Jerónimo y Miguel Mihura, por los dramas de Mur Oti y Sáenz de Heredia, o por la concepción estética de muchas de las composiciones fotográficas de Alfredo Fraile para Rafael Gil.
En resumen, el mejor cine de Bardem no solo estaba influenciado por el neorrealismo italiano y el formalismo soviético, también estaba poderosamente atravesado por las claves estilísticas que tanto el teatro como el cine español habían heredado de la II República a través de su fértil raíz popular y sainetesca.
A lo largo de “Calle Bardem” también hay lugar para la reflexión teórica pues en Juan Antonio confluyeron dos ramas del racionalismo, la de un ingeniero agrónomo políglota, ávido lector de manuales cinematográficos, que ejecutaba la planificación cinematográfica con escuadra y cartabón, y la de un ideólogo que entendía que el cine debía testimoniar un aquí y un ahora, lo que en su caso significó reconstruir cinematográficamente la imagen de una burguesía que, bajo la apariencia de la respetabilidad franquista, seguía humillando a la mitad del país.
ORDENAR EL CAOS DE LA REALIDAD
Y es que para Bardem la función del director de cine consistía en ordenar el caos de la realidad para dotarla de una función dramática de la que el espectador debía extraer conclusiones duraderas. Para Bardem, la realidad expuesta con todas sus imperfecciones, tal y como la entendían los neorrealistas, no pasaba de ser una estrategia narrativa celebrada solamente por un público entendido y minoritario.
Tampoco podemos obviar, si queremos entender íntegramente el enfático dispositivo formal del Bardem director, que la mejor parte de su obra transcurrió en plena efervescencia de la política de los autores, es decir, aquella teoría por la cual se le otorgaban rasgos estilísticos absolutos a algunos directores porque eran portadores de una cosmovisión original. De esta teoría se benefició, al menos durante los años cincuenta, el cine simbólico y críptico de un Bardem que fue aupado a los primeros puestos del escalafón mundial, eso sí, con la misma rapidez lo dejaron caer cuando uno de los popes de dicha corriente, François Truffaut, decidió matarlo tras ver Sonatas (1959) declarando cruelmente: “Bardem est mort”.
Por eso, en “Calle Bardem” también se sugiere que para valorar con mayor precisión el legado de la obra bardemniana es necesario rebajar el apriorismo estético y ético de su militancia política para que afloren virtudes narrativas que pasaron desapercibidas para gran parte de la crítica, como por ejemplo, el dominio que Bardem demostró tener del plano secuencia y de la elipsis narrativa a partir de los años 60, véanse secuencias de “Los inocentes” (1961), “Nunca pasa nada” (1963), “La advertencia” (1982) o “Jarabo” (1985), la habilidad que demostró mezclando formatos, texturas e historicismo como en “7 días de enero” (1979), y por supuesto ese talento mayúsculo que siempre tuvo, pero que ahora con el enfoque feminista adquiere mayor relevancia, escribiendo personajes femeninos complejos, como la Isabel de “Calle Mayor”, la Julieta de “Nunca pasa nada” e incluso la pareja lésbica formada por Jean Seaberg y Pepa Flores que en “La corrupción de Chris Miller” (1973) apuñalan al unísono al hombre que desean.
Porque otra losa que ha pesado en la valoración del cine de J.A. Bardem ha sido la de considerarlo un director limitado al registro político, como si desde “Cómicos” hasta “Resultado final” Bardem no hubiese utilizado distintas estrategias formales para adaptarse a lo que en cada momento histórico demandaba la audiencia. Da la sensación de que como políticamente Bardem nunca sucumbió a los cantos de sirena de la socialdemocracia, tampoco podía claudicar ante las nuevas olas cinematográficas y sus innovaciones formales, y evidentemente nada más lejos de la realidad, de hecho J.A. Bardem firma en 1963 “Nunca pasa nada” una obra maestra al alcance de la sensibilidad de muy pocos directores en la que conseguía un delicado equilibrio entre la crítica social y el drama íntimo, entre el plano secuencia y el montaje narrativo, entre la cultura española y la coproducción europea.
EL PEAJE DE LA CENSURA
A lo largo de “Calle Bardem” también se trata el ejercicio de posibilismo que supusieron las Conversaciones de Salamanca, así como el coste personal y creativo que tantos años de opositor oficial al franquismo tuvieron para Juan Antonio, por eso resulta pertinente señalar que probablemente J.A. Bardem ha sido el director español que más se censuró a si mismo, ya que alguien que perseguía testimoniar la realidad desde un aquí y un ahora casi siempre fue obligado a deslocalizar sus tramas y a despolitizar a sus personajes, quizás el ejemplo más claro fue el fracaso de “Sonatas” (1959), en la que para hablar de la represión franquista tuvo que recurrir al Marqués de Bradomín, a las guerra entre liberales y absolutistas ¡y a la mismísima revolución mexicana!
Por eso, cuando Bardem vio en el Festival de Venecia de 1963 “Las manos sobre la ciudad” entendió que sus películas, llenas de simbolismos, dobles sentidos y traslaciones historicistas por culpa de censura franquista, nunca podrían competir en igualdad de condiciones con aquellas que, como las de su camarada Rosi, le ponían nombres y apellidos a la corrupción política napolitana.
Quizás ahora se entienda mejor por qué, después de años batallando contra la censura franquista, y tras las injustas críticas recibidas por “Nunca pasa nada”, Bardem tomó la decisión de convertirse en un respetable artesano capaz de dirigir con solvencia películas internacionales de envergadura a las que procurar un toque personal. Desgraciadamente, a pesar de lo comprensible de la apuesta es innegable que a Juan Antonio le salió mal porque esos amplios presupuestos nunca llegaron y porque sus logros cinematográficos se fueron diluyendo con el paso del tiempo, pero como se afirma en “Calle Bardem”, aunque Juan Antonio no dejó herederos, en su filmografía hay virtudes cinematográficas rastreables hasta el final de su carrera.