Para mi hermano Pancho

En verano, por las mañanas, en la plaza del Dos de Mayo, las mujeres van a la compra, los jubilados salen a pasear y los niños juegan. Los camellos y los sirleros aún no se han levantado y el aire es fresco. Uno puede ir al quiosco de Paco a tomarse un café, leer el periódico y pensar en cualquier cosa.

Ramiro, por ejemplo, estaba pensando en una mujer con grandes bolsas bajo los ojos que había conocido en un bar dos calles más arriba, meses atrás. En apariencia, la cosa no tenía demasiada importancia, cualquiera puede conocer a una mujer de esas características en cualquier bar de cualquier parte. En realidad, los bares nocturnos sirven para eso. Sin bares ─y sin la noche, pensaba Ramiro─ no se podría conocer a nadie o, en todo caso, los conocimientos que se entablarían serían diferentes.

Bueno, me senté en la mesa cercana a Ramiro, le pedí a Luis un café solo y me dispuse a leer el periódico. Para quien le interese, diré que la mañana era radiante, la luz clara, los pajarillos cantaban y la tranquilidad, etcétera, absoluta.

Gracias al periódico me enteré que, de nuevo, el Ministerio de Cultura había dejado de invitarme a Buenos Aires a unas magnas jornadas sobre la cultura española que incluían a artistas, cantaores, bailaores, poetas, cineastas, ensayistas y escritores.

Observando a Ramiro de reojo pensé en lo que significaría que el Ministerio de Cultura se soltara con una de esas invitaciones de ultramar. Ahí era nada: hoteles de lujo, comidas, charletas, mimos y gastos pagados.

Cuando pienso en esas cosas me doy cuenta de lo bien que hice al hacerme escritor. De no haberlo hecho, ahora tendría que trabajar. Lo único que hacía falta para completar la cosa era que el Ministerio de Cultura me invitara a uno de esos fastos en el extranjero. Pero me figuro que el escalafón es rígido y que ya me tocará.

Ramiro no pudo aguantarse más y se acercó.

─¿Qué pasa Juanito? ¿Qué haces?

Cuando alguien te ve aparentemente sin hacer nada, siente piedad por ti y se acerca a distraerte.

─Pues ya ves, aquí ─le contesté yo.

─¿Te puedo contar una historia? Si me pagas el café te la cuento, es cojonuda. Luego tú la cuentas en los papeles y te forras, ¿hace?

─Está bien, pero solo un café.

Ramiro se subió la pernera derecha del pantalón.

─Ya no puedo tomar copas por las mañanas, bebo sólo por las noches y vino blanco. Mira cómo tengo las venas.

Era verdad, las venas parecían tronquitos de sarmiento incrustados en la pierna. Algunas tenían un inconfundible color azulado.

─De acuerdo, nada de copas por las mañanas. ¿Qué historia me vas a contar?

Y empezó a contarme lo del bar de copas y la chica aquella con grandes bolsas bajo los ojos, pero yo le interrumpí.

─Mira, Ramiro, esa historia es muy corriente y me parece que ya me la has contado.

─Espera un momento. ¿Te he contado que tiene los ojos entre azules y verdes?

─Sí, hace tiempo.

─¿Y que tiene la cabeza como para llevar el pelo muy corto?

─También.

─¿Y que estoy loco por ella?

─Eso sobre todo.

─Puedo contarte… verás, ella camina con el cuerpo hacia adelante, con los hombros rectos y se tapa la barriga y el culo porque cree que no tiene la cintura lo suficientemente estrecha y piensa que sus tetas son pequeñas y caídas. En realidad…, bueno, en realidad es muy bonita, muy atractiva, diría yo, pero ella opina que solo gusta a un tipo de hombre, nada más. Me dijo que siempre se han enamorado de ella mucho y que ella, a su vez, también.

─Mira, Ramiro, tío, esa historia es bastante vulgar. Con eso no puedo sacar nada.

Ramiro se agitó en su silla.

─Entonces te contaré lo que me ocurrió una noche en que ella estaba en Segovia con su antiguo novio y yo entré en un bar a buscarla y vi algo fantástico… ¿Si te gusta esta historia me invitarás al cafelito?

─No te diré que no, pero cuéntala de una vez.

─Era una noche normal, una noche que no hacía ni frío ni calor y yo tenía muchas ganas de hablar con ella. Quería poder hablar sin que pensara que estaba desesperado, ni que me sentía muy solo. No me acuerdo de la calle, apenas del nombre del bar que era algo así como El Fuego o El Candelas, o algo así. Bueno, entré en el bar y supe enseguida que no estaba ella, fue cuestión de segundos. Entonces me di cuenta de que en aquel bar todo el mundo medía un metro, quiero decir los más altos, porque lo normal, allí dentro, era medir menos. ¿Te das cuenta? Un bar de enanitos que fingían ser como todo el mundo. Las mujeres que había por allí, los hombres y los camareros…, todos medían alrededor de un metro. Incluso el mostrador y las sillas estaban hechos para esa estatura. Y lo más raro es que nadie se extrañó de que yo entrara y preguntara por ella. Me quedé allí un buen rato, me tomé dos copas y me fui a otro sitio a buscarla. ¿Qué te parece la historia, Juanito?

─Te has ganado el café ─le contesté.

Ramiro se bebió el café y se marchó y yo me quedé pensativo. En realidad, yo también medía menos de un metro, pero no se lo he dicho aún a nadie. Es mi secreto.

Y usted, ¿cuánto mide?