Me ha parecido oportuno destinar este espacio de Mundo Obrero a recordar la figura de Txomin Perurena, el ciclista español con más victorias de la historia, 158, fallecido el pasado 8 de junio. Homenajeando a Perurena, Mundo Obrero continúa la línea de hablar de todo lo que pasa, de la realidad completa, incluyendo al deporte, al ciclismo, como lo hicieran en otro tiempo grandes diarios comunistas. Fueron célebres en Francia las crónicas del Tour de L´Humanité, en las que participó como fotógrafo nuestro camarada y superviviente de los campos nazis, Francesc Boix. Hablar de Perurena, además, es hacerlo de los últimos años de la dictadura franquista. Perurena fue una de las leyendas deportivas de aquel tiempo, y lo fue junto al boxeador Urtain y al futbolista Iribar. Los tres nacidos en Gipuzkoa, en el mismo año, 1943. Vale la pena recordarlos a la sombra de Perurena, porque los tres juntos marcan el espíritu de la época. La del franquismo tardío, que pretendía usar al deporte como propaganda, cuando su hegemonía se tambaleaba en medio de grandes luchas políticas y sociales, encabezadas por el Partido Comunista.

Txomin era un ciclista que ganaba en todos los terrenos, al sprint, escapado, en subida. Lo que le permitió tener un palmarés inigualable. Y lo hubiera tenido aún mejor si no hubiera vivido en un tiempo en el que el ciclismo, en este país, era muy autárquico, y salía poco al extranjero a competir, Giro, Tour y poco más. Las Clásicas, para las que Txomin tenía enormes cualidades, no formaban parte del programa de los equipos. Peru era un corredor solidario, virtud que demostró repetidamente, siendo quizá la más sonada la de la Vuelta de 1972. Txomin iba de líder pero avaló la fuga de Fuente con Grande, camino del puerto de Formigal, porque las opciones del equipo se fortalecían. Sus galones en el equipo, como capitán de ruta, eran importantes, y el director le preguntó qué hacían con la fuga, Txomin le respondió que la respetaran siempre y cuando Fuente dejara de rueda a Grande subiendo el puerto de Monrepós, antes de Formigal. Txomin podía haber ganado esa Vuelta, pero vio el diamante que tenía su compañero Fuente, y lo dejó brillar.

Un hecho poco conocido del entorno de Perurena, es el del atentado que costó la vida a su hermano Bixente. La tarde del 8 de febrero de 1984, Bixente Perurena y Ángel Gurmindo, se encontraban charlando a la altura del número 40 de la calle Aizpurdi de Hendaye. Volvían de poner una denuncia en la comisaría porque Bixente se sentía vigilado. A las 19:50 horas, desde un automóvil con matrícula española que se detuvo frente a ellos, los ametrallaron. Los disparos les alcanzaron en la cabeza y en el cuello, muriendo ambos en el acto. El GAL, siglas que escondían las operaciones de algunos elementos siniestros de la policía española, reivindicó el atentado. Era la cuarta acción criminal del GAL, que había comenzado sus actuaciones dos meses antes, con el secuestro el 4 de diciembre de Segundo Marey, mostrando su crueldad y desatino, pues se trataba de  un ciudadano español que vivía en Francia que nada tenía que ver con los exiliados vascos; y había seguido con los asesinatos de los miembros de ETA Oñaederra y Goicoechea.

Bixente había escapado a Francia en 1976, cuando la democracia todavía  no estaba asentada en España. Al parecer, estaba implicado en las operaciones de enlace entre Francia y el interior de los grupos de ETA militar. Siguió desarrollando esa actividad al otro lado de la frontera, encargándose del regreso de los grupos armados terroristas, tras haber realizado sus acciones en España. Una doble vida, porque trabajaba en Biarritz y vivía legalmente en Hendaye, con su mujer y tres hijas. El 29 de mayo de 1986, dos años después de su asesinato, el GAL ametralló el caserío de la familia Perurena, cuyo bar había regentado Bixente hasta su huida. Los ocho impactos de bala que alcanzaron la fachada en aquel atentado han permanecido, como cicatrices de aquel pasado trágico, que también llegó al territorio del ciclismo, como a todos los rincones y vidas del país.

José Manuel Ibar había tomado el nombre deportivo del caserío de Zestoa, “Urtain”, en el que vivía alquilada su familia, una familia numerosa de 10 hermanos. Muy pronto destacó por su fortaleza y por sus travesuras. Era un chaval difícil, rebelde, que no dejaba de dar disgustos a su hermana mayor, en quien había delegado la madre la vigilancia del chico. Despuntó en el deporte rural como levantador de piedras, donde no tenía rival. Era un mundo en el que el deporte, el dinero, y la virilidad, se mezclaban. Y su eje eran las apuestas entre los levantadores para comprobar quién levantaba más kilos, y más veces. Ése era el universo de Urtain, retador, machista, pivotado sobre el valor del dinero. Un ojeador de boxeo, observando su fuerza, le propuso cambiar de deporte. En el boxeo, en esos años, del 68 al 74, había mucho más dinero que en el levantamiento de piedras. Y Urtain se pasó a los guantes. Su debut fue meteórico. Tumbaba a sus rivales en el primer asalto. Eran paquetes, camioneros de paso por la región, marineros que llegaban al puerto, gente pagada por enfrentarse a él. Aún así, a pesar de esa atmósfera de sospecha y tongo que le acompañó desde el principio, sus éxitos eran tantos, y tan expeditivos, que se aupó a lo más alto del podio de la fama deportiva nacional. Ganó 30 combates seguidos por K.O, un record mundial. Su cúspide deportiva la alcanzó cuando consiguió el título europeo de los pesos pesados, frente al alemán Peter Weilands. Aunque hubiera amaños, y los hubo, Urtain tenía cualidades y pegaba fuerte. El régimen de Franco utilizó la figura de Urtain, y estimuló su fama con la retransmisión de sus combates por televisión.

Iribar, el “chopo”, portero del Atlhetic de Bilbao y de la selección española, también representaba para el régimen el triunfo de lo nacional. Fue el capitán de la mayor gesta, la victoria en la Eurocopa de 1964, con el gol de Marcelino, sobre la URSS, sobre el comunismo, el verdadero demonio. Iribar estrechó la mano del generalísimo Franco en el palco numerosas veces, en 1964 con España, o cuando el Atlhetic ganaba la Copa. En diciembre de 1976, sin embargo, en el derbi entre la Real y el Atlhetic, Iribar encabezó con Kortabarria, capitán de la Real Sociedad, la salida de sus equipos al campo de Atocha con una ikurriña. Franco había muerto en noviembre del año anterior, y el país, envuelto en una convulsa transición hacia la democracia, aún no había legalizado la ikurriña. Iribar fue un hombre que se adaptó bien a cada momento. Llegó a ser miembro de la Mesa Nacional de Herri Batasuna. Eran los tiempos, dicen muchos para explicar las fotos con el dictador, pero en esos tiempos difíciles se mide también la conducta humana, su entereza, su moral, sus principios, su personalidad.

Perurena, Urtain, Iribar, sin quererlo, fueron símbolos del poder, al que gustaban porque sus triunfos narcotizaban a la gente, y daban un brillo exitoso al régimen franquista. Los tres se adaptaron a su manera a los cambios. Iribar con suma facilidad, como hemos visto. Urtain fue un juguete roto, sus representantes se llevaron la mayor parte de la fortuna que había ganado, y tampoco supo digerir el paso de la fama al anonimato. Se suicidó lanzándose al vacío desde un balcón. Perurena fue quien mejor hizo la transición, no se dejó utilizar, y nunca avaló al franquismo. Fue querido en todas partes y por todos. Porque fue un hombre bueno.

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