Para mi hermano Luis
Hassan se asomó a la ventanilla del coche y dijo:
─¿Coca, costo, tío? ¿Un poquito de anfeta?
El que conducía el coche era rubio, tostado lámpara, y con músculos que no le cabían en la cazadora de cuero fino. Sonrió.
─¿Sí, morito de mierda? ─contestó.
Hassan aún lo intentó otra vez.
─¿Qué te pasa, tío? ¿No quieres algo bueno?
─Vosotros, basura, sois los que estáis corrompiendo España. ¿Es que no sabes que la droga mata?
El rubio metió la mano en la guantera del coche, sacó una nueve milímetros y le voló la cabeza a Hassan que salió despedido hacia atrás, mientras los trozos de sesos se esparcían en la acera. El rubio arrancó el coche y se perdió.
Más tarde entró en la comisaría, saludó al de la puerta, se puso el uniforme y volvió al coche. Se dirigió al bar de Cosme y se apoyó en el mostrador.
─¿Han venido los otros? ─preguntó.
─Están en la sala de atrás ─contestó Cosme.
─Dame una cerveza, anda.
Cosme le sirvió la cerveza. El tipo rubio se la bebió de un trago sin levantar la vista, inclinando la botella. La terminó y la dejó sobre el mostrador.
─Dame otra, tú.
Con ella en la mano, entró en la sala de atrás. Había humo, olor a colonia y cuatro hombres que hablaban, reían y bebían. Dos de ellos eran más jóvenes aún que el rubio. Los otros dos parecían de edad madura, como de cuarenta y tantos.
Se callaron cuando entró el rubio.
─¿Qué hay? ─saludó el rubio y se sentó en una de las sillas─. ¿Algo nuevo?
─¿No te has enterado? ─dijo uno de los jóvenes─. ¿Pero es que no te has enterado?
─¿De qué?
─No puedo creerlo ─el chaval lo señaló con el dedo─. Está aquí tan tranquilo y no se ha enterado de nada.
─Ha sido acojonante ─remachó uno de los de edad madura.
─Les hemos ganado. Así de simple ─añadió otro─. Ha sido una victoria del movimiento.
─Cuando se enteró mi mujer casi llora de emoción ─manifestó uno que aún no había abierto la boca─. Ella ha estado rezando para que Felipe salga libre y ya ves, ha salido.
─Tú mujer es un poco… ─empezó a decir el rubio, y se encogió de hombros.
─¿Qué, qué le pasa a mi mujer, eh?
─Callaos ─ordenó uno de los mayores─. Por favor, nada de peleas.
El rubio dejó la botella de cerveza y crujió los nudillos.
─Tú sabes muy bien lo que opino de que haya mujeres con nosotros, Gonzalo.
El llamado Gonzalo se puso en pie y avanzó hacia el rubio que bebió otro trago de cerveza sin mirarlo.
─No hagas tonterías ─dijo el rubio.
─Sí, es mejor que te sientes, Gonzalo ─intervino el otro hombre mayor.
El llamado Gonzalo retrocedió y tomó asiento.
─No consiento que insultes a mi mujer ─dijo─. Vamos a poner las cosas claras.
─En realidad, no la ha insultado, Gonzalo, ¿verdad tú? ─dijo otro de los jóvenes─. No le gusta que haya mujeres entre nosotros, nada más.
─No es eso ─dijo Gonzalo─. Tienes envidia ─Gonzalo intentó reírse, no le salió del todo─. Eso es lo que te pasa. Tienes envidia. Se fue conmigo y no contigo.
─Decirle que se calle o no respondo ─dijo el rubio.
─Cállate ─ordenó el que más había hablado.
─Es que…
─¡Vas a callarte!
─Sí, me callaré.
─Eso está muy bien ─el hombre mayor se dirigió al rubio─. Han soltado a Felipe, sin cargos.
Sonrió de oreja a oreja y el rubio volvió a cabecear.
─Eso está muy bien, cojonudo.
Uno de los jóvenes palmeó de alegría.
─Felipe ha llamado por teléfono a mi padre y le ha dicho: “¡Arriba España!”. Y mi padre casi llora de alegría.
─¿Libre, libre? ─preguntó el rubio─. ¿Libre?
─Absolutamente libre ─añadió el hombre mayor─. No han tenido cojones para condenarlo.
El rubio escupió en el suelo.
─Y, sin embargo, falló. Sólo se cargó a uno, a uno, Yo me hubiera cargado a todos aquellos cabrones. A esos asesinos de policías, terroristas hijos de puta que matan inocentes hijos de policías.
La indignación cubrió la tostada cara del rubio, parecía a punto de estallar. Se acomodó el cinturón y extrajo la porra que situó a su lado.
─Bueno… ─empezó el viejo─. De todas maneras ha sido una victoria muy importante y, sobre todo, Felipe está con nosotros.
─Lo tenemos que celebrar ─añadió el llamado Gonzalo─. ¡Ah, os tengo que contar! ¿Os acordáis de esa plaza en Pozuelo, al lado de mi casa?
Todos le miraron, aguardando.
─¿No os acordáis?
Nadie dijo nada.
─Sí, hombre… Esa plaza llena siempre de drogatas, negros, de sudacas, homosexuales… Tenéis que acordaros. Luis dijo que… ¿Pero no os acordáis?
─Sí, nos acordamos ─dijo otro de los más viejos─. ¿Y qué?
─Solté a mis tres doberman anoche y los jodí a todos.
Empezó a reírse, pero nadie le secundó y entonces se calló.
─Teníais que haberlos visto. Corrían como liebres, los muy cerdos, y gritaban… No os podéis creer cómo gritaban.
─Tres doberman ─dijo el rubio, y se echó otro trago de cerveza.
─Muy bien, Gonzalo, muy bien ─el viejo hablador le palmeó el hombro─. Eso estuvo la mar de bien.
─Uno de los perros tenía las fauces ensangrentadas, seguro que le jodió a alguien el brazo o una pierna. Ahora hay un maricón sin pierna.
─Cada vez hay más gentuza de ésa, Dios mío ─insistió otro de los jóvenes─. A mi novia la quisieron toquetear la otra noche en la discoteca. Un jodido de ésos se acercó a ella y se puso a hablarla. Tenía los ojos inyectados en sangre. Era un yonqui, seguro. Le estuve atizando hasta que me dolió el brazo.
─Muy bueno ─dijo Gonzalo─. Muy bueno. ¿Empleaste el kárate?
─Que va. Un par de patadas y unos guantazos. Esa gente es de mantequilla. Está podrida.
─Eso sí que es cierto ─dijo Gonzalo.
─Tu mujer no me dejó a mí ─dijo el rubio, mirando a Gonzalo─. Quiero que lo sepas. Fui yo quien la dejé a ella y luego se fue contigo.
─Dejemos eso ─dijo Gonzalo─. No quiero discutir con un camarada. Por favor, tengamos la fiesta en paz. ¿Vale?
─Como quieras.
─Bueno… ─el viejo hablador se levantó y le pasó al rubio la mano por la espalda─. ¿Has hecho tú algo hoy? ¿Alguna paliza?
El rubio se encogió de hombros.
─Nada ─manifestó─, un día tranquilo.