Cuando sobrevienen hechos de tanta gravedad como los registrados en Israel el sábado 7 de octubre y ahora los proseguidos en Gaza por el Ejército de Israel, un imperativo interior nos compromete individual y socialmente para pronunciarnos al respecto. Se trata de un impulso que nos interpela y nos conmina a situarnos en un lado u otro de lo acaecido y de lo que acaece. Si miramos de frente a nuestra propia actitud e indagamos en su motivación profunda, lo que realmente nos arrastra a definirnos no es lo que parece. En el fondo, lo que solemos buscar es decir a los demás y decirnos a nosotros que somos buenas personas, que nosotros no matamos y cosas semejantes, como se demuestra por la conmoción que sentimos ante lo sucedido. En verdad, ¿qué valor tiene, en qué medida influye en los hechos, esa auto-complacencia moral con nosotros mismos? No influye en nada. No cambia los hechos. No tiene más valor que un testimonio entre millones de otros testimonios. El protagonista de estos hechos es siempre un pueblo, judío y palestino, que es sometido a un sufrimiento inhumano, no nosotros. El corazón, el meollo útil de lo tratado sería el compromiso personal y colectivo de contribuir de manera consciente a intentar erradicar las causas y los efectos de actos tan execrables como los desencadenados allí. Pero, casi siempre, nos persuadimos demasiado pronto de que ello queda fuera de nuestro alcance.
Estamos en presencia de dos conductas criminales que discurren con tempos diferentes. La más cercana muestra la brutal inmediatez de lo ejecutado por Hamas en suelo israelí. No se sabe aún a ciencia cierta el número de muertos, más de mil, que la furia de la organización armada, ahora devenida en ejército, ha dejado sobre el terreno de Israel así ensangrentado. Tampoco se precisa el número de personas secuestradas, tal vez dos centenares, incluidas las de niños y ancianos. No hay justificación alguna a lo ejecutado por los fedayines de Hamas sobre población civil judía. Ha consistido en una violencia salvaje e inusitada, que parece haberse propuesto rebasar la asimetría de las acciones a mediana o pequeña escala que su guerrilla desplegaba hasta ahora contra el Tshael, ejército israelí, para adoptar la entidad y la sistemática de una acción de guerra militarmente ejecutada.
El otro tempo, el de la otra violencia, la de cuño estatal, es la desplegada desde mucho tiempo atrás, 74 años, por los dirigentes de las fuerzas ocupantes de Palestina armadas hasta los dientes que, poco a poco, supervisaron la apropiación de una tierra habitada por el pueblo palestino durante siglos en la cual, el pueblo judío había habitado centurias atrás antes de abandonarlo en dolorosas diásporas. Y para conseguir reasentarse, el naciente Estado desarrolló a partir de 1948 formas de violencia sistemática y cruel contra la población autóctona, desde el exilio forzoso hasta presiones de todo tipo, incluido el hostigamiento armado y la aniquilación, que, a su vez, desencadenaron formas de violencia asimétrica, denominada terrorismo, cuyo resarcimiento por parte israelí adquirió la forma de venganza implacable y se cebó en la población civil palestina. Centenares de jóvenes, niños, mujeres y ancianos pagaron y han pagado hasta hace bien poco con sus vidas el precio del resarcimiento de aquellos actos terribles, percibidos como mera autodefensa por quienes los protagonizaron, moradores árabes del territorio en disputa o allegados de la diáspora.
Entre 1933 y 1945, años antes de que el problema escalara hasta los inquietantes límites que hoy adquiere, el pueblo judío establecido en Europa había recibido en sus carnes el terrible zarpazo de una feroz persecución que, a manos del nazifascismo, le amenazaba con su extinción. Comoquiera que el holocausto contra los hijos de Israel adquirió proporciones bíblicas, con varios millones de muertos entre sus filas, al culminar la Segunda Guerra Mundial el horror por ellos vivido generó hacia su causa una adhesión moral incuestionada, de compasión y simpatía generalizadas concebidas como recursos éticos, anímicos incluso políticos para coadyuvarles en su dolor. Sobre este sentimiento tan extendido entre las gentes de bien -sentir humano, real y generoso-, los dirigentes políticos de Israel se establecieron en el territorio palestino y comenzaron a transgredir impunemente, con políticas de evidente agresividad, los límites impuestos por el sentido común y la equidad, transgresiones explícitas en la falta de respeto a las resoluciones de Naciones Unidas sobre los asentamiento en Palestina y la necesidad de devolver los territorios ocupados.
La espiral acción-reacción no tardó en surgir. Empero, una suerte de sentimiento de culpa, originado por el recuerdo de la bestialidad de los nazis y el deseo de mitigar el dolor del pueblo judío, llevó a muchos Gobiernos y sociedades nacionales, señaladamente occidentales, a acostumbrarse a hacer la vista gorda a cuanto Israel acometía de manera alegal, cuando no abiertamente ilegal respecto del Derecho Internacional, con sus políticas expansivas, supremacistas y discriminantes respecto de los palestinos.
De manera casi simultánea, la percepción de humillación, represión y persecución del pueblo palestino llevó a algunos de sus dirigentes, como Yasir Arafat o Georges Habasch, a desarrollar acciones armadas por doquier, concebidas por los suyos como orientadas a la liberación de su pueblo, que hallaron el calificativo de terroristas por parte de extensos medios de opinión imbuidos, aún, por el precitado sentimiento compasivo y de culpa, administrado con mucho tiento por los dirigentes políticos de Israel. Cualquier crítica a las prácticas políticas del Gobierno israelí era traducida a términos de antisemitismo, lo cual desarmaba cualquier impugnación por muy ajustada a la razón y la moral que lo fuera.
Todo un cúmulo de factores, unos de tipo territorial, otros de naturaleza política, más una dimensión más, tan conflictiva como la religiosa, al coexistir la capitalidad de las tres grandes religiones monoteístas en Jerusalén, atizaron un conflicto permanente, salpicado de violencia, cuyas aristas prefiguraban la indisolubilidad de su complejidad como único término imaginable de su intrincada trama.
Miles y miles de noticias, generalmente bañadas por la sangre, de crónicas, análisis, estudios y reseñas periodísticas, así como distintas iniciativas diplomáticas, políticas, incluso económicas, trataron de abordar un conjunto de hechos e intencionalidades tan problemático como imposible de permitir trascenderlo, ante la volatilidad de la voluntad mutua, israelí y palestina, desde luego en distintos grados, para solventarlo. El Estado de Israel, enriscado en su afirmación de sí mismo, signado por la inseguridad derivada de la memoria de lo que le sucedió bajo el nazismo, se impuso de forma dogmática la expansión de los asentamientos de judíos llegados de todo el mundo a costa de los lares palestinos. Esta realidad fue reiteradamente condenada por Naciones Unidas, pero Israel casi nunca hizo caso de tales resoluciones y recomendaciones, expandiéndose por doquier, como moneda de cambio para legitimar políticamente cada nuevo Gobierno que accedía a la nave gubernamental, en un país signado por una pléyade de partidos y partiditos, señaladamente religiosos, muy integristas, que suelen convertirse en bisagras políticas capaces de permitir o impedir gobernar.
Por su parte, surgió una resistencia palestina feroz, con permanente recurso a la lucha armada tildada de terrorista por Israel, de liberación nacional por sus comitentes. Cuando dirigentes palestinos accedían al diálogo, rápidamente eran descalificados desde sus propias filas y denunciados como traidores mientras, quienes desde la parte israelí se planteaban lo mismo, más temprano que tarde quedaban descabalgados y ante el empuje expansivo adverso, salían de la escena. La dogmática y la cerrazón mutuas dieron paso a la sinrazón y ambas partes redujeron sus gigantescos diferendos políticos a la esfera religiosa, donde toda diatriba es posible si no se parte de una unidad moral que haga comprensible el lenguaje empleado.
Lo que quedaba y siempre queda detrás, en síntesis, son dos pueblos llanos, el palestino y el judío, rehenes de sus respectivos dirigentes, incapaces estos, por intencionalidades y motivos distintos, de acordar una salida satisfactoria a tan enjundioso y sangriento entramado de problemas y obstáculos. Frente a ellos se yerguen algunos generales a los que no les tiembla el pulso a la hora de plantearse la aniquilación genocida del enclave de Gaza, fronterizo en 62 kilómetros con Israel, verdadero ghetto palestino donde dos millones de personas, centenares de miles de niños, sobreviven malviviendo como pueden sometidos a la voluntad de los intereses coyunturales de los gobernantes de Israel que en demasiadas ocasiones, adquieren la forma de bombardeos indiscriminados en respuesta a sucesivos levantamientos contra la opresión percibida; también allí se escudan terroristas desalmados y capaces más o menos de lo mismo, según sus posibilidades.
En lo inmediato, no hay aún perspectiva para examinar atinadamente lo sucedido. Muchos mitos sobre la invulnerabilidad de los servicios de Inteligencia de Israel y sus aliados estadounidenses habrían caído hechos pedazos tras lo sucedido estos días; a no ser que los agentes hubieran recibido instrucciones políticas de no hacer nada ante la amenaza detectada, como parece sugerir el aviso dado diez días atrás por el servicio secreto egipcio sobre un inminente ataque de gran envergadura de Hamas. Esta hipótesis se fundamenta en el crédito de aquellos servicios israelíes y aliados, cebado por una machacona reiteración que ha convertido su eficacia en un axioma a escala mundial y que, hasta ahora, no necesitaba de acreditación alguna.
Desde luego, sería gravísimo si se demostrara que hubo premeditación, por parte de Nethanyahu, a la hora de tolerar este sangriento ataque, con miras a cohesionar un país enormemente dividido como ahora lo está Israel, por los propósitos de su cuestionado jefe de Gobierno y por su supuesto intento de hallar una coartada para acabar militarmente de cuajo con el problema flagrante de Gaza; desde allí, el lanzamiento casi a diario de cohetes, impide por doquier hallar un minuto de serenidad a los moradores y ocupantes israelíes, con la consiguiente desmoralización y desmotivación que ello implica, señaladamente entre los jóvenes que cumplen tres años de servicio militar obligatorio y son movilizados con frecuencia.
Lo cierto es que el momento para actuar elegido por los dirigentes de Hamas, enfrentados por cierto con la Autoridad Palestina, ha sido el de máxima vulnerabilidad política de Benjamín Nethanyahu, empeñado en suprimir los controles judiciales sobre su acción política y con una serie de carteras otorgadas a dirigentes de extrema derecha. Estas medidas han encendido ardientemente los ánimos y han generado una crisis política sin precedentes en Israel, al ser percibidas por parte de sectores amplios de la población judía como abiertamente antidemocráticas. Asimismo, la actual debilidad política de Estados Unidos, principal e incondicional aliado militar, diplomático y político de Israel, es hoy un hecho, por la profunda escisión interna entre los demócratas y republicanos, de un lado, y del otro, entre el sistema de partidos e instituciones y la ciudadanía.
Lo extraño de este caso no es solo la inusitada sorpresa sobre cómo, cuándo y dónde ha podido producirse, el sur de Israel, incluso con parapentes, drones y escuadrones de infantería, sino que haya surgido un año antes de las elecciones estadounidenses. Esta antelación, por su inconveniencia, rompe todos los esquemas geopolíticos trazados al respecto y señala un elevado grado de autonomía de la zona respecto de los intereses de Washington, más atento hacia China que hacia el Cercano Oriente, donde coexisten designios e intereses tan distintos como los de Turquía, Arabia Saudí, algunos emiratos e Irán, Estados que han financiado por raseros distintos y de diferentes maneras al islamismo radical que encarna Hamas o Hezbollah en Líbano. ¿Trataba alguien de re-fijar la atención de Washington sobre la zona? ¿Convenía a Irán, como se insinúa, apoyar este ataque, erosionada social y políticamente como lo está la República Islámica, por la indignación causada por la represión de las extensas protestas populares consecutivas al asesinato de Masha Amini y por la crisis económica y los brotes de corrupción que sacuden al país? ¿Trataba algún de los sujetos estatales concernidos en el Cercano Oriente, de impedir un restablecimiento de relaciones entre Teherán y Washington, con el acuerdo nuclear otra vez en candelero, abortado en su día por Donald Trump y reavivado ahora por Joe Biden, como telón de fondo?
Son preguntas pertinentes, hipótesis fundadas, que seguirán siéndolo mientras no se despejen con la verdad o la prueba de su falsedad. Lo cierto y evidente es que los pueblos del Cercano Oriente no merecen el sufrimiento al que se ven sentenciados por la obstinación y la incompetencia de sus dirigentes, caracterizados todos por la pétrea dureza de sus corazones, inconmovibles ante los ríos de sangre que con sus acciones criminales y sus irresponsables omisiones, desencadenan.
Digamos alto a la escalada, alto a la indefensión de los inocentes, para que callen las armas y la cerrazón criminal dé paso a la razón y a la paz.
Fuente: elobrero.es