No hay nada más difícil de cambiar voluntariamente que las convicciones propias. En demasiadas ocasiones, ese cambio no se sustancia nunca y la vida, incambiada, concluye sin que se decida emprender su transformación. Pero la mutación es posible. Este breve introito puede servirnos para explicar la hasta ahora inexplicada actitud de la cúpula de la Unión Europea hoy y de distintos Gobiernos del continente, ayer, objetivamente comprometidos en justificar las evidentes, reiteradas y documentalmente probadas transgresiones de los Derechos Humanos perpetradas por sucesivos Gobiernos de Israel desde hace tres cuartos de siglo. Y ello, pese a que fue la Declaración Universal de 1948 la que se convirtió en emblema universal de europeidad y timbre de honor de los valores continentales. En demasiadas ocasiones, sin embargo, las residuales ínfulas imperiales britano-francesas, mimetizadas con la también imperial doctrina estadounidense del Destino Manifiesto, degradaron aquel bello código moral, social y político de 30 artículos preclaros, gestado originariamente al calor emancipatorio de la Revolución Francesa. En nuestro tiempo, sin embargo, hubo quienes se propusieron imponer a otros pueblos los Derechos Humanos a cañonazo limpio. Pregunten por ello a los pueblos suramericanos y africanos.

¿Dónde se encuentra la raíz de tamaño desvarío moral de los dirigentes de Europa, delirio que contribuye a acrecentar el número de víctimas inocentes masacradas en la actual escalada bélica israelí tras el horrendo atentado de Hamas con 1200 muertos y 200 secuestrados? Si dejamos a un lado la maldad, la pusilanimidad, la tortuosidad y la perversión, entre otras actitudes subjetivas, que no sirven para explicar lo que nos proponemos objetivamente esclarecer, todo indica que la raíz de la justificación europea de todo cuanto el Gobierno israelí de turno hace o deshace desde entonces reside en una convicción extendida y autoimpuesta entre muchos de los gobernantes europeos.

Del Mal absoluto

A grandes rasgos, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, las ideas generalizadas sobre el Bien y sobre el Mal trocaron profundamente sus anteriores concepciones. Así, el Bien sería la Paz perpetua y el Mal, con mayúsculas, vendría encarnado por el Holocausto. Este fue interpretado como expresión suprema de una aberración ideopolítica racista, sistemática y organizada, encaminada a erradicar a un pueblo, el pueblo judío, de la faz de la Tierra. A ello habría que añadir, no lo olvidemos, la erradicación también premeditada y simultánea de otros pueblos, como el gitano, o de otros colectivos humanos, como los comunistas y socialistas, además de pacientes de enfermedades mentales, todos ellos como tales subhumanos igualmente aniquilables por aquella máquina de matar denominada supremacismo racial, entonces de cuño nazifascista.

Tal concepción del Mal devino en paradigma y contra-referencia formal de toda conducta política europea desde entonces. Pero el paradigma consensuado escaló hasta convertirse en dogma irrefutable, integrado a machamartillo en el código genético de casi todos los Gobiernos europeos. La sospecha de antisemitismo sobrevolaba la escena e impedía toda crítica a la política o a la acción militar de Israel. Un antirracismo superficial lo impregnó casi todo, mientras las otras formas de supremacismo, como el clasismo, quedaban fuera de lo rechazable y se aceptaba su vigencia intramuros de Europa. El problema fue que, desgraciadamente, todo ello trajo consigo una infinita tolerancia versada a la justificación de cuantas acciones, omisiones y exacciones ilegales, alegales, inmorales y amorales acometieran sucesivos gobernantes israelíes; estos se mostraban convencidos de la necesidad de resarcirse del terrible dolor sufrido por su pueblo en sus carnes bajo el nazismo. Y optaron, sus gobernantes y sus generales, por reproducir muchos de los comportamientos indignos e inhumanos contra ellos aplicados antes.

He ahí el meollo de cuanto presenciamos en boca y acto de tantos gobernantes europeos. La benevolencia continental hacia los Gobiernos de Israel, explicable quizás en un primer momento de la posguerra mundial dadas las proporciones del drama afrontado por el pueblo judío y el gigantesco tamaño del problema que encaraba, se perpetuó de manera acrítica. Los líderes de Europa comenzaron a mirar para otro lado cuando surgió la represión israelí de la resistencia y el rechazo contra la partición de Palestina y el consiguiente éxodo de 750.000 moradores impuesto por Israel en la denominada Nakba, la Catástrofe. Sobrevinieron luego décadas de expansión territorial ilegal a costa de tierras palestinas, amén del desprecio vertido en tantas ocasiones por las autoridades militares israelíes hacia el pueblo palestino, consumado en crímenes reiterados, que escalaron hasta una dimensión aterradora: Tantura, Deir Yassin, Jan Junis, Al Aqsa, Hebrón, Yenin, Gaza… rubricaron sendas matanzas de población palestina generalmente indefensa, niños y ancianos incluídos, hasta un número aproximado al de 10.000 muertos, más un sinfín de heridos y desplazados, también en los alzamientos a pedradas contra carros de combate denominados Intifadas. Un dolor inenarrable tiñó de sangre el suelo que pisaban los palestinos que quedaron sobre su propia tierra.

Tras tres guerras vecinales, con Egipto, Siria y Líbano, la guerra asimétrica protagonizada por los fedayines palestinos, resistentes unos, terroristas otros, asistió a la ejecución de acciones de terrorismo tan execrables y crueles como las perpetradas contra la representación deportiva de Israel en las Olimpiadas de Munich, con eco mundial, así como un sinfín de atentados a quemarropa, secuestros y todo tipo de violencia. Violencia percibida por sus comitentes como versada a la liberación nacional y como derecho a la defensa, concepto éste invocado precisamente ahora en Europa para admitir que tal atributo le pertenece a Israel en revancha contra el terrorismo de Hamas. De no mediar precisión solemne, ello implica en la práctica justificar los bombardeos israelíes contra población civil en fuga sobre Rafah, única puerta, hoy sellada, de salida sureña de los gazatíes; más el acoso sobre hospitales; los tiroteos de ambulancias; o el lanzamiento de bombas de fósforo blanco contra moradores palestinos, más de un millón en el norte de la Franja de Gaza obligados a emigrar, tras los cuales el Alto Mando israelí dice que se escudan y esconden terroristas.

Todo ello se ve avalado en Europa por la actitud estadounidense hacia Israel, armado hasta los dientes por su complejo militar industrial, que nunca ha hallado cortapisa parlamentaria eficaz en Washington con la que impedir la inundación en la zona de todo tipo de ingenios de muerte en proporciones milmillonarias en dólares: 3.000 millones es la última y más reciente dádiva presupuestaria extraordinaria, replicada anualmente con extrema generosidad por la Casa Blanca, tras el reciente viaje allí del presidente estadounidense, Joe Biden o el del Premier británico, Rishi Sunak, sumisos ambos al designio de Primer Ministro israelí, Benjamín Netanyahu.

El vínculo estadounidense

El nexo estadounidense con Israel es muy estrecho. No solo el militar: Nueva York, la capital mundial del siglo XX, ha sido y es la mayor urbe judía del Planeta. El entramado de valores vetero-testamentarios del protestantismo anglosajón, que ha troquelado hegemónicamente la cultura estadounidense y su lifemanship, la organización de la vida y los valores cotidianos en el gran país trasatlántico desde sus orígenes, ha sintonizado sobremanera con el relato bíblico, la cultura hebraica, sus símbolos, iconos y muchas prácticas sociales y también morales. Hollywood ha sido exponente nítido y altavoz de tal identidad axiológica. Tanta ha sido la sintonía, que la política, la Administración estadounidense y su bastidor humano se han visto solapados con los israelíes hasta tal punto que ello ha llevado a muchos expertos a dudar de si su política exterior era propiamente norteamericana o más bien estaba plenamente sometida y fijada por la de Israel. Lo cual ha llevado a que Estados Unidos importase la inquina que la desabrida política israelí genera cada cierto tiempo en la zona, por mor de la asimetría que los dirigentes de Israel perciben en un contexto que consideran extremadamente hostil, rodeado de Estados árabes e islámicos a los que no ha dejado de hostigar: en su día Egipto, más Líbano, Siria, Irak, Libia, Irán, en este caso con asesinatos selectivos de científicos nucleares… Estados desde los cuales, desde luego, fue flagelado Israel en distintas ocasiones, como refugios de opositores políticos o terroristas.

El caso es que el seguidismo europeo hacia lo que Washington dicta, veáse la presencia rampante –e incontestada– de la OTAN en el continente europeo con la extinta Yugoslavia y Ucrania como ejemplos, ha sido un factor más de mimetización europea hacia la sumisa disposición estadounidense respecto de Israel, generadora de un rechazo extendido y creciente, hoy desbordado, entre la comunidad musulmana a escala mundial. Los recientes esfuerzos israelíes por restablecer relaciones con países como Arabia Saudí, Egipto o los Emiratos árabes, tras los acontecimientos registrados en torno a Gaza, colocan a los dirigentes que las pactaron en situaciones tan difíciles ante sus pueblos que tal vez aquellas relaciones salten por los aires.

Empero, es curioso que importantes grupos judíos estadounidenses, señaladamente neoyorquinos, se distancien cada vez más de la política belicista y supremacista seguida por el Gobierno de Netanyahu que amplifica con su cerrazón la de muchos de sus predecesores. No en mi nombre, gritaba días atrás un activista judío en Nueva York, aplaudido por los seguidores de su mitin, que denunciaba como israelí y genocida el bombardeo del hospital anglicano Al Ahlí de Gaza, con la aniquilación de 500 enfermos, niños, enfermeros y médicos, entre las 2.000 personas allí refugiadas. También dentro de la comunidad religiosa judía se alzan voces contra el extremismo amoral del Gobierno de Netanyahu y su alianza con la extrema derecha supremacista, la misma que considera que los palestinos son animales o cucarachas merecedoras de aniquilación.

Por otra parte, algunos analistas subrayan la peligrosidad potencial de lo ahora sucedido dados los problemas que afronta, todavía, la población afroamericana –y en parte islamizada –en Estados Unidos; tal hecho, mantiene una latencia conflictiva irresuelta e inquietante, dentro de la polarización ideológica y política que estremece a país de Abraham Lincoln. Las fuerzas policiales, con sus errores e irresponsabilidades, reprimieron en su día una islamización creciente de la minoría afroamericana: recordemos en el plano político el caso de Malcom X, hajj Malik El Sabazz, asesinado en 1965 por su supuesta deriva islamo-marxista; o, en la escena social, el anecdótico caso de Casius Clay que, significativamente, cambió su nombre por el de Mohamad Alí. Aquella islamización se irguió entonces sobre la escena del país norteamericano, adosándose a los conflictos sociales allí existentes, con chispazos de aguda violencia, violencia que podría extenderse hoy por el trato de favor oficial tan distinto que unas comunidades etno-religiosas y otras reciben de las instituciones y de las autoridades políticas estadounidenses.

Un cambio necesario

La actitud europea respecto a la guerra que se libra en el confín oriental del Mediterráneo debe cambiar. Y de inmediato. Porque demorarlo multiplica el número de vidas irremisiblemente perdidas dada la furia que la escalada del doblete acción/reacción allí registra. Ver a Josep Borrell, Alto Representante para la Política Exterior de la UE, tener que excusarse ante los foros de Europa, por considerar inaceptables los bombardeos israelíes sobre población civil palestina, tras una contundente condena al terror de Hamas, es todo un ejemplo de los obstáculos que encuentra una rotunda cuestión de humanidad para abrirse paso en medio del apoyo irrestricto de la Europa oficial a Israel, haga lo que haga, convicción que los dirigentes europeos, con excepciones tímidas como la española, se han negado y se niegan a cambiar en modo alguno.

Sin embargo, el cambio es posible. El ascendiente civilizatorio y cultural de Europa puede y debe ser movilizado contra tan tóxica convicción, para erigir un arbitraje internacional que silencia las armas y la tregua dé paso a la escucha mutua entre Israel y Palestina. Un territorio compartido entre dos Estados en armisticio ha de permitir compatibilizar su mutua existencia y su obligada vecindad. El Mal absoluto no es solo hoy el encarnado por aquel estremecedor Holocausto de la Segunda Guerra Mundial, sino el que encarnan todos los consecutivos holocaustos que el fanatismo cíclicamente genera y desencadena genocidios como en su día el armenio, posteriormente el ugandés, el kurdo u hoy el palestino. Las limpiezas étnicas, los apartheid, los fundamentalismos islámicos, forman parte de una barbarie que los nuevos tiempos no pueden admitir. La furia que las guerras desencadenan las convierte en incontrolables. El propósito político que suele guiar toda guerra, si desaparece, como es el caso al verse centrado en la aniquilación no ya del terrorismo de Hamas sino el de la mera presencia palestina en su territorio, conduce inexorablemente hacia el abismo a quienes dirigen este proceso. El pueblo judío tiene derecho a vivir en paz, pero nunca a costa de la postración del pueblo palestino. Para lograrlo, Europa debe arbitrar, nunca beligerar.

Fuente: elobrero.es

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