En mi infancia, la palabra “República” sonaba bastante en las conversaciones familiares, sobre todo entre mi madre y mi abuela y a mí, que era una niña curiosa e inquieta, me decían que eran temas de mayores y que mejor no comentarlo con mis amigas. Yo les hacía caso, sobre todo, porque me gustaban las cosas que contaban sobre las funciones de teatro que organizaban y aquella vez que bajaron a la estación de ferrocarril con un burro para esperar el correo y confirmar que las candidaturas republicanas habían ganado las elecciones municipales que serían la antesala de la proclamación de la República el 14 de abril de 1931; yo, naturalmente, me quedaba con la anécdota del burro, pero notaba una pasión y una emoción en su voz y en sus ojos que me hacían partícipe de algo grande que habían soñado y vivido y que habían perdido. Después supe que la hermana de mi abuela fue la última alcaldesa republicana de mi pueblo y conocí su compromiso y su determinación, cómo educó a su hija y a sus hijos en los mismos valores, su exilio interior y su soledad. Muchos años después, el Ayuntamiento le hizo un homenaje y le dedicó una calle y yo tuve el honor de reivindicar su memoria en nombre de la familia, junto a las dos sobrinas que le quedaban, una de ellas mi madre.

Todas, desde su militancia política y sindical, su compromiso con la cultura y su conciencia obrera, lucharon por una república democrática de trabajadores

Las mujeres de los años veinte y treinta del siglo pasado sabían que la República era un soplo de esperanza: intelectuales, obreras, del campo y de la ciudad, pusieron en común su fuerza reivindicativa y su tiempo para avanzar en los derechos de ciudadanía que les habían sido negados históricamente; tomaron la palabra en las Misiones Pedagógicas y escribieron obras literarias que han sido rescatadas años después por la crítica feminista; alzaron su voz en los partidos y en los sindicatos, en la lucha en la fábrica, en la mina y en el campo, en la escuela y en la calle y, por eso, todas ellas saludaron el Catorce de Abril como el inicio de un camino de igualdad, que fue interrumpido de la forma más violenta con el golpe de Estado y los cuarenta años de gobierno fascista que sucedieron después. Las mujeres eran líderes políticas como Aida Lafuente y Lina Ódena, escritoras como María Teresa León, diputadas como Dolores Ibárruri, ministras como Federica Montseny; participaban en las reuniones de los partidos, en los sindicatos, en las Casas del Pueblo y en los Ateneos culturales. Durante la Guerra Civil fueron milicianas, trabajaron en la retaguardia, en el Socorro Rojo, en la Agrupación de Mujeres Antifascistas, en las colectividades agrarias, en los Ayuntamientos, en la labor cultural y en el periodismo. Todas, desde su militancia política y sindical, desde su compromiso con la cultura, desde su conciencia obrera, lucharon por la República, una república democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y justicia según la definición de España en el artículo primero de la Constitución que establecía, por fin, en el artículo 25, que el sexo no podrá ser fundamento de privilegio jurídico y, por lo tanto, tenían más cerca la conquista de los derechos sociales y las libertades para construir una sociedad plenamente democrática y participativa.

El final de la guerra fue el comienzo del terror y la represión para quienes habían defendido las libertades y la democracia, pero para las mujeres fue una doble derrota, privadas de sus derechos, condenadas a las cuatro paredes históricas, al dominio patriarcal y al silencio. El silencio que rompían para hablar en voz baja de la República las mujeres de mi familia y de muchas familias; el silencio que es nuestra memoria.