El Tratado de Ámsterdam (1997) puede considerarse como el punto de partida de lo que hoy se denomina política europea de empleo. Allí quedó establecido que los Estados miembros considerarán el empleo “como un asunto de interés común, y coordinarán sus actuaciones”, y se introdujo un nuevo título relativo al empleo. La responsabilidad principal para la decisión y aplicación de las políticas de empleo seguía en manos de los Estados miembros, pero aquel Tratado subrayaba la necesidad de una actuación conjunta y coordinada a escala de la UE.

Esta es la base sobre la que se construye la Estrategia Europea del Empleo (EEE).

No son cuestiones menores algunos instrumentos e iniciativas de la UE en materia de empleo, como las referentes a seguridad y salud en el trabajo, la igualdad de oportunidades, la inclusión social, el Fondo Social Europeo, o las acciones de lucha contra la discriminación. Pero quiero centrarme en los aspectos macroeconómicos, en la coordinación de las políticas e instrumentos para lograr los objetivos declarados en materia de creación de empleo y reducción del paro.

La EEE se basa en tres procesos que se corresponden con las Cumbres europeas en las que se desarrolla lo establecido por el Tratado de Ámsterdam relativo al empleo:

  • Proceso de Luxemburgo (noviembre de 1997), donde se aspira a reforzar la coordinación de las políticas de empleo nacionales.
  • Proceso de Cardiff (junio de 1998), donde se plantean reformas económicas para convertir el mercado único en un instrumento para la creación de empleo, el fomento del espíritu empresarial y la competitividad (menos obstáculos al comercio entre los Estados miembros).
  • Proceso de Colonia (junio de 1999), donde se intenta complementar lo anterior con el llamado Pacto Europeo para el Empleo, reuniendo en un amplio plan todas las medidas de la política de empleo de la Unión.

En la cumbre de Luxemburgo se dejó muy claro que “luchar contra el paro es, ante todo, responsabilidad de los Estados miembros”, de tal forma que, en el mejor de los casos, lo que hacía el Tratado de Ámsterdam era posibilitar la cooperación entre los Estados miembros para diseñar las líneas directrices de la política de empleo. Quizás por eso, lo más importante de aquella cumbre fue la reunión misma; es decir, que los Estados miembros dedicasen un par de días a hablar de empleo consensuando un documento de mínimos.

El nuevo Título sobre el empleo del Tratado de Ámsterdam disponía la posibilidad de coordinar las políticas de empleo de los Estados miembros basándose en orientaciones que tengan en cuenta objetivos y medios. Es lo que en lenguaje de Bruselas se conoce como “directrices para el empleo”. Incluso la Presidencia del Consejo habló de crear, tanto para el empleo como para la política económica, la misma voluntad de convergencia hacia objetivos comunes, verificables y actualizados periódicamente. En este sentido, los Estados miembros remiten cada año al Consejo y a la Comisión su Plan de Acción Nacional para el Empleo.

Ahora bien, estas “directrices” debían respetar el principio de subsidiariedad y ser compatibles con las orientaciones generales de política económica que el Consejo, al hablar de un entorno económico favorable, entendía como una “política de crecimiento centrada en la estabilidad, el saneamiento de las finanzas públicas, la moderación salarial y las reformas estructurales”. Entre otras cosas, el Pacto de Estabilidad como condicionante de cualquier actuación en el marco comunitario.

El Consejo Europeo de Cardiff supuso la primera evaluación de la política comunitaria sobre el empleo, considerando que un crecimiento económico sostenido y duradero constituía el elemento base para la creación de empleo. Por otro lado, el Consejo de Colonia declaró consolidar la estrategia coordinada comunitaria para el empleo, aprobándose el pacto europeo para el empleo en el que se trataba de combinar las estrategias suscritas en Luxemburgo, las reformas económicas propuestas en Cardiff, y las políticas macroeconómicas aprobadas en Colonia.

La UE presentaba constantemente como principal problema, desde el punto de vista económico y social, la situación de los entonces 18 millones de desempleados y desempleadas. Pero las recomendaciones económicas seguían siendo las mismas: reformas estructurales (desregulación laboral), moderación salarial y políticas de ajuste macroeconómico. Estas políticas se justificaban permanentemente para lograr cumplir los criterios de convergencia nominal y poner en marcha la moneda única. Sin embargo, a la vista de cómo se reinterpretaron los criterios y de cómo se cuadraron las cuentas públicas, no es difícil concluir que los criterios nominales no eran tan imprescindibles para que la UE avanzase hacia una mayor integración económica y monetaria. Más bien, fueron la coartada perfecta para imponer en todos los Estados una política económica de ajuste e insolidaria.

Los planes de empleo pues, podrían chocar frontalmente con la orientación general de la política económica y con el proyecto de Unión Monetaria tal y como quedo establecido.

En marzo de 2000 se celebró la Cumbre extraordinaria de Lisboa. Y muchos quisimos ver un punto de inflexión en la política comunitaria cuando se declaraba la necesidad de convertir a la UE en una economía basada en el conocimiento y capaz de sostener más y mejores empleos con mayor cohesión social. Este parecía ser el “nuevo objetivo estratégico” para la UE.

El Consejo de Lisboa estableció “el objetivo estratégico para Europa de alcanzar una economía más competitiva y dinámica basada en el conocimiento, capaz de contar con un crecimiento económico sostenible con más y mejores empleos y una mayor cohesión social”, y concluyó que “las tareas claves para conseguir este objetivo son la consecución del pleno empleo junto con un incremento de la participación de la mano de obra masculina hasta un 70% y femenina hasta un 60%, así como la renovación del sistema de seguridad social en la primera década del siglo XXI”.

Para lograr este objetivo estratégico, se reconoció que era preciso una tasa media de crecimiento del PIB del 3% a lo largo de la mayor parte de la década y también se afirmó que la inversión como porcentaje del PIB europeo se encuentra muy por debajo de los niveles considerados como precisos para situarse en la senda del crecimiento económico sostenible. Además, el Consejo Europeo era consciente de que la deseable consecución de una economía basada en el conocimiento presupone el desarrollo de redes de información, el incremento de la investigación y el desarrollo, y de la educación y formación a lo largo de toda la vida. En suma, más inversión tanto pública como privada.

Pero esta estrategia volvía a chocar frontalmente con los programas de recorte de impuestos, con la precariedad en el empleo, con los programas de estabilidad y convergencia y con una interpretación regresiva del Pacto de Estabilidad y Crecimiento.

La UE creció en el año 2000 un 3,4%. Pero en 2001 el crecimiento se redujo hasta el 1,7% y hasta el 1,5% en 2002. El año 2003 la economía de la UE crecerá por debajo del 0,5% y todavía existen muchas dudas sobre la recuperación de las principales economías europeas. Son años perdidos para la estrategia de Lisboa y donde la orientación de la política económica ha tenido su grado de responsabilidad. En la actualidad el pleno empleo se encuentra muy lejos: 13,5 millones de desempleados que representan alrededor del 8% de la población activa de la UE.

Esta apretada síntesis nos lleva a la primera conclusión que forma parte de las contradicciones del proyecto europeo: la definición de objetivos europeos (pleno empleo, más cohesión social, sostener el crecimiento económico, etc.) que no se corresponden ni con las políticas concretas que llevan a cabo los Estados miembros, ni con los instrumentos y políticas en el ámbito comunitario. Fallan la coordinación y las políticas comunes.

Buen ejemplo de ello ha sido la Convención para el futuro de Europa y el proyecto de Constitución.

Conociendo el espíritu neoliberal que ha inundado a la construcción europea, y lo complicado del proceso en sí mismo, no es una cuestión baladí que, frente a anteriores Tratados donde se hablaba de un alto nivel de empleo, el proyecto de Constitución fije entre los objetivos de la UE el pleno empleo. También es verdad que no encontraremos más novedades porque se sigue considerando al empleo como un asunto de interés común, y para ello se establece la necesaria coordinación, pero se deja claro la exclusión de cualquier tipo de armonización en las disposiciones legales y reglamentarias de los Estados miembros.

En realidad, la Europa social y del empleo que reclamamos no encuentra una respuesta adecuada en el proyecto de Constitución Europea. Es innegable que el texto constitucional proclama derechos, objetivos y valores, y que contiene la Carta de Derechos Fundamentales; pero no lo es menos que cuando se detallan las políticas concretas e instrumentos de la UE, los aspectos mercantiles, financieros y monetarios priman sobre los económicos y sociales.

Las declaraciones de principios no se traducen en políticas concretas. Por ejemplo, como ha llegado a declarar la Confederación Europea de Sindicatos (CES), no considerar la extensión del voto por mayoría cualificada a los asuntos fiscales y sociales, o no potenciar instrumentos para lograr algo así como un “gobierno económico europeo”, significa obstaculizar la estrategia de Lisboa. Los instrumentos fallan a la hora de articular declaraciones y principios, y la Constitución ha quedado muy lejos de alcanzar competencias y políticas europeas para avanzar nítidamente en el modelo social europeo.

Lamentablemente, la Constitución Europea puede quedar disminuida a una declaración de intenciones, a una proclamación de principios, al no articularse políticas económicas y sociales en el ámbito comunitario que desarrollen sus contenidos más avanzados.

Por eso en IU mantenemos que, sin cambiar las orientaciones e instrumentos en materia económica, la UE puede quedar reducida a un espacio monetario, a un gran mercado sin elementos compensadores suficientes para conformar una Europa cohesionada y avanzada en lo social.

Aún más si consideramos la incorporación de nuevos socios a la UE. Por primera vez, la Unión afronta su mayor Ampliación con reformas fundamentales, sin prever un Presupuesto que permita preservar su acervo y reforzar la cohesión económica y social. Esto significa que los esfuerzos presupuestarios, aunque insuficientes, que se establecieron con motivo de la puesta en marcha del Acta Única y la transición al euro se relajan ahora, cuando son más necesarios. Al día de hoy, el mantenimiento de las políticas de cohesión mas allá de 2006 no está asegurado.

Y no se pueden minusvalorar los retos que supone la Ampliación, y sobre los que la propia Comisión Europea ya ha alertado:

Con la Ampliación se producirá un aumento sin precedentes de las desigualdades económicas en el seno de la Unión. La distancia entre los más ricos y los más pobres se multiplicará por dos, de tal forma que el 10% de la población más rica tendrá 4,4 veces más recursos que el 10% más pobre, frente al 2,3 actual. Así mismo, se producirá un cambio geográfico en el reparto de las desigualdades; de cada 10 ciudadanos que viven en regiones con rentas por debajo del 75% de la media de la UE, con la Ampliación 6 de ellos vivirán en el Este y 4 en los actuales Estados miembros. Por último, se prevé una situación más desfavorable para el empleo, empeorando la tasa de empleo, el paro de larga duración y el juvenil. Para paliar este efecto, según la Comisión, sería preciso crear 3 millones de nuevos empleos en la zona de los llamados PECOS.

La diferencia entre los niveles de desarrollo es tan elevada que sería preciso, como condición necesaria, un crecimiento económico muy superior en algunos de estos países en los próximos años para acortar distancias. Sin embargo, mucho nos tememos que esto puede ser complicado si se aplican a los nuevos miembros los programas de convergencia y los ajustes que ello implica.

La Europa que se está construyendo declara buscar una mayor competitividad con políticas liberalizadoras y desreguladoras (todo menos las armas) y con reformas que afectan a la protección social y a los derechos laborales de los ciudadanos europeos. Políticas que, además de cuestionar el modelo social europeo, se alejan del objetivo de pleno empleo, que supone la creación de empleo estable, de calidad y con derechos.

Europa busca una respuesta a la creciente globalización económica apostando por fortalecer la competitividad de sus economías, traduciendo esta máxima de forma automática en desregulación y abaratamiento de costes. Y los Estados miembros, en mayor o menor medida, ofertan reducciones en los impuestos empresariales y sobre el capital, recortes en las prestaciones sociales y reformas laborales regresivas.

Estas políticas contradicen los aspectos más progresistas de Lisboa, que son también los que podrían hacer avanzar a la UE hacia el pleno empleo, con puestos de trabajo estables y de calidad, potenciando el papel de la formación, la inversión productiva y la defensa del modelo social europeo. Y son políticas nada originales, que se vienen aplicando hace tiempo y cuyos resultados no son alentadores:

El promedio europeo de contratos temporales ha pasado de significar el 8,4% en 1985 a representar casi el 14% del empleo en la actualidad (31% en España); el trabajo a tiempo parcial (no siempre de carácter voluntario) del 12,7% al 18%; los gastos en prestaciones por desempleo han disminuido un 2% por año y parado a lo largo de la década de los noventa; y, desde 1976, los costes laborales unitarios en términos reales (la relación entre salarios reales y productividad) se han reducido en la UE un 19%. La productividad ha crecido más que los salarios y ha sido el excedente empresarial el más beneficiado. Y el desempleo, desde esa fecha, se convirtió en un verdadero problema para los países europeos.

La creación de empleo de calidad, el pleno empleo, y la defensa del modelo social europeo, son objetivos irrenunciables para los que pensamos en una Unión cohesionada en lo económico y en lo social. La actual coordinación económica entre los Estados miembros, las orientaciones generales de política económica y las políticas comunes se muestran insuficientes, en unos casos, e inadecuadas, en otros, para lograr aquellos objetivos.

En primer lugar, la política monetaria común no puede seguir sin conciliar el mantenimiento de la estabilidad de los precios con las exigencias del ciclo económico y la situación de las variables reales de la economía. Es sintomático que Europa, referente de un modelo de capitalismo al servicio del Estado Social y de Bienestar en oposición al modelo norteamericano, ceda soberanía al BCE, cuyo único objetivo obligatorio es la estabilidad de precios, mientras que la Reserva Federal Americana contempla entre sus varios objetivos, combatir el desempleo.

El BCE ha estado sacrificando crecimiento económico y empleo obsesionado por un objetivo de inflación (2%) que se ha mostrado excesivamente riguroso. Un 2% de media como objetivo para la zona monetaria del euro significa, habida cuenta que hay países -como España- con tasas de inflación estructurales más elevadas, mayor rigor para economías como Alemania y Francia. En todo caso, reconociendo la dificultad de gestionar la política monetaria común en economías todavía hoy muy dispares, el BCE se resistió a relajar la política monetaria cuando ya muchos indicadores anticipaban una ralentización del crecimiento económico y menor creación de empleo en las principales economías europeas.

Pensamos que los objetivos de la política monetaria común deben ampliarse, incluyendo, junto a la estabilidad de precios, el crecimiento y el pleno empleo. Y es en la fijación de esos objetivos donde los Parlamentos nacionales y el Parlamento Europeo deben cumplir un papel activo a la hora de su definición, reservando al BCE el manejo técnico de las variables monetarias.

En segundo lugar, superado el fundamentalismo de la política monetaria común, democratizándola e introduciendo las dosis de flexibilidad necesarias, es preciso hacer lo propio con la política fiscal. Lo cierto es que la coordinación de los Estados miembros en materia fiscal -que evidentemente ha de existir- se ha reducido al Pacto de Estabilidad con unos resultados desalentadores fruto de su rigidez.

Los Estados miembros deben coordinar, sin ninguna duda, sus políticas fiscales para evitar incurrir en déficits públicos explosivos, pero esto no puede suponer la renuncia a contar con un margen de maniobra suficiente para articular medidas anticíclicas. Por tanto, la coordinación debe considerar la posición cíclica de las economías, el nivel de endeudamiento o el volumen de ingresos públicos. En condiciones económicas adversas, por ejemplo, la inversión pública podría excluirse a la hora de establecer déficits excesivos.

Cuando la recesión ha amenazado a economías tan importantes como la francesa o la alemana, el déficit público debe ocupar un lugar secundario y ser considerado como un instrumento para superar esa situación económica. La estabilización automática (menos ingresos y más gasto) puede suponer, dependiendo del deterioro económico, que algunos países superen el 3% de déficit e incumplir el Pacto de Estabilidad en sus actuales términos sin poder acogerse a las excepciones que el mismo considera. En esas circunstancias es una aberración económica plantearse, para evitar sanciones, recortar gastos o aumentar ingresos para reducir los déficits públicos.

En realidad, el Pacto de Estabilidad olvida que el mejor antídoto contra los déficits excesivos es el crecimiento económico y la capacidad de las economías para generar ingresos futuros. Y muchos Estados miembros se han embarcado en rebajas fiscales que son una verdadera amenaza para la sostenibilidad futura de las cuentas públicas.

Pensamos que es fundamental afrontar esta cuestión con un esfuerzo mayor para lograr normas armonizadoras en el ámbito comunitario que eviten una competencia fiscal entre Estados. En caso contrario, la libertad de movimientos del capital irá presionando a los Estados miembros hacia sistemas tributarios cada vez más regresivos compitiendo por ofertar ventajas fiscales a los rendimientos del capital.

Las orientaciones que comentamos sobre las políticas monetaria y fiscal nos parecen prioritarias, porque cuando se eluden y quedan al margen del debate político, cobran fuerza, como irremediables, las políticas de oferta que acaban por cuestionar el modelo social europeo: medidas laborales regresivas y recortes en el Estado del Bienestar.

El pleno empleo y la mejora de la protección social en el espacio europeo precisan de una nueva orientación en la política económica. Pero también de un Presupuesto Europeo más suficiente.

Los Fondos estructurales deben plasmar la política de cohesión económica y social, y son necesarios más recursos para afrontar la Ampliación en dignas condiciones. Pensamos que de aquí a 2010 (el año del pleno empleo según declaró Lisboa) el Presupuesto Comunitario debería representar no menos del 7% del PNB y destinar a las acciones estructurales el 50% de ese volumen.

Con estos teóricos porcentajes de gasto el Presupuesto tendría capacidad para mejorar la redistribución de la renta personal y regional, y para hacer frente a las crisis o perturbaciones diferenciadas en el seno de la UE. Esta función estabilizadora, que ningún presupuesto puede despreciar, se afianzaría si la recaudación de sus recursos se basa en la progresividad impositiva (impuesto europeo).

Pero además, un Presupuesto más suficiente podría considerar mecanismos de estabilización en materia de empleo, de tal forma que los países afectados por un deterioro del empleo superior al promedio comunitario recibiesen transferencias automáticas de renta.

El objetivo de pleno empleo quedaría reforzado si la UE fuese capaz de avanzar en mecanismos jurídicos para establecer unos niveles mínimos en materia de protección por desempleo y jubilación. Seguramente, en los tiempos que corren, es mucho pedir que la convergencia nominal se complete con un proceso de convergencia real hacia los sistemas sociales más desarrollados en la UE.

Por último, en momentos bajos del ciclo como los actuales, el Presupuesto puede ser complementado con recursos obtenidos a través de un empréstito avalado por la UE para financiar inversiones públicas. Este es un tema de actualidad porque, el presidente de la Comisión, Romano Prodi, ha presentado una iniciativa de crecimiento en proyectos transfronterizos que, supuestamente, tienen un elevado valor añadido para la UE y que son respetuosos con el medio ambiente.

Si convenimos en que un esfuerzo inversor público europeo en transporte, telecomunicaciones, investigación, desarrollo e innovación, y energía, puede ser un catalizador imprescindible para el crecimiento económico y la productividad de la economía europea, no deberían existir demasiados reparos en acudir al endeudamiento para financiar esos proyectos. El coste de esa financiación estaría razonablemente justificado por la rentabilidad económica y social de las inversiones.

Sin embargo, la oferta de Bruselas peca de cierta virtualidad. Sin valorar aquí los proyectos prioritarios que se proponen, ni la cuantía de la inversión que apenas supone el 0,1% anual (hasta 2010) del PNB comunitario, la Comisión calcula que un 60% del capital procederá de fondos públicos y el 40% restante de inversiones privadas. Pero ese 60% público se asigna al Presupuesto Comunitario, a los recursos ya planificados de acuerdo con las perspectivas financieras y con los límites de todos conocidos. De la misma forma, ya se ha advertido de que la cofinanciación por parte de los Estados miembros se llevará a cabo dentro de los límites que fija el Pacto de Estabilidad.

No se trata de ningún esfuerzo suplementario, ni añadirá ningún efecto multiplicador al débil crecimiento de la UE.

La creación de puestos de trabajo estables y de calidad, y una reducida tasa de paro, son las mayores garantías para sostener y mejorar el modelo social europeo. Para ello es condición necesaria que la UE apueste por la innovación y la productividad, y por un crecimiento económico que, siendo compatible con los requerimientos ambientales, no se vea limitado por fundamentalismos que son capaces de sacrificar variables reales de la economía en aras de la estabilidad nominal. Es preciso congeniar las necesarias dosis de estabilidad macroeconómica con el principal objetivo, que es la creación de empleo.

La coordinación de las políticas nacionales debe orientarse a tal fin, pero también es preciso fortalecer instrumentos comunitarios para completar el euro y el mercado interior, de tal forma que la UE acabe por convertirse en un espacio cohesionado en lo económico y en lo social.