He aquí la prueba: una vez restados los votos nulos, se observa que, aproximadamente, más de veinticinco millones y medio de ciudadanos somos representados por trescientos cincuenta Diputados en el Congreso, de modo que cada setenta y tres mil votos suman un escaño. Pero esta proporción no se cumple igualmente para todos los partidos. Para empezar, los numerosos insatisfechos con el sistema tendrían derecho a que hubiera cinco escaños vacantes en el Congreso, pero los votos en blanco no tienen valor alguno.
El PSOE debería haber obtenido 149 escaños frente a los 164 actuales, y el PP debería haber obtenido 131 frente a los 148 que hoy tiene: ambos están notablemente sobrerrepresentados. CiU y ERC deberían haber obtenido sendos escaños adicionales, mientras que el PNV debería haber obtenido uno menos. IU debería haber obtenido 17 escaños, frente a los 5 actuales: sus votantes y simpatizantes están notablemente infrarrepresentados. Coalición Canaria, BNG, CHA y Eusko Alkartasuna se ajustarían a la proporción indicada, pero el Partido Andalucista ha quedado fuera del Congreso de los Diputados a pesar de merecer dos escaños, y Nafarroa-Bai no debería contar con escaño alguno.
Las diferencias entre los resultados oficiales y este experimento se explican porque, en nuestro sistema electoral, los escaños del Congreso de los Diputados se distribuyen por cada circunscripción (o sea, por cada provincia) y no a nivel nacional. Además, una vez reducido el cómputo al territorio provincial, la aplicación al recuento de la regla matemática D’Hondt termina de laminar a los partidos no mayoritarios, dejándoles fuera del parlamento.
Y es que para aplicar la regla D’Hondt se crea una plantilla con tantas filas como partidos compiten y tantas columnas como escaños hay en juego; se dividen los votos obtenidos por cada partido por el número de escaños en disputa; se consignan los cocientes en cada casillero (por ejemplo, si se reparten 4 escaños, hay que dividir los votos de cada partido por 1, por 2, por 3 y por 4) y, una vez hechas las divisiones y completada la plantilla, se asignan los escaños a los mayores cocientes reflejados en ella. Pero quisiera insistir en que el verdadero factor distorsionante del reparto de escaños no es el empleo de la regla D’Hondt, sino el hecho de que esta regla opere en cada circunscripción provincial. Ello provoca que muchos de los votos de los ciudadanos no cuenten efectivamente, por un doble motivo: nunca llegan a sumarse a nivel nacional y son desechados por no alcanzar el umbral mínimo a nivel provincial. Si la circunscripción electoral fuese autonómica los resultados se aproximarían a la realidad, pero sólo la circunscripción nacional ofrecería un fiel reflejo de las opciones de voto de los ciudadanos, ya que todos votaríamos la misma lista en un mismo y único escenario. Así sucede en las próximas elecciones al Parlamento Europeo, aunque éstas no tienen demasiada repercusión política por ahora.
En realidad, la prueba determinante de que la distorsión obedece al reparto provincial de escaños resultaría de aplicar la regla D’Hondt a escala nacional. Es cierto que sólo comparando esta segunda simulación con los resultados oficiales se demostraría que la variable responsable del fallo del sistema es el reparto provincial de escaños. Pero no hace falta tal operación, porque el análisis de los resultados respectivos de IU y del Partido Andalucista es de por sí elocuente: IU tiene el doble de votos que ERC pero tres escaños menos que ésta; el cuádruple de los votos del PNV pero dos escaños menos que éste; el triple de los votos de CiU pero la mitad de sus escaños. El Partido Andalucista se queda sin escaño alguno, a pesar de tener el triple de votos que Nafarroa-Bai, que sí ostenta uno. El pecado cometido por IU para merecer semejante derrota en las últimas generales, a pesar de mantener prácticamente el número de votos obtenido en las elecciones de 2000, es tener un electorado diluido en todo el territorio nacional. De un mal similar adolece el Partido Andalucista, cuyos votantes se concentran en ocho provincias, tantas como para que en ellas se reproduzca la disfunción que aquí se denuncia.
En definitiva, parece que nuestro sistema prima la representación en el Congreso de los partidos mayoritarios (hoy PSOE y PP), ya que la dinámica legislativa y de gobierno requieren cierta homogeneidad parlamentaria. Por eso, a pesar de que la Constitución pretenda que la elección de los Diputados se someta a criterios de representación proporcional, y aunque el recurso al pacto y al debate constituyan la esencia de la democracia, parece necesario aceptar este desajuste.
Pero lo difícilmente admisible es que la introducción de un factor territorial (provincial o autonómico) en el diseño del sistema electoral pueda desdibujar la presencia de un amplísimo sector de la sociedad en su máximo órgano de representación política. Incluso quienes no entendemos de números ni de política nos percatamos de que merece la pena estudiar seriamente la reforma de la ley electoral. Algún día el hemiciclo debería encontrar su otra mitad, y terminar siendo un auténtico círculo que reuniera a todos los ciudadanos.