Son varias las razones que se han invocado para explicar la excepcionalidad asturiana: la existencia de procesos unitarios peculiares (Alianza Obrera) entre socialistas, anarcosindicalistas y los grupos comunistas menores; el alto nivel de afiliación sindical de los trabajadores, su fuerte organización y combatividad; cierta disponibilidad de armamento (gracias a las fábricas de Oviedo y Trubia, al contrabando o a la dinamita de las minas); o las intensas campañas de agitación del diario «Avance» (calificado por la derecha como verdadero «inductor moral» de los hechos)…

En todo caso, si de algo puede calificarse al Octubre asturiano es, sin duda, de imponente ejercicio de voluntarismo revolucionario. La insurrección obrera no podía triunfar contra un aparato del Estado fuerte y cohesionado, o contra unas clases dominantes sin fisuras internas apreciables. En la España de 1934 no había realmente una «crisis revolucionaria» en sentido estricto. El fracaso, anunciado, entraba ya en la categoría de lo inevitable cuando, tras las primeras escaramuzas, Asturias se quedaba -como enfatizaría el poeta Pedro Garfias- «sola en mitad de la tierra». El ejército, dirigido desde Madrid por el general Franco, acabaría a sangre y fuego con el levantamiento.

Se ha discutido mucho sobre el carácter de la insurrección de Asturias. La historiografía reaccionaria la identifica con el origen de la guerra civil, tergiversada interpretación que soslaya los antecedentes golpistas de la derecha anti-republicana y la voluntad inequívoca mostrada por los verdaderos iniciadores de la guerra de acabar con las reformas republicanas por cualquier medio. Esta conocida tesis ha sido últimamente actualizada por el neofranquista Pío Moa, aprovechando de paso para acusar al historiador Tuñón de Lara nada menos que de «agente de Stalin»(!).

Se ha dicho también que fue una acción «preventiva» contra el fascismo, y hay en ello parte -sólo parte- de verdad. Es cierto que las políticas de la derecha y el «centro» lerrouxista desde noviembre de 1933 amenazaban con desvirtuar el sentido mismo de la República. La CEDA, monárquica de corazón, no se recataba en manifestar su intención de implantar un Estado corporativo, ni en elogiar actitudes de los fascismos en el poder. La incapacidad de las democracias liberales para frenar el ascenso de las dictaduras contrarrevolucionarias en Europa, el triunfo de la reacción en Alemania y Austria, hacían del fantasma del fascismo algo en absoluto ajeno al horizonte de lo posible también en España.

Muchos pensaron entonces que las únicas alternativas viables eran el socialismo o el fascismo, y que era preferible morir luchando a permitir el triunfo pacífico de los verdugos; el lema «Antes Viena que Berlín» ilustraba claramente esa encrucijada agónica. Para los propios republicanos de izquierda, el régimen estaba cayendo en manos de sus enemigos. No olvidemos que la idea de República no se identificaba históricamente, en nuestro país, con un mero cambio político, sino que estaba asociada a transformaciones sociales y culturales profundas. Algo bastante alejado del rumbo «rectificador» puesto en marcha desde las elecciones de noviembre.

República Socialista Federal

Con todo, el Octubre asturiano fue, más allá de su antifascismo, un intento de revolución social. Durante mucho tiempo, cierta izquierda timorata se aferró a las tesis de la «revolución defensiva» y la «recuperación de la república amenazada», o guardó un prudente silencio ante un recuerdo «incómodo» que supuestamente manchaba, con sus secuelas de violencia y sangre, el pedigrí democrático de las fuerzas obreras y populares. Pero no puede ignorarse que los obreros movilizados en aquel Octubre no querían restaurar sin más la república de 1931, sino dar un salto hacia algo semejante a lo que el pacto de la Alianza Obrera definía como una «República Socialista Federal». Era, para quienes la vivieron, una revolución anticapitalista, una insurrección violenta contra un sistema explotador violento, que además se servía del fascismo para aplastar al movimiento obrero.

La proyección ulterior del Octubre asturiano no hay que cifrarla tanto en la originalidad de los experimentos socializadores aplicados, ni en su carácter de «modelo» para procesos futuros (dada la estricta singularidad del contexto en el que surge), sino en sus repercusiones históricas inmediatas y su contribución a la épica obrera y la memoria popular en nuestro país. Ante todo, ayudó a preparar el advenimiento de los Frentes populares. El recuerdo de Octubre y la lucha por la amnistía galvanizaron a las masas de votantes ante las elecciones de febrero de 1936, fecha que no marca un simple retorno a abril de 1931, y que abre perspectivas ilusionadas de cambio social por una vía distinta a la de 1934. Por eso también el Octubre asturiano prefigura la tenaz resistencia popular en la guerra. Para muchos milicianos del año 36, antiguos insurrectos del 34, existía -y así lo hacen ver sus testimonios- una absoluta continuidad entre ambos momentos.

El recuerdo de Octubre, convertido en mito movilizador, se equiparó pronto al de la Comuna de París por su intensidad y aislamiento trágico. Parece que fue Romain Rolland uno de los primeros que comparó, admirativamente, ambos movimientos; pero también lo hicieron, desde la derecha, Melquiades Álvarez o Calvo Sotelo, instando a una represión semejante a la aplicada a los comuneros franceses. A su modo, la Comuna asturiana pasó a ser, como decía Marx de la parisina, el «heraldo glorioso de una nueva sociedad». Por eso, más allá del cambio de los tiempos y de los métodos adecuados y posibles en cada contexto, hoy puede y debe rememorarse sin atisbo alguno de mala conciencia, como parte de la larga, variada, contradictoria, esforzada y a menudo terrible lucha por cambiar el mundo e implantar lo que Albert Soboul, historiador de otra revolución, la francesa, definía como el recurrente sueño de la igualdad en la libertad, ideal que -añadía- «nunca dejará de inflamar el corazón de los hombres».