No recuerdo si era John Wayne o el General Custer quien decía que el mejor indio era el indio muerto, aunque para el caso da lo mismo: entre fascistas anda el juego. Así que no diré yo lo mismo de los curas – sean de la religión que sean -, pero al menos si afirmo que el mejor, es el que no existe.

Mi exacerbado anticlericalismo proviene de la evidente y flagrante falta de respeto que todas las religiones – y sus proselitistas -, muestran hacia los que carecemos de éstas o mejor aún, a quienes la razón nos impide tenerla. Podría referirme a cualquiera, dado que su misma esencia camina pareja al absolutismo, la desigualdad y la injusticia social, pero estando en España, remitámonos a la católica.

Dejando aparte el hecho que el bautismo es anticonstitucional, ya que se le impide al menor la libertad de conciencia desde el momento en que se le inscribe en una secta, incitándole a creencias necrófilas de marcado carácter sadomasoquista, centrémonos en la situación del catolicismo en nuestro país y hagamos un poco de historia. Durante la dictadura franquista, la religión católica y el Estado caminaron de la mano, hasta el punto que ser católico era obligatorio si se quería estudiar, viajar u obtener cualquier documento oficial. De ahí que el noventa y tantos por ciento de los españoles constaran en las estadísticas oficiales como practicantes de esta religión a la llegada de la transición. El caso es que, aprobada en la constitución la separación iglesia– Estado y con ésta, la libertad de creencias, las autoridades competentes debieron mandar una carta a todos los españoles que figurábamos como católicos por la gracia del fascismo, preguntando si nos reafirmábamos en nuestra fe. Eso tendría que haber sido así, pero no fue como tantas otras cosas.

Bien, pero lo grave es que si hoy en día se quiere apostatar, que no es más que renegar de la religión que te han impuesto, esto es, ser sincero ante uno mismo y sobre todo ante la sociedad a la que perteneces, el asunto empieza a complicarse. Y lo digo por propia experiencia. Tras dos años de papeleos, llamadas y visitas al obispado, lo único que he conseguido es que borren mi nombre – ¡con un lápiz! – de la partida de bautismo. Y esa no es la cuestión. “Mire usted”, recuerdo que le dije al funcionario vaticano que me atendía con cara de muy pocos amigos, “lo que yo quiero es que me borren como católico, pero no ante ustedes que me importa un rábano, sino ante el Estado Español. No quiero que paguen por mí, ya que no pertenezco a su organización”. “¡Ah, es que eso es más complicado!”, me respondió antes de desaparecer tras una puerta que nunca más se abrió.

Claro que yo, que soy una persona más que razonable, lo entiendo. La iglesia Católica cobra del estado en base a las estadísticas que no se han revisado desde la dictadura. Y dado el gran número de españoles que, por imposición, al día de hoy figuramos como católicos, entra dentro de lo normal que, aparte las cantidades que el Estado debe pagar gracias al Concordato, ésta esté exenta de impuestos y otros gravámenes en todo tipo de transacciones; tenga el control de colegios y hospitales; se les pague salario, con jubilación incluida, a todos los curas y monjas; y, por si fuera poco, esté presente – sobre todo al cobro – en casi todas las oenegés y medios de comunicación, que también cobran, por supuesto. Como para que te pongan fácil lo de apostatar.

Es como si le pidieran a la Duquesa de Alba – la mayor terrateniente de España tras la Iglesia católica – que devolviera las tierras que sus antepasados robaron al pueblo a punta de espada y arcabuz y ella, magnánima, dijera que sí.
(continuará…)