Esta mañana, cuando esperaba el autobús para ir a trabajar, le daba vueltas a la cabeza pensando que podía escribir, como recoger en un par de folios todo lo que se dijo acerca del tan esperado y necesario Manifiesto Programa el sábado a la hora en que el frío llegó a hacernos una interminable visita. Cuando me apeé en Plaza de Castilla y me metí en el túnel del metro, una masa gigante de gente venía hacia mi sin mirarme. Eran las siete de la mañana y miles de vidas huían de los bostezos corriendo hacia el intercambiador situado a los pies de las torres Kío, desde donde cada mañana se dirigen a sus rutinas enajenadas mientras las legañas ponen pegas para que se abran sus ojos angustiados y nerviosos. Allí estaba todo lo que se dijo en aquella sala, mejor dicho, en ese instante estaba presenciando el amanecer de la lucha de clases del 21 de septiembre de 2005. ¡Qué ironía!, los currantes en Madrid salimos cada día a que nos exploten desde debajo de los edificios que simbolizan el capitalismo, en donde, por su puesto, las únicas luces encendidas que hay son las que coronan los anuncios. Sí Julio, puro espectáculo, ahí empiezan los fuegos artificiales, las trampas; antes de que salga el sol ya nos están bombardeando ideológicamente. Sólo llevo media hora fuera del apartamento en el que vivo de alquiler, -así le llaman ahora a una nueva forma de atraco por intimidación-, y los ataques vienen por todos los flancos.

En lo cotidiano está la revolución, en cada zanja abierta en la calle aparece el conflicto capital-trabajo, en cada andamio, en cada moto o furgoneta de mensajería, en cada portal donde hay un conserje, en cada lugar en que un ser humano vende su fuerza de trabajo. Este es el paisaje que todos podemos ver, no hace falta ir a una gran fábrica para palpar la realidad. En ese escenario donde transcurre la vida, en las aceras, está la clase obrera, hombres y mujeres que se pasan el día poniendo su vida en los objetos hasta que ésta deja de pertenecerles y pasa a pertenecer al objeto, como nos enseñó Marx. De ahí surge la pregunta que se hizo el corazón roto y rojo de Julio Anguita: ¿Cómo medimos la calidad de vida?. Gastar el tiempo en el individualismo que propone esta sociedad de la competitividad es absurdo; el sueño americano es falso. Hoy nadie puede hacerse rico trabajando, los ricos lo saben bien. Es tan necio como injusto el anhelo de ser millonario, poseer a costa de los demás lo hacen los parásitos. El bienestar no puede llegar pisoteándose. La calidad de vida la hemos de construir todos juntos, somos seres sociales y, queramos o no, dependemos unos de otros, si no seremos náufragos, nos extinguiremos.

Sin darme cuenta se me está acabando el espacio que me toca y me faltan asuntos enormes de los que allí se trataron por mencionar, pero no importa. Ya sabéis cuáles son. Nosotros tenemos memoria. Vamos al trabajo, todos y todas manos a la obra, a conmoverse, a instruirse, a organizarse. Julio Anguita y Antonio Gramsci nos han propuesto lo mismo el mismo día y en el mismo lugar con una diferencia de ciento cincuenta años y los dos son un ejemplo de lucha. Gramsci murió en la cárcel con el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de su voluntad mientras escribía a Yulca, su mujer, sobre la revolución. Julio continúa, como esos imprescindibles de Bertolt Brecht, recordándonos que el comunismo no viene solo, hay que ir a buscarlo con nuestro compromiso militante.