La historia, o mejor debiera decir la crónica de la historia, está llena de falsedades. La crónica la redactan siempre los vencedores, aunque sería de suponer que el tiempo – y más hoy en día, inmersos en la llamada sociedad de la información – acabara por poner las cosas en su sitio. Sin embargo, la costumbre de vivir en un mundo construido alrededor de una suerte de falacias asumidas – o al menos permitidas -, la dejadez o, como dice Galeano, la amnesia interesada, hace que los ciudadanos sigamos repitiendo términos que acaban por alejarse del verdadero sentido para el que fueron acuñados. Y entonces parece que olvidáramos la realidad de lo ocurrido, suplantando la verdad de la Historia por la asunción de las mentiras impuestas.

En Madrid, por poner un ejemplo, la M-30 debe su nombre, no al número de kilómetros que la separan del centro de la ciudad, sino al dictador Franco quien, como todos los de su calaña, preso de una indudable patología megalómana, quiso con ese nombre conmemorar «sus primeros 30 años de paz», lo que equivale a decir – aunque ya casi nadie lo diga – de represión y sometimiento del pueblo español a sangre, cárcel, pobreza, tortura y fuego. El nombre de Radio Nacional de España no se refiere a que ésta abarque todo el territorio del Estado Español, sino al adjetivo que el fascismo se arrogó para diferenciarse de quienes ostentaban la legalidad democrática, la República.
La Monarquía, la unidad de España, el himno y la bandera, las bases militares y acuerdos con Estados Unidos o el Vaticano, los hospitales y colegios concertados, aparte de otras muchas cosas, no son fruto de la decisión de la ciudadanía, como podría parecer, sino la herencia impuesta por una larga – y a nuestro pesar, todavía demasiado presente – tiranía.

Decir que en España hubo una guerra civil en vez de un golpe de Estado al que siguió una dictadura de 40 años, permite que se hable de culpas en ambos bandos, lo que, de alguna manera, exime de éstas a los auténticos causantes de la barbarie, los alzados contra la voluntad popular. Y si preferimos el término guerra civil, entonces la fecha de finalización de ésta debía ser 1977 y no 1939, de la misma manera que sería falso asegurar que una vez completada la invasión de Iraq, se acabó la guerra y lo que ahora hay no son sino acciones terroristas.

La falta de vergüenza con la que algunos analistas y medios han afirmado que el 23 F estaba poco menos que justificado por la presión a la que las fuerzas de seguridad del Estado estaban sometidas por parte de ETA, no lleva más que a un particular interés en deformar la Historia porque silencia que esas fuerzas de Seguridad eran las mismas que, escasos años atrás, sostenían el aparato represor de la Dictadura fascista, y que ETA surgió – aparte otras razones – como respuesta – más o menos legítima, según como se mire – a éste.

No se debe generalizar sobre las víctimas. No se puede nunca equiparar la muerte de Carrero Blanco con las de los inocentes ciudadanos que compraban en el Hipercor, o la de Melitón Manzanas – famoso torturador franquista – con la de los pasajeros de los trenes del 11 M.

La memoria nunca debe ser cómplice de componendas, ni resultado de necesidades circunstanciales o de estrategias políticas, sino que, muy al contrario, tiene que mostrarse clara y descarnada, un aguijón que penetrara en nuestras conciencias y quedara allí instalado, removiendo el pasado para poder así entender el presente.
Por eso no entiendo a qué tanto escándalo a cuenta del precio a pagar en el proceso de paz en Euzkadi. Nosotros, los españoles, ya pagamos uno al dejar campando a sus anchas a Fraga, a Martín Villa, a Suárez, a la jerarquía eclesiástica y empresarial, al Rey y a tantos como nos convirtieron en víctimas de la Dictadura.

Pasamos esa página de la Historia. De acuerdo. Aunque, eso si, no tenemos por qué olvidarla.