Pretendo escribir sobre un anuncio aparecido estos días en los periódicos y que me ha parecido sorprendente, casi irreal. Se publicitaba un coche bajo el siguiente titular: «Los jóvenes de hoy en día lo tienen todo». Una entradilla lo aclaraba por si al lector le quedaban dudas: «Un reciente estudio realizado por expertos del sector concluye que si todavía quedan jóvenes que no lo tienen todo es porque no quieren.» Hace daño leer tanta mentira, fue lo primero que pensé, hasta que reflexione y me di cuenta de que era verdad y ahí estaba lo más grave; cuando hablaban de jóvenes se referían solamente a los que pueden tenerlo todo, es decir a los ricos, como si los otros no existieran o no tuvieran derecho a incluirse en la generalidad, igual que si hablando de árboles se excluyeran los que no son de hoja perenne o como si al decir hombre nos refiriéramos solo a los que miden más de metro ochenta. Los versos finales de «La opera de cuatro cuartos» de Bertolt Brecht vienen como anillo al dedo: «Pues unos están en sombra/ y otros bien iluminados/ Se ve a los que da la luz/ pero a los otros, ni caso,».

Viene a mi memoria un hecho que viví hace un par de años en el centro de Madrid. Más bien debería decir que lo presencié, pero me afectó tanto, me obligó a pensar con tanta intensidad que de testigo me convertí en partícipe. Ocurrió cuando paseaba con mi perro por las viejas calles de mi barrio. Anochecía pero aún no era noche cerrada. Adelanté a un hombre que andaba despacio, llevando sobre uno de sus hombros un bulto grande y alargando que, en un principio, no me llamó la atención, pero que me dejó una imagen extraña en la cabeza que despertó mi curiosidad, obligándome a detenerme para dejarlo pasar de nuevo. Le seguí durante unos minutos porque no podía creer lo que veían mis ojos: el fardo que sostenía era un ataúd, sin duda vacío porque oscilaba con facilidad como si le empujara el aire que no hacía, y porque no daba a impresión de requerir demasiado esfuerzo del porteador, un hombre de poco más de veinte años, sin duda de condición modesta, que trasportaba por si mismo el ataúd de algún amigo o pariente para evitar a la familia los gastos de la funeraria. Debo reconocer que me impresionó y que me obligó a reflexionar. La conclusión que saqué no solo me remitió al ámbito de la conciencia, me condujo más lejos, al límite de la consciencia. Me dije que son muchos los que llevan al hombro un peso similar al que llevaba el joven del ataúd. No solo en cuanto respecta al 50% que según los científicos cada uno de nosotros debe a la genética, es decir, a los antepasados; también en lo referente al otro 50% que se vincula a la educación. ¿Hasta qué punto es posible diferenciar ambas cosas? Son muchos los que tienen el camino de «todo» cerrado porque es como lo tuvieron sus padres, y lo tendrán sus hijos si nadie lo remedia: generaciones soportando la losa de la desigualdad, para otros tan beneficiosa. Siguiendo a Brecht: «La barca nuestros padres arrastraron/ un poco más arriba de donde muere el rió. /¿Alcanzarán la fuente nuestros hijos?./ Nosotros somos los de en medio.»

Como final quiero decirles a nuestros jóvenes, a los nuestros, y también a los que quieran escuchar, que quienes tienen tanto no tienen nada. Su «todo» es pequeño, el nuestro es mayor porque no se encuentra en un anuncio, ni en una tienda, porque no se trata de un objeto. Nuestro todo ocupa su lugar en nuestro conocimiento. No es un tener sino un saber. Termino con un mensaje, otra vez de Brecht, mi poeta preferido: «¿Quién puede atreverse a decir «jamás»?/¿De quién depende que siga la opresión?. De nosotros./ ¿De quien que se acabe? De nosotros también( ¡Que se levante aquel que esté abatido!/!Aquel que está perdido que combata!/ Pues los vencidos de hoy son los vencedores de mañana y el jamás se convierte en hoy mismo.» Cuestión de voluntad.