Ciertamente, Diego Armando y Carlos vinieron a nuestro país para intentar mejorar, mediante su trabajo, las condiciones de vida propias y las de sus familias -cuya situación de extrema pobreza, indefensión y abandono en su país natal, dicho sea de paso, nos han exhibido con profusión casi indecorosa-, y encontraron una muerte trágica que ha cercenado, junto con sus jóvenes vidas, las esperanzas de futuro de quienes en gran medida dependían de ellos. Igual que otros muchos trabajadores inmigrantes -cada vez más y en manifiesta desproporción- que día a día nutren nuestras estadísticas de muertos en accidente laboral, víctimas de la codicia de empresarios sin escrúpulos y de administraciones incapaces de asumir sus responsabilidades para atajar esta sangría despiadada, en la que todos los muertos son trabajadores, todos son de los nuestros: los de aquí y los de allá. Tan crueles, injustificadas y arbitrarias son unas muertes como las otras; igual dolor, desolación y desamparo producen en sus familias. En el segundo caso, sin embargo, éstas no reciben ni un gesto de consuelo para su dolor de ninguna autoridad, ni manifestaciones solidarias, ni una mínima reparación económica que les ayude a superar la difícil situación generada por la trágica y abrupta pérdida de quien les proveía de alguna posibilidad de subsistir con cierta dignidad.

Y qué decir de los aspirantes a entrar en Europa que sucumben en el mar o en los desiertos africanos, víctimas de las políticas depredadoras hacia sus países de origen, por parte de las grandes potencias y sus multinacionales (incluidas las nuestras), y de la represión directa o «subcontratada» de los mismos actores, que les niegan el derecho a la supervivencia con un cierre a cal y canto de sus fronteras. Son los muertos sin nombre ni identidad, cuyas familias, muchas veces, ignoran la causa de su silencio; son también nuestros muertos, por más que intentemos mirar hacia otro lado.

Mientras escuchábamos de nuestros solidarios y emocionados dirigentes las loas sin fin a estos honrados trabajadores que vienen a ganarse la vida, al tiempo que aportan beneficios netos innegables a nuestra economía (otra cosa es quiénes se los apropian), era inevitable pensar en la Ley de Extranjería y las drásticas políticas de visados, promovidas y aplicadas por esos mismos dirigentes, que hacen casi imposible su entrada legal en el país, sometiéndoles al dictado de las mafias o al albur de pateras y cayucos, con el coste de miles de vidas cada año; la existencia clandestina de aquellos a quienes estas normas convierten en «irregulares»; el calvario de los condenados (en su inmensa mayoría subsaharianos) a vagar por nuestros pueblos, calles y plazas, con un expediente de expulsión que no puede cumplirse pero que les impide conseguir un empleo para sustentarse; las regularizaciones, tan criticadas por la derecha ultramontana, que parten de despojarles de su condición de personas para tratarles como mera mano de obra, alardeando de no tener en cuenta otra consideración que la de «cubrir las necesidades del mercado laboral». Por no hablar de los obstáculos a la reagrupación familiar o de las expulsiones a países (como es el caso de Marruecos) donde sus vidas no solo valen nada sino que, además, son generosamente retribuidos por «guardar» nuestras fronteras o «impedir» las salidas. Los métodos no importan, con tal de que en algún papel figure que deben ser respetuosos con los derechos humanos, aunque resulte una burla macabra por los interlocutores con quienes se trata.

Respecto a esto último, y allá por las fiestas navideñas. grupos de subsaharianos que sobreviven en condiciones infrahumanas, obligados a esconderse como alimañas en los bosques cercanos a los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla, para huir de las razzias de los gendarmes marroquíes, fueron repelidos sin piedad…algún muerto más y no se sabe de los heridos y apresados. Y el 23 de diciembre, las fuerzas de seguridad del país de la otra orilla arramblaban con cientos de detenidos en redadas indiscriminadas que se llevaron por delante a personas con estatuto de refugiado concedido por ACNUR, a mujeres (algunas embarazadas), a niñas y niños e incluso bebés, que fueron abandonados en el desierto de la frontera con Argelia (previos los correspondientes apaleamientos, violaciones, etc.), sin agua ni comida, entablándose un siniestro ping-pong de disparos intimidatorios de una parte y de otra, para impedirles avanzar o retroceder. Al menos 100 de ellos están desaparecidos.

Al socaire de la llegada de cayucos a Canarias, pero también, casualmente, del creciente interés por África de las potencias y sus multinacionales, dada la valiosa reserva que representa su potencial petrolero y de otras materias primas y la situación «incierta» en Oriente Próximo o las veleidades de la amiga Rusia -además de nuestros intereses pesqueros-, nuestro gobierno se lanza a una ofensiva diplomática sin precedentes, en la que, por un lado, busca «situarse» en la carrera por lograr un lugar al sol africano para sus capitales y, por otro, que le hagan el trabajo sucio que implica el control selectivo que se pretende de los flujos migratorios. A esos fines responde el Plan África y lo que llaman Convenios migratorios «de segunda generación», en los que, a cambio de determinadas generosidades (de las que siempre seremos los mayores beneficiarios), tratan de conseguir los denominados «acuerdos de readmisión» (de emigrantes propios a los que queremos expulsar, sin que, a ser posible, hagan ascos a los ajenos), amén de que vigilen e impidan las salidas de embarcaciones, reforzando el control de sus costas con efectivos españoles y de otros países europeos. Paralelamente, continúa el blindaje con los SIVEs de las costas andaluzas y de las islas, así como de los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla, con la escalofriante SIRGA tridimensional, cuyos costes, de enormes dimensiones, conoceremos algún día. En definitiva, un auténtico «cerco al África negra»; es decir, a sus gentes, que no -muy al contrario- a las transacciones e intereses del capital. Por otro lado, también se han ido imponiendo restricciones a los «países hermanos» de América Latina (entre ellos a Ecuador, tan presente estos días), a través de la imposición de visado por parte de la UE, en ocasiones por presión directa de la «madre patria» España, que bien pronto ha olvidado la acogida que allí dieron a nuestro exilio tras el golpe fascista, y luego, durante décadas, a la emigración económica española. El último país afectado es Bolivia, cuyos nacionales necesitarán visado de entrada desde abril 2007. Y al tiempo que ocurre todo esto, apelando, para justificarlo, a la saturación de nuestro «mercado laboral» y al posible deterioro de nuestros sistemas de protección social (para espanto de la población), las fronteras se han mantenido abiertas a los países de la ampliación, como lo demuestran las entradas masivas por las fronteras terrestres y por los aeropuertos, prácticamente sin control alguno.

Estos movimientos no son fortuitos o actuaciones bienintencionadas, aunque a veces torpes, de los gobiernos, y singularmente del gobierno socialista, que en nada se diferencia, en este aspecto (tampoco en otros muy importantes), de los de signo contrario: ahí está el voto conjunto e indiferenciado de PSOE y PP a la vigente Ley de Extranjería e incluso el lamento del primero por los ataques que recibe a su política migratoria, cuando, asegura, está siendo más riguroso que el gobierno de Aznar; cosa que, en aparente paradoja, es cierta. Como no es digerible lo de que algún sindicato pida aún mayor rigor para impedir la entrada de quienes no vengan con un contrato de trabajo bajo el brazo e imponer el visado a todos los extracomunitarios sin excepción, o moratorias para poder trabajar a los recién incorporados a la UE, demostrando, además de una escasa sensibilidad de clase, una evidente incapacidad para combatir -o siquiera aprehender- lo que realmente está en juego, que no es otra cosa que el control de esa mano de obra y la modulación de los flujos al servicio del capital, como instrumento de desregulación de las condiciones de trabajo y de abaratamiento de los costes laborales. Y eso no va a ceder con juegos florales de mesas de negociación, ni con divisiones artificiales -absolutamente rechazables- entre autóctonos, comunitarios y extracomunitarios, con distintos niveles de derechos, sino con la lucha unitaria, codo a codo, de quienes hoy conformamos la nueva clase trabajadora. Además de un inmenso error, es totalmente injusto que se haga recaer sobre las trabajadoras y trabajadores foráneos la responsabilidad de «evitar» una mayor degradación y un retroceso en nuestros derechos y conquistas. En todo caso, que nadie dude de que seguirán viniendo, porque van a defender, legítimamente, su derecho a subsistir y a una vida mejor y, sobre todo, porque les necesitan para seguir impulsando el modelo de desarrollo económico que nos está devorando, con la complacencia o la omisión de muchos. El problema es nuestro. No seamos tan depravados como para endosárselo al «otro». Y, por favor, no rebajemos la ya degradada solidaridad de clase al mero espectáculo.

* Secretaría de Migraciones
del PCE