Mundo Obrero: ¿Qué opinión tiene del periodismo actual y qué recuerda de su paso por Roma como corresponsal?
Elvira Daudet: He ejercido el periodismo durante muchos años. Y desde esta perspectiva me parece lametable la situación actual. En mi época vivíamos la profesión con un cierto riesgo y hasta con un carácter romántico. Ahora me da pena ver que la mayoría de mis compañeros se han convertido en las voces de sus amos. Mis recuerdos son muchos, pero de mi estancia en Roma como corresponsal ante el Quirinal y el Vaticano, mi memoria guarda el ambiente de la ciudad y las intrigas, el boato y las luchas intestinas por el poder de los purpurados. Allí es difícil imaginarse a Cristo.
M.O.: Creo que deberíamos comenzar por el título. A nosotros nos parece tan enígmático como el cuadro de Leonardo da Vinci.
E.D.: No es nada enigmático. En el capítulo segundo, Soledad, por azar, se encuentra impresionada por la belleza de la Gioconda que le produce una intuición premonitoria. Esta mujer, piensa, que es una mujer sometidada que llora por las noches. Ahí arranca la trama de la novela.
M.O.: ¿ Por qué utiliza ud. en la narración la primera persona a pesar de los riesgos que implica este punto de vista?
E.D.: Utilicé ese punto de vista para darle la palabra a una mujer maltratada porque creo que es la mejor manera de que la protagonista expresara sus emociones y sentimientos que, en parte, coinciden con los míos. Esto ha creado un equívoco: La historia de Soledad no es mi historia como algunos lectores han imaginado. Este equívoco me satisface porque revela que los personajes son verosímiles, es decir, que pueden ser reales. El París que ella cuenta es mi París. El de J. Paul Sartre, Albert Camus y el de las luces.
M.O.: En el momento actual, ¿qué función tiene la literatura?
E.D.: En todos los momentos, la literatura debe divertir y emocionar al lector. Pero también preocuparle. Por esto, es muy importante que la mujer se haya incorporado al mundo literario con temas que no les interesan generalmente a los hombres. La novela ha estado hasta ahora en sus manos y son raras las excepciones de los que se han acercado a la mujer con una mirada profunda. El tema del maltrato a las mujeres, algo ya tan cotidiano y trágico, incluso para los luchadores por las libertades, no es una preocupación aún totalmente consciente.
M.O.: Además de ser el paraiso de los exilados, en su novela se describe la mitología cultural del París de los años cicuenta y sesenta. ¿No cree que también fue el lugar de huida de la progresía?
E.D.: Es posible. En aquellos años, los que nos marchamos éramos gente muy jóven que todavía no se había iniciado en la lucha, como es mi caso. Allí íbamos a buscar la luz y huir de las tinieblas del franquismo. La progresía se instala a partir del sesenta y ocho. Mi llegada se produce cuando tenía diecinueve años y con un libro de poesía recién publicado que tuvo una buena acogida por la crítica, tanto que me creí Baudelaire. Y me fui a triunfar, no como Soledad, la protagonista de mi novela, que se va de la raíz de la derrota.
M.O.: Soledad pertenece al mundo de los vencidos por la Guerra civil. Sin embargo, el mundo del arte y de la cultura elitista le fascina. ¿Cómo se produce esta metamorfosis?
E.D.: Ella llega a un mundo opuesto. Su origen es la miseria de un barrio destruido por los bombardeos en el que muchos, como su padre, son perseguidos y encarcelados. En París, queda fascinada por las excelencias del mundo burgués que le coartan para discernir entre lo real y lo irreal. En esta seducción, quedará atrapada hasta que descubre su propia dignidad. El viaje de Soledad es la iniciación hacia la libertad desde la destrucción.
M.O.: Tanto Soledad como Cristian, los protagonistas de la novela, son dos jóvenes exiliados, aunque su origen social es diametralmente opuesto. ¿Puede ser esto una causa de la arrogancia y de la sumisión de uno hacia el otro?
E.D.: Soledad queda deslumbrada y enajenada por la cultura y por el mundo artístico en el que él vive. En un momento de lucidez, cuando tiene conciencia de la degradación moral a la que le ha conducido la pasión amorosa, dice que ha dejado de ser quien era para ser la que él quería que fuera.
M.O.: ¿Considera, como el protagonista, que el artista debe entregarse a su trabajo en cuerpo y alma?
E.D.: Este tipo de entrega es una trampa. Y, además, un actitud burguesa. No olvidemos que esta afirmación es de Rilke, un poeta que se distancia del mundo para alcanzar la perfección y la belleza que sólo se encontrarían en ambientes refinados. En su mundo no hay cabida para el dolor de los suburbios y de los barrios periféricos.
M.O.: Más allá de explicaciones psicoanáliticas, su novela nos narra una historia de amor en la que los celos son el elemento autodestructivo del protagonista y de su violencia. ¿En qué medida la ideología interviene en este proceso de destrucción y muerte?
E.D.: El origen social del protagonista -su madre es una aristócrata rusa exiliada después de la Revolución bolchevique- determina su idea del amor así como su comportamiento que, aunque en un principio, es atraído también por el origen y la personalidad de Soledad, más tarde se impone su carácter dominante hasta llegar al desprecio.
M.O.: Pero ella soporta la humillación y el maltrato. ¿Cómo se explica que una mujer culta como la protagonista renuncie a su carrera artística en aras de un hombre que la tortura?
E.D.: Es cierto. Ella está muy destruida, algo muy característico en las mujeres maltratadas que piensan que las maten antes que su liberación. La interiorización del papel del verdugo de una mujer enamorada es más que una cadena y ahí es donde radica su debilidad de la que se siempre se aprovecha el torturador.
M.O.: Sin embargo, Soledad ha interiorizado desde un humanismo anarquista si no esta sumisión, sí una cierta compasión que le imposibilita ver los perfiles del maltrato. Esto se ejemplifica en tierno recuerdo que tiene de Salvador, un hombre que había asesinado a su mujer por haberle traicionado
E.D.: Es probable. Su padre anarquista le protege de la dependencia de Dios y del dinero, pero no de las servidumbres de la pasión amorosa. Esta carencia le dificulta para no enterder que detrás de un hombre bueno puede haber un asesino. Y en cuanto a su relación con Salvador, en su mirada de niña sólo ve a un hombre tan pobre y desamparado como ella que le protege en la ausencia de su padre.
M.O.: En su novela los contornos de víctima y verdugo quedan difuminados. Es cierto que el protagonista es un torturador, pero sus hechos son también realizados desde una personalidad enferma y desconcertante, además de un delirio de poder. Y de la mirada compasiva de Soledad: «Me acongojaba que el mismo ser albergara a un criminal y a un hombre bueno»
E.D.: Esto es lo que te apuntaba anteriormente. Todo ser humano tiene sus zonas de luz y de oscuridad. Esta afirmación no es una justificación de la conducta de Cristian. Creo que la narradora no realiza un juicio sumarísimo contra él, sino que intenta, a partir de una actitud compasiva, comprenderlo, pero sin perder de vista que es un torturador. Ambos, verdugo y víctima, dentro del espacio narrativo, tienen su propia autonomía y libertad de expresión. Mi novela es una propuesta de comprender porqué un enamorado puede matar lo que ama.
M.O.: ¿ Y en qué medida este fenómeno está relacionado con la deshumanización a que nos somete el capitalismo?
E.D.: El ser humano en el mundo actual no sólo ha perdido valores sino también la conciencia y el respeto de sí mismo. Está embarcado en cuestiones superfluas que no le permiten luchar por causas nobles como la justicia, el amor, la igualdad…
M.O.: ¿ El encuentro de Soledad y Pepe Ortega es un homenaje a un pintor que contrasta con el elitismo del protagonista?
E.D.: Sí. Pepe Ortega ha sido un ser muy maltratado. Como militante comunista era de una máxima ejemplaridad y no merecía, como artista, ni la acogida ni valoración que se le concedió aquí en España. Su última exposición en Madrid, ya en tiempos del primer gobierno socialista, no alcanzó el reconocimiento que se merecía. Su único pecado, ser comunista, le condujo al infierno del olvido.