En 1965, en la Editorial Era de México, María Teresa León publica Menesteos, marinero de abril, una novela en la que se narra la vida de este personaje mítico que cuando llega, después de una larga navegación en busca de Eneas, a las costas de Tartesos es abandonado por sus compañeros. Entonces deambula por las tierras onubenses y gaditanas a la búsqueda de la paz definitiva. Esta novela, como apunta G. Torres Nebrera, es «el deseo de reencontrar el lugar arrancado, negado, volviéndolo a fundar en la palabra, en la invención, en la peripecia del marinero en tierra Menesteos, que da nombre, ser e historia a lo que está cerca del quicio del olvido: El puerto de Santa María, Cádiz, la España insistentemente, fielmente nunca olvidada.»
Esta voluntad de memoria y no de memorias, es el antecedente de uno de los libros autobiográficos, Memoria de la melancolía, imprescindible en el ámbito de la literatura memorialística española y que ha alcanzado el carácter de clásico por encima del canon y de la norma. Volver sobre sus páginas es de nuevo encontrarse con la lucidez cordial de una mujer que, en el límite de la intuición trágica, quiso recordarnos su vida, sus sueños, sus derrotas, pero también las de otros, desde un exilio, en el que los recuerdos no sólo se abisman en la tristeza, sino en el deseo de reencuentros con aquello que un día murió o fue aniquilado por el odio y el crimen.
En Memoria de la melancolía se dan cita la evocación, la crónica y el alegato. Es un libro de Historia y de historias en el que la veracidad de lo que se cuenta no se discute porque los hechos, los evocadores retratos, las reflexiones nacen de la convicción de una vida que apostó, por encima de razones sociales y prejuicios, por el amor sin trampas, por la defensa de los desheredados, de la cultura, y de la República. Desde el principio, consciente de los riesgos de toda biografía, nos advierte: «Yo me siento aún colmada de angustia. Habréis de perdonarme, en los capítulos que hablo de la guerra y del destierro de los españoles, la reiteración de las palabras tristes. Sí, tal vez sean el síntoma de mi incapacidad como historiador. Pero no puedo disfrazarme. Ahí dejo únicamente mi participación en los hechos, lo que vi, lo que sentí, lo que oí, todo pasado por una confusión de recuerdos.»
Esta «confusión de recuerdos» se concreta en una serie de secuencias en las que tiempos y espacios se superponen y se rompen para quebrar la clásica linealidad narrativa y poder así mejor transmitir los mecanismos aleatorios de la memoria. Cada secuencia tiene vida por sí misma, pero su fragmentación es sólo aparente. A veces, hasta se repite un mismo hecho: «Sí, abuela, me voy, sigo el viaje. He regresado para decírtelo: Rafael y yo no desuniremos nuestras manos jamás. Ya sé, ya sé. Adiós, abuela, adiós madre. Ya no estoy sola, ya no me contesta el eco cuando hablo en voz alta. Empiezo por mi cuenta y riego la vida. Nos vamos a Francia. Él es un poeta. ¿Le conoces? Abuela, ¿me recibirás cuando regrese? Y mi abuela Rosario contestó: Vuelve. Tú eres mi nieta. Esta es tu casa. Nada más.» Es el momento de la ruptura definitiva con su vida anterior y el inicio de un compromiso vital que se agrandará a partir de este momento: «Era como si nos hubiésemos convertido en amigos solidarios y entrañables de todo obrero, de toda pobre mujer mal vestida, de todo necesitado de una palabra, de toda mano hambrienta… Renunciamos hasta el saludo de los amigos, bueno, los amigos dejaron de saludarnos… Sí, sí pero para combatir hay que odiar, hay que conocer la causa, la pobreza no es más que un signo, el problema es la división de los hombres en llamados y olvidados, se trata de terminar con una sociedad basada en la desigualdad, en las clases, concluir con la plusvalía…» Las preocupaciones burguesas han dado paso a otro tipo de aventuras. Ambos, María Teresa y Rafael, tienen una cita con la historia.
Sin embargo, la técnica proustiana de la asociación de ideas permiten, junto al relato de sus experiencias durante el periodo republicano y la Guerra Civil que ocupan la parte central de la narración, evocaciones en torno a su niñez, a su familia, a su entorno social y a la lucha por mantener su dignidad como mujer contra casi todo y todos en un alarde de prodigiosa narratividad.
Después la etapa del exilio, la crónica de un viaje, una larga espera a base de recuerdos, de ausencias definitivas, del cansancio inaceptable: «Estoy cansada de no saber donde morirme. Ésa es la mayor tristeza del emigrado… Estoy cansada de hilarme hacia la muerte. Y sin embargo, ¿tenemos derecho a morir sin concluir la historia que empezamos?»
María Teresa León escribió Memoria de la melancolía entre 1966 – la autora tenía sesenta y tres años- y 1968. Fue editada en Buenos Aires en la mítica Editorial Losada. Muchos años después apareció en diferentes editoriales en nuestro país y, hoy día, es un libro necesario e imprescindible, no sólo para recordar, sino para reconocer que estamos ante una mujer que, como otras, en aquellos lejanos años veinte, frente a la incomprensión y marginación, supieron y quisieron estar junto a la vida y la historia con determinación consciente, con luz propia, aunque ella afirmara que era la cola de un «cometa» llamado Rafael.