El sábado 3 de noviembre, Miguel Sebastián, el que fue candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid y director de la Oficina Económica del Gobierno de Zapatero, publicó en El País un artículo titulado «El tipo único es más justo y eficiente».
Sólo dos días más tarde, un nuevo artículo en el periódico Público, vuelve a defender la aplicación del tipo único en el IRPF. Lo firma Amparo Estrada y se titula, con mayor desenfado, o más desfachatez, «Nos merecemos un tipo único. Estrada es la responsable del área económica de Público, fue redactora de Cinco Días y Expansión, y hasta el mes de julio directora de comunicación de la Agencia Tributaria.
Va resultando ya irritante que ciertos sectores de la que se tiene por izquierda intenten pasar de contrabando ideológico, como si de grandes innovaciones se tratara, propuestas de la derecha de toda la vida, y últimamente provenientes por completo del neoliberalismo fundado por la Escuela de Chicago, de la que tan bien aprendió la lección Pinochet, antes que los mismísimos Ronald Reagan y Margaret Thatcher. El discurso es monótono y machacón: «bajar impuestos es de izquierdas», «privatizar servicios públicos puede ser de izquierdas», «no hay que hacer un dogma de la gestión pública», etc.
Miguel Sebastián se limita a dolerse de que algunos sectores de la izquierda se opongan al tipo único, lo que se le antoja «incomprensible».
Aquí no hablamos del conjunto del sistema fiscal, sino de si es o no más sencillo el sistema de tipo único en el IRPF que el de varios tipos en una tarifa progresiva. ¿Por qué ha de ser más sencillo? Por muchos tipos que haya, a cada ciudadano con su concreto nivel de renta le corresponde sólo uno, y nada le añade o le quita de complicación que el resto de contribuyentes tributen por el mismo o por distinto tipo.
Lo más sencillo para garantizar una determinada progresividad en lo que se paga es aplicar el tipo correspondiente a cada nivel de renta de forma directa. Todos entienden una tabla de tipos impositivos distintos para cada volumen de renta: quien gana más un tipo más alto, quien menos, más bajo.
Nos asegura Amparo Estrada que, en contra de lo que aducen los izquierdistas llenos de prejuicios, el tipo único con un mínimo exento mantendría la progresividad de la tarifa del IRPF. Y, para demostrarlo, nos reproduce una tabla en la que se realiza una simulación de los porcentajes de impuesto que habrían de pagar ciudadanos con distintos ingresos para el caso de que el tipo único se fijara en el 30 % con un mínimo exento de 12.000 euros, que fueron las cifras que en su día manejó la Oficina Económica de Moncloa. He aquí:
El efecto progresivo del tipo único
(ver tabla 1)
A poco que uno reflexione se dará cuenta de que aquí hay gato encerrado. Si se limitara el objetivo a que se recaudasen en cada nivel de renta los porcentajes fijados en la última columna, ¿no sería más «sencillo» aplicar directamente tales porcentajes como tipo impositivo? Quien se moleste en comparar los porcentajes con los volúmenes de pago del actual IRPF (ya muy aguada su progresividad tras sucesivas reformas fiscales, la última de las cuales redujo los tramos a cuatro, con un mínimo exento de 9.000 euros, y volvió a bajar el tipo marginal más alto), verá que el porcentaje de pago es inferior en todos los volúmenes de ingreso. Pero sobre todo muy inferior en los casos de rentas más elevadas, para las que la ley actual fija un tipo marginal máximo del 43%, y que quedaría en un porcentaje de pago sobre la renta del 27,6%. ¡Y hablamos de 150.000 euros de ingresos al año, más de dos millones de pesetas mensuales!
Amparo Estrada se apresura a aclararnos que se podría aumentar o reducir la progresividad del impuesto tanto como se quisiera jugando con variaciones del tipo único o del mínimo exento. Imaginemos que, manteniendo el tipo único del 30%, hacemos descender el mínimo exento a 5.000 euros en un caso o lo incrementamos hasta 20.000 euros en otro. Se trata de variaciones demasiado bruscas y poco previsibles pero la idea es que observemos con mayor nitidez las tendencias que aparecen:
Tipo único de 30% y mínimo exento de 5.000 euros (ver tabla 2)
Tipo único de 30% y mínimo exento de 20.000 euros
(ver tabla 3)
Si ahora comparamos las tres tablas, deteniéndonos en la última columna de cada una de ellas, vamos a descubrir varios detalles de interés. Cuando aumentamos el mínimo exento, se incrementa la progresividad del impuesto, es decir, las diferencias porcentuales entre lo que pagan los distintos niveles de renta. Ahora bien, el incremento es más bien modesto y a partir de los 50.000 euros de ingresos prácticamente inexistente. Sin embargo, sí que se produce otro efecto notable, que es el lógico y muy significativo descenso de la recaudación: se paga menos en todos los niveles de renta.
Aparte de que, desde luego, una reforma que eximiera del pago los ingresos hasta 20.000 euros, cantidad bajo la que se sitúan la abrumadora mayoría de salarios de nuestro país, provocaría un brutal desplome de lo recaudado. De hecho, el mínimo exento con el que en su momento se especuló de 12.000 euros ya es notablemente generoso, como también entonces se dijo.
Si, por el contrario, bajamos el mínimo exento, el efecto es, por supuesto, el opuesto: se recorta drásticamente la progresividad. En que en el caso de un mínimo de 5.000 euros apenas hay una diferencia de 12,5 puntos porcentuales entre lo pagado por el primer y el último nivel de renta, existiendo en cambio una distancia de ingresos de ¡138.000 euros! Y en los últimos tramos apenas muda el porcentaje impositivo en décimas. Aún más, para los ingresos más bajos, que no alcanzan ni a «mileuristas», el impuesto se convierte en abiertamente confiscatorio. Es el modelo feudal (o «revolucionario», según el peculiar lenguaje de Amparo Estrada): pagan impuestos solamente los pobres.
Finalmente alcanzararemos otra conclusión importante: desciende mucho más la recaudación de lo que aumenta la progresividad del impuesto al subir el mínimo exento y, a la inversa, asciende sensiblemente menos la recaudación de lo que cae la progresividad al bajar el mínimo exento. ¿Qué quiere decir esto? Que la tendencia de un sistema de tipo único será siempre a cargar los aumentos de recaudación del Estado sobre los más pobres y a premiar con los descensos sobre todo a los más ricos, con la consecuencia previsible, en el último caso, de empeoramiento de servicios públicos por carencia de financiación. Para ser todavía más claros: que paguen más los más pobres y menos los más ricos y de paso desaparezcan recursos económicos para sostener los servicios públicos, lo que abre vía libre para más privatizaciones
Miguel Sebastián recurre a la jeremiada que también empleó Jordi Sevilla, con un tono indecentemente populista (éste sí que es populismo del malo y no lo de Hugo Chávez), de quejarse de que el IRPF grave esencialmente las rentas del trabajo en relación de clara desventaja con las rentas del capital. Le parece al antiguo asesor del BBVA desorbitado que se considere «ricos» al diez por ciento de contribuyentes que declaran ganar más de 3.250 euros brutos al mes en el IRPF, y aberrante que se vean como muy ricos a quienes integran el uno por ciento que declaran alcanzar los 8.250 euros brutos al mes. «Conozco a muchas personas en ese tramo de renta -dice- y les puedo asegurar que ninguno de ellos tiene un yate ni un chalé de lujo». Quienes tienen yates y chalés de lujo, denuncia, no declaran ni mucho menos obtener ese volumen de ingresos. Con lo que se produce la visible injusticia de que la mayor carga fiscal del IRPF recaiga sobre la clase media asalariada (los de 8.250 euros brutos al mes, por poner un ejemplo).
Se nos ocurre que a Miguel Sebastián le podría convenir ampliar su círculo de amistades. Porque cerca de veinte millones de personas en este país no llegan a ganar 1.000 euros mensuales, y tener tantos conocidos entre los de más de un quilo al mes podría distorsionar su visión de la realidad. Pero sin duda es cierto que la tributación de las rentas del capital es mucho más ventajosa que la de las rentas del trabajo y constituye una sima por la que se cuelan miles de millones de euros al margen del fisco. Lo que no nos aclara Miguel Sebastián es por qué esto es así ni de qué manera podría eliminar esa injusticia el tipo único en el IRPF. Sin embargo, el economista Juan Francisco Martín Seco se lo recordó a Jordi Sevilla en su momento (El Mundo, 13/06/2001). El origen del mal se halla en la reforma fiscal que casualmente el PSOE puso en marcha en 1988 y también en la de 1991, concediendo un trato de favor a las plusvalías, que el PP completó en 1997 nada más llegar al poder y que el posterior gobierno de Rodríguez Zapatero no sólo no ha corregido sino que ha afianzado. La última reforma de Pedro Solbes da un paso más en el proceso de crear un Impuesto de la Renta dual, con una tarifa cada vez menos progresiva para las rentas del trabajo y un tipo proporcional mucho más bajo para las rentas del capital, las llamadas «rentas derivadas del ahorro», esto es, desde los dividendos empresariales o los beneficios accionariales hasta los planes de pensiones, la vivienda o la cuenta corriente (Juan Francisco Martín Seco, Estrella Digital, 02/02/2006). Si la injusticia es ésta, ¿por qué no suprimir los privilegios de la tributación de las rentas del capital y crear un impuesto que grave por igual todos los ingresos de forma progresiva, independientemente de su origen, o incluso beneficiando a los procedentes del trabajo? ¿No sería esto más sencillo?.
Miguel Sebastián, repitiendo por lo demás una idea que ya expuso al poco de entrar a asesorar a Rodríguez Zapatero en materia económica, considera que los tributos no deben perseguir ni pueden lograr ninguna redistribución de las rentas. Es el gasto público y no los ingresos el que redistribuye la renta, dice. Aquí está el meollo. De esta forma derriba el pilar central de constitución del Estado de Bienestar social, que se basaba además en un principio esencial de la socialdemocracia.
Si acudimos a la lectura de la obra clásica del neoliberalismo «Libertad de elegir», de Milton y Rose Friedman (RBA Editores, 2004), publicada por primera vez hace ya casi treinta años, nos sorprenderán las coincidencias. También los Friedman negaban la capacidad redistribuidora de la riqueza del Impuesto sobre la Renta y su progresividad. Además exponían como anexo de su libro el programa del partido socialista (¿la «vieja guardia socialista»?) al que ellos se enfrentaban por considerarlo catastrófico para la economía: «Aumento de la presión fiscal en los niveles de rentas elevados, las rentas de las sociedades y sobre las herencias, empleándose los ingresos obtenidos en pensiones a la vejez y en otras formas de seguridad social».
¿En qué consiste, pues, la «revolución» de Amparo Estrada y Miguel Sebastián? Ni más ni menos que en abandonar la política fiscal socialdemócrata y aceptar como propia la del neoliberalismo, la política que inspiró los gobiernos de Ronald Reagan y sus sucesivas contrarreformas fiscales, así como las emprendidas por el gobierno actual de George W. Bush, y desde luego la política de «capitalismo popular» de Margaret Thatcher. Es algo que ya sabíamos de nuestros ultraliberales del PSOE, pero que en esta ocasión podemos demostrar de una forma asombrosamente concreta.
El verdadero sentido del principio teórico enunciado por Miguel Sebastián de buscar la redistribución de la riqueza por el gasto público y no por los impuestos (esa «vieja pretensión de la izquierda» que ahora él sustituye por otra vieja pretensión, pero de la derecha).
Pero ¿cómo redistribuyen la renta los gastos públicos sin un sistema fiscal progresivo y a su vez redistribuidor?
La experiencia de nuestro país demuestra que un sistema fiscal fuertemente progresivo orientado a la finalidad de redistribuir la riqueza es inseparable de la existencia de unos servicios públicos universales y de calidad. Y, a la inversa, la renuncia a la redistribución de la riqueza por medio de los impuestos lleva aparejada necesariamente la destrucción de los servicios públicos. En realidad, la redistribución de la riqueza es el efecto combinado de garantizar los derechos económicos y sociales elementales a toda la ciudadanía por los poderes públicos, financiándolos con un sistema tributario que haga pagar principalmente a quienes disponen de mayores ingresos. Es el efecto combinado, pues, de ingresos y gastos públicos. Segregar ambos es una argucia reaccionaria, impropia incluso de un socialdemócrata. Cuando Miguel Sebastián se refería a los gastos públicos, no estaba pensando en realidad en servicios públicos universales y de calidad, sino en ayudas directas, esto es, el pago de dinero en efectivo a los ciudadanos. ¡Pero si esto es el sistema de bonos propuesto por Milton y Rose Friedman hace tres décadas.
El ejemplo escogido por el autor merece premio al ingenio, o al humor. «Las ayudas directas son, de hecho -nos dice-, mucho más redistributivas que los impuestos. El cheque-bebé de 2.500 euros impulsado por el presidente del Gobierno estaría en esta categoría. Es progresivo porque 2.500 euros para una familia millonaria apenas supone nada, pero sí es mucho para una familia que gane 2.000 euros al mes».
Sí, sí, yo también tuve que leerlo cinco veces para creérmelo, pero les aseguro que es esto lo escrito por el profesor Miguel Sebastián.
Es decir, que renunciamos a reducir las diferencias de riqueza existentes en nuestro país por medio de un sistema fiscal progresivo, luego pagamos la misma cantidad por nacimiento de hijo a todas las familias que lo tengan, sean ricos o pobres, y la renta quedará milagrosamente redistribuida. No porque se acorte de verdad la diferencia de riqueza, naturalmente, ya que les estamos dando la misma cantidad independientemente de sus ingresos, sino porque al millonario le parecerá una nadería y al pobre de solemnidad un Potosí.
Miguel Sebastián debería reconocer que no busca la redistribución de la renta, sino la simple sensación subjetiva de salir de la miseria.
De poco le servirán los 2.500 euros a unos padres de escasos recursos si no existen guarderías públicas a las que llevar a sus hijos y tienen en cambio que trabajar los dos durante todo el día para poder llegar a fin de mes, si no pueden facilitarle a su vástago una educación de calidad debido al proceso vertiginoso de privatización de la enseñanza, si no disponen de sanidad pública o no hay un parque de vivienda pública de alquiler que les asegure un alojamiento digno. Todos aquellos servicios públicos que solamente son posibles financiados con impuestos progresivos, con un sistema fiscal basado en el principio de redistribución de la renta.
Si ésta fuera a ser la política económica de un futuro gobierno socialista tras las próximas elecciones generales, más nos vale que llegue a organizarse, cuanto antes mejor, una verdadera alternativa de izquierdas a ambos.
Este es un extracto del artículo que puede verse completo en la versión digital de Mundo Obrero, en el quiosco de http://www.pce.es y en http://www.rebelión.org
* Miembro Sec. MMSS del PCE