No hace falta estudiar mucho para saber el efecto que tienen los colores sobre la mente del ser humano. Basta consultar cualquier tratado básico de marketing para conocer que no sólo importa el nombre elegido para lanzar un producto, sino sobre todo el color de su envase.

El propósito es claro. Se trata de que al entrar, por ejemplo, en un supermercado, sea el color quien nos lleve directamente hacia éste y no la lectura de su marca. Es más rápido y además, como mensaje subliminal que es, lo aleja de una actitud crítica. Ya antes se han encargado los creativos – esos profesionales de la mentira – de idear spots y fotografías en las que la luz, tintada de un determinado color, baña todos los objetos cubriendo el espacio en el que se enmarca el producto. Así, Danone hace del azul su bandera, Yoplait, el verde o Nestlé, el rojo. Y así, nuestras estresadas, y cada día, menos selectivas mentes, tras sufrir el acoso machacón de la publicidad, no dudan en seguir pasivamente sus órdenes.

La Iglesia Católica, que sabe mucho de ventas, lleva siglos experimentándolo y tal vez sea esa una de las causas por las que todavía se mantiene situada en la cabeza del ranking de engañabobos. Hace tiempo, cuando se dedicaba al mercado del arte, antes de volcarse de lleno en la industria del porno y el armamento, sabía combinar como nadie el mensaje subliminal del color, con la riqueza de las pinturas que encargaba. En el contrato que los dignatarios eclesiásticos hacían a los pintores, constaba no sólo el tema a representar, sino también la cantidad de lapislázuli, púrpura o pan de oro que debían llevar los cuadros, dotando así a los colores de una simbología que dependía en gran medida, de las fluctuaciones del mercado de piedras y metales preciosos.

El fascismo, con Hitler y sus compinches falangistas al frente, no se quedó corto y tras añadir, según el país, al temible término de Nacional, los de socialismo o sindicalismo, no dejaron tranquilos a los colores y combinaron los suyos con el rojo, en un alarde de confusión global cuyas consecuencias todavía hoy seguimos padeciendo.

Sin ir tan lejos en el tiempo, cuando en España gobernaba – ¿o era que mandaba? – el PP, ese partido situado al centro de la extrema derecha, tuvieron a bien cambiar la tipografía y el color de los fondos de los informativos de las cadenas públicas, acercándolos a los propios azules de su partido, a resultas de lo cual, se confundían sus particulares mensajes políticos con lo que se suponía información objetiva e independiente, dando así, subliminalmente, cobertura a sus mentiras y falsedades.

O el uso que se le ha dado últimamente al color naranja, convertido en símbolo de la llamada rebelión cívica, la cual, salvo excepciones, viene a significar la protesta de los opulentos, cuando los más desfavorecidos deciden dejar de serlo e intentan cambiar la sociedad en la que malviven. En Venezuela, en Bolivia, en Ecuador, en España incluso, el naranja se alza como símbolo de libertad -sic- sobre las rubias cabelleras de sus porteadores, en países donde el pelo moreno impera.

Y digo todo esto a colación del vestuario que últimamente acostumbra a llevar, con porte de sangre azul, gallardía y posiblemente, algún whisky de más, el monarca, ese residuo que, junto a la bandera, el himno, el Concordato y unas cuantas cosas más, nos ha dejado la Dictadura.

Sorprende, cuanto menos, que nadie le recuerde que su papel debe estar alejado de la política.

Para eso se le paga – ¡y demasiado! -, para ser un florero de lujo y no un ciudadano normal y corriente, libre de expresar sus ideas. Si así lo fuera, lo primero que tendría que hacer sería pagar impuestos; incluso trabajar de vez en cuando, no mucho, pero algo.

Y de la misma manera, sorprende que nadie, no de su entorno, que son tan de derechas como él, sino gobierno y diputados, le recuerde que la camisa azul PP y la corbata naranja antisocialismo que repite desde hace tiempo, es una forma subliminal de hacer política, por supuesto, en una única dirección, aunque eso sí – que todo hay que entenderlo -, intrínseca a su condición de oligarca.

Claro que es lo que suele pasar con los residuos. Nadie se atreve a tocarlos y cuando menos te lo esperas, contaminan.