El virus del liberalismo se ha instalado también en los partidos comunistas y sindicatos de clase. De un rechazo radical al sistema capitalista, estos han pasado, de la mano de sus dirigentes, a un pragmatismo reformista que antes sólo se daba en la socialdemocracia, aceptando la tesis de que lo que debe hacer la izquierda, si no quiere estancarse en la utopía y enajenarse del mundo real, es limitar el «necesario» protagonismo del mercado con el máximo control social posible. Lo primero que hay que entender es que esta manera de hablar es en sí misma reformista, porque presupone la eternidad del sistema capitalista y la eficiencia del mercado, y muestra una creencia huera en la democracia burguesa además de un sumiso sometimiento al lenguaje antiutópico y antirrevolucionario. Y la segunda cosa clara es que este reformismo se manifiesta también en esto: en la concepción dominante, entre la izquierda política y sindical, sobre competitividad y productividad.

«Competitividad» significa dos cosas: 1) estar en competencia (competición) sin más y/o 2) ser bueno o capaz en ese campo en que se compite. «Competitividad capitalista» significa también dos cosas: 1) estar inmerso en la guerra competitiva por el máximo beneficio y/o 2) estar bien preparado para esa guerra. La ideología reformista, al haber olvidado la necesidad de distinguir entre valor de uso y valor mercantil, entre fuerzas productivas y relaciones de producción, etc., ya no es capaz de diferenciar entre dos planos diferentes. De forma que separar por ejemplo lo que es una «empresa» (en sí) de lo que es una «empresa capitalista» parece imposible, cuando se está convencido de que el capitalismo es eterno y, por tanto, no se puede imaginar siquiera empresas que no sean capitalistas.

Para superar el discurso oficial sobre la competitividad, lo primero es reconocer la posibilidad y necesidad de una economía no capitalista, post-capitalista (socialista, comunista), y la posibilidad y necesidad de oponer, al discurso antiutópico dominante, otro que recupere la ilusión de un mundo gobernado por los intereses de los trabajadores, ilusión fundamentada por supuesto en la razón, esa fe racional que los dirigentes de la izquierda política y sindical buscan machacar y hacer desaparecer de la cabeza de sus militantes.

Cuando nos hayamos deshecho de la camisa de fuerza de la competencia capitalista y sus mercados, la eficiencia social real encontrará cabida en el terreno de la producción y en otros terrenos. Pero para entender cómo habrá de funcionar la sociedad del futuro, los que militamos por ella debemos partir de la correcta comprensión de cómo funcionan las cosas en ésta (bajo el capitalismo), empezando por la competitividad. Y en este contexto hay dos cosas clarísimas: 1) la competitividad no se consigue como dicen que se consigue; y 2) cualquier política de competitividad es un puro engaño para encubrir nuevas transferencias de fondos (públicos) que pasan del bolsillo de los trabajadores al de los capitalistas. Veamos.

1. La competitividad no se consigue con salarios más bajos, aunque ese sea el objetivo que van buscando con ese discurso. La competitividad resulta de los costes unitarios de producción más bajos, y estos costes van unidos muchas veces a salarios más elevados. No se trata de la absurda idea de que la solución progresista a los problemas económicos deba consistir en convencer a los capitalistas de las bondades de fijar salarios altos. Se trata de otra cosa: de comprender que, dada una determinada calidad del producto, el cliente tenderá a comprárselo a quien logre producirlo más barato. Y ese coste unitario por unidad de producto (CP) es un cociente que se hace mínimo mediante dos mecanismos, no uno solo: 1º) la máxima productividad, P (es decir, «producto por unidad de factor productivo»), en el denominador; y 2º) el mínimo coste por unidad de factor productivo utilizado (CF), en el numerador; de forma que debemos escribir:
CP = CF/P

Si suponemos que sólo hay un factor, el trabajo, y por tanto identificamos el coste por unidad de factor con el salario per cápita (S), entonces tendríamos CP = S/P, y veríamos claro que el coste (CP) se minimiza de dos formas: haciendo máxima la productividad y/o haciendo mínimo el salario. Entonces se comprende por qué la competitividad de muchos productos puede ir ligada a altos salarios: porque este factor «negativo» (para el capitalista) puede compensarse, o más que compensarse, con el factor «positivo» que es la alta productividad de su empresa. Pongamos un ejemplo de dos países, A y B (daría igual si habláramos de empresas en vez de países): si en A el salario es 100 y la productividad 200, el coste por unidad será 0,5; y si en B el salario es 300 y la productividad 900, el coste será 0,33. Por tanto, aunque los salarios en B son el triple que en A, los costes son inferiores en B porque su productividad es cuatro veces y media mayor que en A. Esto explica básicamente por qué los alemanes nos exportan más bienes a los españoles que al revés, o por qué España hace lo propio con Portugal.

Esto es así, pero el discurso de la «competitividad», que tiene como objetivo presionar a la baja los salarios y aumentar la tasa de plusvalor, lo presenta todo al revés.

2. Como los medios del poder del capital son tan grandes, y a ello se une hoy el apoyo con que los reformistas de la izquierda legitiman la explotación capitalista, en vez de combatirla, muchos trabajadores no entienden el problema de la competitividad y no están en condiciones de contrarrestar ese discurso oficialista con las verdades como puños que necesitamos en la lucha por superar el capitalismo. Partidos y sindicatos se oponen hoy mayoritariamente a que estas ideas que defendemos aquí sean conocidas y sobre todo debatidas por la clase obrera y el conjunto de la sociedad. Prefieren dedicarse a otras cosas. Pero si este artículo pasa la censura de que ha sido objeto algún otro similar en casos parecidos, quedará claro también el 2º punto: por qué todas las «políticas de competitividad» son otro engaño (ya sea el PSOE o el PP o IU quien las ponga en práctica).

Supongamos un mundo anterior al discurso de la «competitividad», en el que el producto x es fabricado por 10 países, 9 de los cuales lo venden a 7 euros y uno a 6 euros. Seguramente, las empresas de este último se llevarán el gato al agua. Pero supongamos que ahora TODOS los gobiernos ponen en marcha una «política de competitividad» (ese retórico machaqueo…) y ayudan a sus empresas (sólo nacionales) frente a la amenaza de las demás, lo cual permite a todas ganar 1 euro extra. El resultado final podría ser que 9 países venderían a 6,5 euros, y uno a 5,5 euros. Nada habría cambiado en términos de competitividad relativa. Pero los trabajadores de todos los países, de quienes sale el 80% de los impuestos, habríamos financiado con nuestro dinero esas ayudas a las empresas capitalistas, y además con el beneplácito de nuestros reformistas líderes de la izquierda político-sindical, que las justificarán en aras del realismo político y/o la necesidad de limitar el mercado (por lo demás globalizado). En eso consiste el 2º engaño de la competitividad capitalista.

* Profesor Titular de Economía de la UCM