Cuando Esperanza Aguirre fue concejal de medio ambiente del Ayuntamiento de Madrid, lo primero que hizo fue adornar las calles del barrio de Salamanca con farolas nuevas más acordes a la elegancia innata de las clases pudientes que pueblan el distrito. Colocó también pivotes y maceteros junto a las aceras que impedían el paso de minusválidos y cochecitos de bebés, pero que a la misma vez, quedaban muy monos junto a los grandes cochazos en cuyo interior elegantes chóferes de uniforme, aparcados en segunda, tercera y cuarta fila, esperaban a sus ricos patronos y patronas mientras realizaban sus compras de a diario en las carísimas – insultantemente lujosas – tiendas de marca que conforman la llamada Milla de Oro. Hizo más cosas. Se le secó el Parque del Retiro mientras ella proclamaba orgullosa a los cuatro vientos – porque no había más – que le había sobrado la mitad del presupuesto. Muy coherente, porque para Esperanza – como para su amigo, el asesino Aznar – lo del equilibrio ecológico es una gilipollez – perdón, una supertontería -. Aquí lo que importa es la pasta -perdón de nuevo, el cash -. Y además para ecología, ya están sus fincas.
Luego fue ministra de Cultura. Confundió a Saramago con una pintora portuguesa – Sara Mago – y creyó que «Airbag», era, por el nombre, una película americana. También redujo la industria cultural al mismo nivel en el que había dejado el Retiro, con mucho ambiente, pero a la mitad de la mitad del medio. Tal vez una de sus hazañas más señaladas fue nombrar a un Director General de Cultura – española, se entiende – que entre otras perlas, aseguraba que para qué apoyar al cine español si el americano era mejor; y no sólo le nombró, sino sobre todo ratificó sus patrióticas teorías cuando, evidentemente, la industria cinematográfica se le echó encima con ese mal carácter que ya sabemos todos tienen los artistas.
Pasó por el Senado. Apoyó la Guerra de Iraq. Se rió con sus compinches de partido cuando se les preguntó si no tenían remordimientos por los cientos de miles de muertos – que siguen sumando – y durmió tranquila en su palacete, el mismo que sufre por mantener cada fin de mes.
Así llegó el día en que, como una losa de cementerio, se nos cayó sobre la Comunidad de Madrid ayudada por dos ciudadanos ejemplares – el uno, Tamayo y de la otra, ni me acuerdo – que instigados por su ejemplar conciencia – y algún que otro ejemplar y suculento cheque -, cambiaron su voto impidiendo que se cumpliera la voluntad popular. Bien es cierto que luego se repitieron las elecciones y las ganó, pero ¿quién se iba a fiar de quienes habían sido estafados por sus propios compañeros?. En cambio, Esperanza, ella si que era de confianza, una grande de España, educada en colegios bilingües, vestida con ropa cara, que juega al golf, en fin, una rica de toda la vida… ¿Quién va a engañar a un rico?
Su voracidad como presidenta de la Comunidad no tiene límites. Regala suelo público para colegios privados – eso sí, católicos, y cuanto más mejor -; financia organizaciones fascistas; privatiza el agua, los transportes, la escuela pública y sobre todo la sanidad, porque como buena rica que es sabe que lo público es chabacano y lo privado es lo que mola – sobre todo para ella y sus secuaces-. También la televisión y cuanto la dejen en sus manos. Acusa a los médicos de criminales; a los sindicalistas de agitadores profesionales – liberados, en clara reminiscencia a ETA -; a los profesionales de la cultura, de buscajamones. Hace y deshace como le viene en gana, fiel seguidora de los principios dictados por Coco Chanel: «Nunca se está demasiado delgada, ni se es demasiado rica».
Es, en fín, la más clara exponente del más peligroso de los fascismos, el pijerio. El pijo – o la pija, en este caso – es una vuelta de tuerca más del fascista. No solo ataca a quien piensa distinto, sino que además, lo menosprecia, ignora y ningunea. Todo lo que no provenga de la riqueza o de la aristocracia, no vale para nada. Tiene que dejar de existir, no sólo física sino idealmente. Basta con repetir, «esto es una tontería», porque al final habrá quien se lo acabe creyendo. Ella hace campaña electoral jugando al tenis y sabe que en realidad, gracias a nuestra deformada cultura de la abundancia, lo que causa no es indignación por su sobrado estatus económico, sino envidia.
Por eso, las chanzas sobre su supuesta – y falsa – estupidez de niña pija, lejos de mermarla, no hacen sino fortalecerla. Cuando dice que la reivindicación de los represaliados por la Dictadura es un esperpento, no debe causar risa, ni ser motivo de chiste. Convendría recordar sin embargo de donde proviene gran parte de su fortuna. Convendría recordarla que Agromán, la empresa constructora familiar, se enriqueció en gran medida debido a la mano de obra gratuita que empleó tras el golpe de estado, los presos republicanos, los mismos que ahora ella considera esperpénticos.
A mi la verdad, Esperanza Aguirre me hace la misma gracia que Franco, Hitler o Mussolini. Es decir, ninguna.