A mi vuelta desde Caracas, donde he asistido como observador internacional al referéndum sobre la enmienda constitucional venezolana, he presenciado la miserable forma en la que analistas, políticos y medios mienten y tergiversan lo sucedido en ese país. La mayoría insisten en que lo allí se celebró fue solo una farsa destinada a lograr la reelección indefinida de Hugo Chávez que los venezolanos no aprobaron en el referéndum constitucional de diciembre de 2007.

Olvidan que ambas votaciones son diferentes. La convocatoria del referéndum de este 15 de febrero se fundamenta en el Capítulo I del Título IX referente a las enmiendas y de la reforma constitucional. Según su artículo 340 «la enmienda tiene por objeto la adición o modificación de uno o varios artículos de esta Constitución, sin alterar su estructura fundamental». Según el artículo siguiente, el 341, la iniciativa podrá partir del quince por ciento de los ciudadanos o de un treinta por ciento de los integrantes de la Asamblea Nacional y deberá ser aprobada por la mayoría de la Asamblea. En este caso seis millones de venezolanos expresaron su apoyo en la campaña de recogida de firmas, el 87’95 % de los miembros de la Asamblea firmaron la iniciativa y fue apoyada finalmente por el 92’13%.

En cambio, lo votado en 2007 fue una reforma constitucional conforme se establece en otro capítulo y artículo diferente, el 342, que señala que «la reforma constitucional tiene por objeto una revisión parcial de esta Constitución». Afectaba a 69 artículos, entre los que se incluía el referente a los límites de mandatos presidenciales, pero no al resto de cargos y, en cambio, reformaba muchas otras cuestiones. Son dos iniciativas de consulta popular diferentes de las tantas que existen en la Constitución venezolana, que por supuesto no son incompatibles. Del mismo modo que no se consideró ilógico en el año 2004 convocar un referéndum revocatorio para decidir si el presidente debía dejar su mandato a pesar de haber sido elegido dos años antes.

Otro elemento sobre el que se intenta sembrar la duda es la limpieza y transparencia de la votación. Durante la jornada electoral visité cuatro colegios electorales seleccionados por mí mismo y a donde me presenté identificado como observador internacional. Comprobé una normalizada jornada democrática donde los defensores de cada una de las dos opciones estaban representados en todas las mesas electorales, respetaron las normas y reconocieron los resultados al ser difundidos por las autoridades electorales. El método de votación incluía la existencia de censos normalizados, miembros de mesa elegidos al azar entre la población que identificaban a los electores mediante registro en papel, en soporte informático y mediante huella dactilar. Tras ejercer el voto se les marcaba con tinta indeleble el dedo meñique para evitar que se pudiese votar más de una vez. El voto se ejercía de forma electrónica pero también física porque se imprimía un papel que después el elector introducía en la urna. El recuento era electrónico al final de la jornada y se sometía a una auditoría que consistía en seleccionar aleatoriamente un alto número de mesas donde se realizaría también el recuento manual para cotejarlo con el electrónico. Era indudable que estábamos ante un sistema mucho más avanzado tecnológicamente que el español y con muchos más controles para evitar el fraude. Al menos cinco grupos de observadores electorales internacionales se pronunciaron sobre el desarrollo de la jornada, todos aplaudieron su limpieza y transparencia y felicitaron a las autoridades y al pueblo venezolano. Volver a España y escuchar las acusaciones de dictadura y fraude me volvió a mostrar la distancia que, una vez más, hay entre la realidad y lo que nos cuentan.