La memoria configura, junto a la sangre y los recuerdos, nuestra leyenda e identidad, la conciencia colectiva, los mitos y símbolos, lo que somos y jamás seremos. Pegada a la sombra proyectada y a las huellas del pasado, camina a fogonazos, incertidumbres, destellos, igual que circulan las estrellas fugaces por la bóveda celeste. La memoria va y viene, recuerda cuando le conviene y se olvida de las obligaciones contraídas con el tiempo. Se alza frente a la duda y se erige en dueña de las fronteras, las imaginarias y las reales, vigiladas por soldados. La memoria se pierde en las novedades, en los presentes azarosos y discontinuos, en los flujos y reflujos del rencor, en la constitución material del ser y de las cosas y sus relaciones. Baúl de la miseria singular y colectiva y de los acontecimientos de otras vidas, maldita memoria, recuerda el daño y atesora en su jardín, polvoriento jardín, malas hierbas, insectos, margaritas y tréboles de cuatro hojas, cuando había, cosas de niños; atesora también el espasmo del dolor y la pesadumbre del dolor, la espera. La memoria va y viene y en su devenir cruzado, cambiante y torrencial, agitado por el fuego del tiempo que se recrea, perseguido por la fiebre, dispone las secuencias vividas, sentidas, en alacenas y cajones, en los estrechos nichos grises, cemento y arena, de los cementerios civiles, osarios de evocaciones y flores marchitas, más baratos -el Santo Entierro, se pagaban cuotas trimestrales para asegurarse el entierro- que los ilustres panteones de memoria impresa en mármol y letras de molde.
Memoria viajera, perdida en un anden. Memoria encajonada, arrugadas fotografías, recuperada en las miradas blancas, cataratas de espanto, de un viejo; en los sabañones y heridas abiertas de una vieja, en las tímidas lágrimas de una niña, en los pliegues y miedos de un hombre sin porvenir, enfermo, alcohólico, sifilítico, tuberculoso, castigado por su condición de hombre, en las miradas ausentes de los amigos perdidos, muertos: el recuerdo. Ahora apenas quedan fotografías en papel. No quedan fotógrafos callejeros, quizá vuelvan con la precariedad, como han vuelto los limpiabotas.
Las fotografías ayudaban, fijaban los acontecimientos. Los hechos constitutivos de la memoria se esconden y almacenan en los ordenadores, discos duros externos, cajas negras de aviones estrellados, en recodos, angosturas y penitencias de los sistemas informáticos, lugares inhóspitos donde puede morir, para siempre. Maldita memoria, maldita memoria.
Viajaba también, cuando cruzamos, el plural es necesario, la frontera de Francia, puente de Hendaya, por ejemplo, o por Gerona, en maletas de cartón, cuadernos, tarjetas postales de barcos y paisajes, hojas sueltas. Memoria escrita en servilletas -un número de teléfono, una cita-, cobijada en archivos: la documentación.
El recuerdo (que conforma la historia) es esta misma documentación oficial, burocracia de estado y de gobierno y permite que las cosas adquieran su razón de ser. Sentido y referencia, la identidad del ser: memoria aclaratoria o escrutadora, soñadora o indagatoria. La memoria, ahora tan presente, es una mirada esquiva, oblicua, torcida, que, con el paso de los años, se hace más ausente, como el recuerdo de aquella comida, cuando éramos jóvenes y nada nos sentaba mal, no como ahora, y comíamos y reíamos y soñábamos y bebíamos y luego pasaba el tiempo, lento, sentados, tumbados, mirando el ventanal, cuando teníamos un ventanal y un punto de vista sobre el mundo, no como ahora, somos multifocales, como las gafas, sentados cerca de un río, junto al mar, cuando el mar era el mar y no esa superficie urbanizada, artificial, especulación. Casi nadie se acercaba a las playas, para qué, el mar del norte, playas con mareas gigantes y arena fina que dejaban al descubierto, al retirarse el oleaje, una inmensa superficie para escribir poemas, versos sueltos, nombres de mujer o nombres de hombre, dibujar caracolas, pisar la arena inocente, nadie había pisado, arena virgen que renacía cada marea, poco virginal sería si se reparaba tan rápido, cada pocas horas.
La memoria era el olor de la marea y el salitre, la sal, la sal del mar y la sal de la tierra, leíamos a Fanon, eso vino después, muchos no sabían que era negro, psiquiatra y comunista. Sólo le hubiera faltado ser judío y, ahora, palestino. Memoria del salario, los primeros salarios de los condenados, salarios de miseria, el sobre era marrón o gris oscuro, el reparto, el patrón miraba con aire distante, superior, altivo, por encima de las gafas, y el dinero, al llegar a casa, se guardaba entre las sábanas blancas, limpias, en billetes pequeños, en monedas grandes, parecían de plata pero no eran de plata, qué más hubiéramos querido. Eran duros grandes, aleaciones de metal de baja calidad, también había perras gordas y chicas y monedas de veinticinco céntimos, con un agujero en el centro, esas vinieron después, creo, creemos, los falsos duros de Lerroux, tiempo atrás, hace muchos años, demasiados años.