La tensión entre lo recibido y lo vivido nos está pasando factura a los de nuestra generación. Los que en momento u otro entramos en una organización de izquierdas (vaya con las etiquetas de comunista, anti-globalización, anticapitalista…) recibimos todo un pack de cultura militante al uso. Esta misma cultura militante, de la que somos depositarios y parte activa, conllevaba también un fuerte componente de tradiciones y herencias que no nos eran propias, pero que vinieron a estructurar nuestro particular microcosmos.

Ahora bien esta misma cultura -y he aquí la tercera y una última cuestión con la que cerráremos esta ya larga serie de reflexiones a título personal- si por algo se ha caracterizado, desde la transición postfranquista, ha sido por su pretensión de dulcificar su propio pasado histórico. A fuerza de abusar e instrumentalizar esta misma memoria e historia -con una gran carga simbólica- hemos terminado por construir un imaginario colectivo tan particular y cerrado, que tan sólo nos resulta útil a nosotros mismos, pero que carece de trascendencia alguna para la práctica de la política.

En nuestro presente nada queda de lo heroico de otras etapas en donde la Izquierda fue la protagonista de primer orden. Excepto pesares, lamentos y algún que otro sentimentalismo más o menos disfrazado. Muchos han sido los años para asimilar derrotas y cerrar heridas propias.

Seguimos en ello. Una izquierda comunista, además, traicionada y vendida por buena parte de quienes fueron parte suya. Para colmo con los escombros del muro de Berlín aún humeantes confundimos aquella sangrante derrota con la victoria definitiva del capitalismo. ¿Nos quedaba tan sólo resistir? Entre el aturdimiento y la recuperación del pulso no sólo pasó tiempo sino que reaccionábamos por oposición antes que con propuestas. Íbamos dilapidando nuestro menguante capital. Mientras tanto, nuestro imaginario colectivo en esa tensión entre lo recibido y lo vivido se nos venía abajo a toda prisa y no sabíamos ni podíamos cerrar las grietas que se abrían entre nuestras filas. La resistencia y la disidencia al Capital eran propias de otros tiempos y lugares. Nos sentíamos extraños en nuestras propias organizaciones, pues, la distancia entre lo que nos venían a contar y lo que presenciamos era tal que parecía complicado que pudiera existir un nosotros común. De este modo, el proceso de socialización y politización de la nueva generación de militantes estuvo sometido a los vaivenes de un pasado heroico que no conoció, de un presente de derrota que no protagonizó pero cuyas consecuencias le son propias, y unas expectativas generacionales de futuro truncadas nada más iniciarse su paso a la vida adulta.

Recusar el pasado es absurdo. Por el contrario, cambiar el sentido de ese mismo pasado es una de las muchas tareas pendientes. De ahí que pueda comprenderse lo que la Izquierda se juega en la batalla por la memoria e historia democrática de este país. Una memoria, recordemos, que es también parte sustancial de la propia historia social del comunismo español. Sin embargo, en esta misma lucha hoy nos vemos nosotros mismos deformados ante un espejo roto. Seguimos abusando de nuestro propio pasado del que tan sólo nos correspondería extraer enseñanzas y en ningún caso obtener rédito alguno para el presente. Pues no se trata de recuperar (supuestamente) una identidad pérdida ni de reforzar nuestra ideología. El pasado ya paso. Y si alguna utilidad para el presente tiene la construcción de un nuevo relato en donde la memoria democrática sea su principal protagonista, es la de entender que entre los retos y las tareas de las anteriores y actuales generaciones existe una continuidad real y objetivable. Somos, eso sí, depositarios de un pasado que tenemos que saber gestionar.

Lo que nos toca a los de nuestra generación es formular nuestra propia construcción social del presente. ¿Tenemos que recusar nuestro propio presente? Al igual que ha sucedido con las diversas generaciones de marxistas que han revisado la obra de Marx en su tiempo y en su contexto, parece que sí. Y de hacerlo, ¿tendríamos también que recusar a la generación predecesora? No sería descartable. No obstante antes de proceder a lo anterior parece de sentido común, primero, construir un relato propio que nos sea válido. Es decir, en el que nos veamos reflejados. Para ello necesitamos, primero, romper con la hegemonía -en un sentido gramsciano- del metarrelato en el que estamos inmersos -dentro de un capitalismo sin alternativas hoy reales- y posteriormente trascender la propia narración que hemos recibido y de la que también somos parte. Dos rupturas están, por tanto, por delante. Luego ya se verá…

Concluimos. ¿Seremos capaces los de nuestra generación de revertir la actual correlación de fuerzas del presente? Vistas como están las cosas -entiendan, una vez más, mi pesimismo contrastado- a los de mi generación, nos toca, antes que nada, que el fino hilo de continuidad existente entre las luchas de ayer y de hoy no se pierda para mañana. Pues por insignificante que nos pueda parecer tal tarea de hacerla bien mucho tendríamos ganado. De no lograrlo, la próxima generación nos vendría a pedir cuentas y con razón. Llegados aquí, si existe hoy alguna responsabilidad que nos puede achacar la generación que nos precede será la de ser competentes y diligentes a la hora de enterrar y superar la «cultura de la derrota» que caracteriza a la Izquierda desde hace tiempo. ¿Seremos capaces?

* Fundaciones de Investigaciones Marxistas