Una de las dificultades para entender las implicaciones políticas de la crisis capitalista mundial es que su análisis se realiza generalmente en términos económicos, precisamente el instrumental analítico menos eficiente para interpretar las grandes tensiones históricas y los desafíos del momento.
Si entendemos la crisis exclusivamente en términos de variables económicas (empleo o paro, crecimiento o recesión, inflación o deflación, crédito e inversión, salarios y beneficios etc…) lo más probable es que no lleguemos a identificar el verdadero alcance de la situación.
Porque la crisis, en tanto que crisis económica, no es ninguna novedad. Por un lado, responde al ciclo clásico y al papel del capital ficticio, el crédito y las burbujas especulativas en los mismos, analizado por Marx en el tomo III de El Capital, y que ahora, con un mercado financiero globalizado, adopta un carácter general.
Por otro lado, repite, a una escala ampliada y centrado ahora en el centro del capitalismo mundial, una característica ya presente en la crisis asiática de 1997, esto es, que las crisis no se transmiten ya desde un país de origen a otros de destino, sino desde el espacio mundial de circulación del crédito a todos los países integrados a dicho mercado financiero mundial.
Visto así, pareciera que la solución a la crisis consiste, como relatara Marx, en esperar que se produzca una destrucción suficiente de capital ficticio (el capital accionario y en general el denominado capital financiero, que no es expresión directa y proporcional de un capital real, sino fruto de una inflación de precios o burbuja especulativa) y de capital ocioso (en forma de medios de producción), para que el ciclo retome una fase ascendente sobre la base de una nueva vuelca de tuerca en la explotación del trabajo. Esto es lo que pretenden acelerar todos los empresarios y economistas que proponen reducir el precio de la fuerza de trabajo.
El capitalismo está desbocado
Pero este análisis deja de lado el principal problema que se destapa con esta crisis. Desde la década de los setenta, el sistema capitalista carece de un sistema de regulación eficiente de las relaciones internacionales, porque en ausencia de una soberanía mundial, el mercado mundial solo se puede regular mediante una jerarquía de naciones que determina cual es el medio de pago y las reglas de juego en el espacio de los flujos internacionales de valor.
En aquella década se inició el fin de un largo ciclo de dominación económica (desde los años veinte) y política (desde los años cuarenta) de Estados Unidos de América. Lo que ha ocurrido es que en los últimos veinticinco años, la debilidad estructural del capitalismo norteamericano no ha sido objeto de un desafío mayor, ni capitalista ni en ruptura con este sistema. Por ello ha podido prolongar una lenta agonía, mantenida sobre la base de una hegemonía militar no contestada, y de unos desequilibrios comerciales no conocidos nunca en la historia.
Por eso la salida a la crisis no es cuestión de un tipo de gestión macroeconómica más o menos acertada, sino un problema político y social de primera magnitud. Lo que está en juego es precisamente la posibilidad de establecer un nuevo orden jerárquico (el capitalismo no puede ser de otra manera) que inicie un nuevo ciclo de dominación mundial, o bien, en caso contrario, una aceleración del fin del ciclo norteamericano en forma de una desestructuración sociopolítica de largo alcance.
En este caso, está por ver si existen las fuerzas necesarias para impulsar la realidad hacia un orden social postcapitalista, o por el contrario, el destino a medio plazo será vivir un retroceso histórico similar al acontecido en la edad media en Europa tras el desmoronamiento del imperio romano.
La posibilidad de una reconstrucción del capitalismo –es decir, de una nueva hegemonía y jerarquía internacional- se enfrenta a obstáculos geopolíticos de envergadura. Por un lado, una parte de los países que alimentan la actual situación agónica basan su excedente en la explotación de recursos naturales extinguibles. Es el caso de Rusia, Arabia Saudí y otros países que descansan en la extracción y venta de petróleo y gas. Estos países carecen de autonomía respecto al centro para constituirse en referente de un polo capitalista alternativo.
Europa, Japón y China son las otras potencias que pueden eventualmente sustituir a EEUU desde un punto de vista técnico –tienen las capacidades productivas y sociales adecuadas, pero carecen de la fuerza militar apropiada y de cohesión política interna (Europa) o externa (China y Japón).En esta tesitura, la posibilidad de la quiebra del orden internacional es más factible.
España, talón débil del sistema
Desde España, la acumulación de fuerzas es más bien raquítica, tanto para contrarrestar la ofensiva de quienes quieren remontar la coyuntura sobre las espaldas de los trabajadores como para responder a la oportunidad que se puede abrir ante la ausencia de un recambio claro a la hegemonía de EEUU.
Por el contrario, en otros países, en particular en muchos que sufrieron en los años ochenta y noventa la sobreexplotación de sus recursos naturales y de trabajo a fin de apuntalar el sistema de dominio norteamericano, se está apostando por construir un orden social más eficiente que el capitalismo en términos de bienestar social y participación. En la medida que esas experiencias se vayan consolidando, ellas expresarán la verdadera crisis del capitalismo, y al mismo tiempo, reducirán el espacio para la reconstrucción de un capitalismo reformado mundial.
* Profesor de Economía de la EHU/UPV