Después de soportar casi dos meses a Pepe Blanco transformado en apóstol jacobino de la igualdad y azote de los poderosos, y tras las tétricas admoniciones de los portavoces de la derecha que auguraban hecatombes universales si se subían los impuestos, vino el momento de anunciar lo que de verdad se iba a hacer. Y resultó ser poco más o menos lo de siempre. Los ricos respiraron aliviados y los pobres volvieron a tomar aire para soportar la que se les viene encima. Como siempre.
Para empezar, no hay ninguna reforma fiscal digna de tal nombre. Solamente se retocan algunos tipos impositivos con la finalidad de aumentar los ingresos públicos y enjugar una parte del déficit que han generado el plan de inversiones municipales del gobierno, la financiación de los grupos inmobiliarios y las colosales inyecciones de dinero público a la banca, entre otras alegrías. No se varía la estructura de ningún impuesto, ni la correlación entre las fiscalidades de rentas del trabajo y rentas del capital, ni nada. El pacto de financiación autonómica, por ejemplo, puede llegar a tener un efecto estructural mayor sobre el sistema fiscal, un efecto bastante regresivo, por cierto. Los ricos no tienen de qué preocuparse, desde luego, y, aunque sea impopular decirlo, por esta parte, por la parte de los impuestos, las clases medias, hoy en boca de todos, tampoco mucho. Los que sí deberían, no ya preocuparse, sino indignarse, son los millones de parados, los que subsisten con salarios inferiores a mil euros y los miles y miles de trabajadores y trabajadoras para los que la existencia cada día resulta más azarosa. Extraños días éstos en los que tantos dirigentes de izquierdas invocan nueve veces de cada diez a las clases medias en lugar de a la clase trabajadora.
Tábula rasa
Lo mejor que se puede decir de las medidas propuestas es que harán recaer el coste de la mayor recaudación sobre la totalidad de la población por igual, con independencia de su nivel de renta, lo que de por sí es profundamente injusto.
El más cuantioso volumen de ingresos provendrá de la subida del IVA. Se aumenta el tipo general del 16 al 18% y el reducido del 7 al 8%, dejando igual el súper reducido del 4%, que se aplica a bienes y servicios de primera necesidad. En contra de lo que se ha alegado, el tipo general de IVA no se limita a gravar bienes de lujo; recae sobre multitud de mercancías que compramos todos cotidianamente para nuestra subsistencia, y el tipo del 7% se aplica por ejemplo a la carne y al pescado, así como al transporte público. Es decir, que entre todas y todos vamos a pagar las subvenciones multimillonarias a los causantes de la crisis, para no perder las buenas costumbres. A lo que habría que añadir el efecto cruzado previsible del fraude fiscal sobre esta subida.
En el IVA la magnitud del fraude es pavorosa, por vías como la existencia de miles de pequeñas empresas instrumentales creadas para emitir a las grandes sociedades mercantiles facturas falsas, cuyo control se elude al tributar las empresas emisoras en régimen simplificado o de módulos.
En el sector de la construcción no es infrecuente el chantaje a trabajadores precarios sin contrato laboral a los que se hace firmar facturas como si fueran profesionales por cuenta propia. Dada la escasez de medios para la persecución del fraude recientemente denunciada por los inspectores de Hacienda, una parte nada desdeñable de la elevación del IVA puede acabar siendo “recaudada” por las grandes empresas.
La supresión de la deducción de los 400 euros en el IRPF –una decisión cuyo alcance aún se discute cuando se escriben estas líneas- es regresiva tal como se plantea, es decir, si la deducción se suprime sin hacer nada más. Ahora bien, no comparto la pretensión de los grupos de izquierdas del Parlamento de mantener la deducción para las rentas más bajas. La alternativa debe ser reformar la totalidad de la tarifa del impuesto para hacerlo más progresivo sin merma de la recaudación. Y si tal cosa se hace, la deducción ha de ser efectivamente suprimida por completo. No se trata de dar limosna al pobre, no se trata de entregar dinero a los más desfavorecidos para que se busquen la vida en el mercado privado. La redistribución de la riqueza en un Estado social no consiste en un burdo reparto, sino en cobrar los porcentajes más altos de impuestos a los más ricos para destinar los ingresos a una tupida y amplia red de servicios sociales públicos, universales, gratuitos y de calidad que satisfagan las necesidades básicas de toda la población.
Causa sonrojo tener que recordarlo. Aparte de que los más pobres de todos, aquellos cuyos ingresos ni siquiera dan para tener unas retenciones suficientes de IRPF (aunque, eso sí, van a cargar como todos con la subida de IVA), siempre quedaron al margen de la deducción electoral de los 400 euros.
Dejo para otra ocasión la bajada de cinco puntos en el Impuesto de Sociedades a pequeñas y medianas empresas, porque requeriría mayor espacio desmontar el mito según el cual son los impuestos los que hunden a los pequeños empresarios del país, un mito que ha contagiado a buena parte de la izquierda.
Medidas de carácter progresivo
La única medida que apunta en un sentido progresivo es la de la subida de tipos a las rentas del capital en el IRPF, las llamadas “rentas derivadas del ahorro”, que pasan del 18 al 19% para rendimientos de hasta 6.000 euros y al 21% en rendimientos superiores. Se ha criticado –y de nuevo también con el asombroso consenso de ciertos sectores de izquierdas- que se castigue con esto a los pequeños ahorradores. La verdad es que se trataría en cualquier caso de un castigo bien chiquito. En el diario Público expuso Amparo Estrada unos cálculos elementales (Público, 28/9/2009). Para obtener unos rendimientos de unos 7.000 euros en dividendos hace falta tener invertidos al menos 170.000 euros en acciones, y, si se tratase de intereses de un depósito bancario a plazo, habría que disponer en la cuenta de unos 212.000 euros. En ambos casos, la subida impositiva sería de 90 euros al año, que no dan como para arruinarse. El problema pues consiste en que se trata de una subida ridícula, cuando lo que hay que reclamar ya es que no se perpetúe la injusticia clamorosa de que las rentas de capital tributen por un tipo muy inferior a las rentas del trabajo, que pueden llegar al 43%.
En este terreno de la ventajosa fiscalidad del capital se ha denunciado con razón el escándalo de las SICAV, siglas de las Sociedades de Inversión de Capital Variable, inventadas en su día por Felipe González y Miguel Boyer con objeto de evitar la evasión de capitales hacia paraísos fiscales, por el gracioso camino de colocarles a los multimillonarios el paraíso en casa.
Aparte de la ventaja de lo poco que pagan de impuestos (el 1% en lugar del 30% general del Impuesto de Sociedades, no tributan por Transmisiones Patrimoniales en la constitución, ni por aumento de capital, fusión o absorción), cuentan las SICAV con la de ser libres como pájaros. En 2005 la Agencia Tributaria detectó que la abrumadora mayoría de ellas eran fraudulentas, y entonces el gobierno del PSOE pactó con el PP y CIU pasar su control a la Comisión Nacional del Mercado de Valores, que, por supuesto, no controla nada, que era de lo que se trataba.
Se justifica el monumental robo de las SICAV por la gran movilidad de los capitales en nuestro sistema económico. Se argumenta que un aumento de impuestos ahuyentaría los capitales con la consiguiente caída de inversiones. Claro que al mismo tiempo se suprimen las herramientas de intervención pública en la economía y se renuncia a cualquier coordinación fiscal internacional seria, siquiera sea en el espacio europeo. Pero es que, además, si concluimos en su día que un principio esencial de la democracia es la progresividad del sistema fiscal (artículo 31.1 de la Constitución) y el modelo económico impide que tal principio se cumpla, habrá que cambiar el modelo económico porque resulta incompatible con la democracia, ¿o no?
* Ricardo Rodríguez es Escritor