El desplome de la República
A comienzos de 1939 el deseo de alcanzar una «paz honrosa» era compartido por las distintas corrientes del Frente Popular, pero las diferencias para lograrlo eran notorias.
Negrín concretó las condiciones del Gobierno en los «tres puntos de Figueras»: independencia de España, plebiscito sobre el futuro régimen, y cese de toda represalia. Mientras tanto, si se mantenía la resistencia y se controlaba el territorio de Levante cabría proceder a una evacuación ordenada a través de los puertos. La dirección comunista se adhirió a esta estrategia y puso a disposición de Negrín todos sus activos materiales y humanos. A cambio exigió una acción implacable contra los capituladores.

Por otro lado, un creciente sector del arco republicano, al que se sumaron mandos del Ejército Popular que confiaban en una negociación directa entre militares, apostó por una mediación exterior de carácter diplomático y humanitario, prescindiendo tanto de Negrín como de los comunistas que lo apoyaban. Su principal baza era el cansancio de la población ante la continuación de una guerra irremediablemente perdida. Menudeaban el sabotaje, el derrotismo y los preparativos de huida. La desolación alcanzaba a las propias bases comunistas: las células, a excepción de unos pocos militantes firmes, dejaban de reunirse. Los cuadros estaban desmoralizados y nerviosos.

Auge y caída del PCE
El PCE pagó la factura de una expansión espectacular – de 22.500 militantes en febrero de 1936 a 350.000 en diciembre de 1937- no acompañada por la articulación de una organización eficiente: Un 30% de los afiliados nunca militó activamente. Demasiadas veces la única estructura operativa era el correspondiente comité provincial, carente de organizaciones de base. La escasa formación lastraba la comprensión de la línea política más allá de la mera repetición de consignas. Obsesionados por el trabajo político superestructural, los comunistas habían descuidado la labor en los sindicatos y entre las clases medias y los campesinos, y habían albergado en sus filas a oportunistas y emboscados.

La apuesta por la firmeza resistente tuvo un tremendo coste: A finales de 1937, el 60% de los militantes del PCE estaba en filas. La mitad de los 22.500 veteranos de febrero de 1936 había muerto. Se había perdido todo contacto con otros 50.000 tras la caída del Norte. Más del 25% de los 72.909 adherentes madrileños trasladados a Cataluña en 1938 desapareció entre la campaña del Ebro y la retirada a Francia. El general Rojo vaticinó a Vicente Uribe que de las 50 ó 60.000 bajas que costaría el mantenimiento de la resistencia, casi todas ellas corresponderían a comunistas dado que las demás organizaciones no sostendrían la lucha con igual ímpetu.

El crecimiento del PCE fue consecuencia de un sentimiento popular generalizado de que el partido representaba, por su organización, su disciplina y sus apoyos exteriores, la mayor esperanza en la consecución de la victoria. Cuando se hizo evidente que la derrota estaba próxima, sus filas clarearon y su estructura se hundió dejando entre las ruinas apenas un puñado de militantes poco preparados para la clandestinidad.

Lecturas de la guerra
El PCE releyó posteriormente los acontecimientos en contextos cambiantes con el fin de extraer enseñanzas para el presente. Lo hizo tras la derrota, con los primeros compases de la guerra mundial y durante su apogeo, adecuando el análisis a la coyuntura imperante. Mediante un proceso de decantación y ensayo/error se perfiló la interpretación canónica recogida en los años 70 en «Guerra y Revolución en España», obra colectiva debida a Dolores Ibárruri, Manuel Azcárate y Antonio Cordón, entre otros. Según esta interpretación, la guerra de España fue una guerra revolucionaria, fruto de una reacción popular contra los terratenientes, el capitalismo monopolista y el ejército de casta. Fue una guerra nacional de independencia frente a la invasión del Eje, y la causa que movilizó la solidaridad internacional antifascista. El PCE había luchado en pos de una República de nuevo tipo, no socialista pero sí consecuentemente antioligárquica y antimomopolista.

Junto con la publicación de las memorias de Pasionaria o las intervenciones de Santiago Carrillo a lo largo de la siguiente década, esta lectura delineó las credenciales que el PCE exhibió ante la sociedad española en los años del tardofranquismo y la transición: las que le acreditaban como el legatario de la épica lucha antifascista y como el alma fundamental de la resistencia contra la dictadura.

* Coautor junto con Ángel Viñas del libro El desplome de la República. Editorial Crítica (2009).