Desde hace dos años cada mes y medio más o menos se representa una ópera bufa denominada «salvemos al euro». El guión viene a ser el siguiente: alguien con base en EEUU y vinculado al FMI, a la administración norteamericana o a la OCDE hace unas declaraciones diciendo que el euro está hecho unos zorros. Se dispara la prima de riesgo de uno o más países o caen las bolsas o ambas cosas a la vez. A continuación salen Barroso, Almunia y Van Rompuy diciendo que la UE es sólida, que el euro es una roca y que las instituciones europeas funcionan como un reloj. El siguiente acto es una diarrea de declaraciones de expertos y tertulianos sobre la necesidad de dar un paso valiente hacia la integración europea, la gobernanza, el federalismo y otras milongas. Cuando el número de estupideces alcanza una masa crítica, los padres y las madres de la patria convocan una cumbre. Hasta aquí el planteamiento del drama.

A continuación viene el nudo: la Comisión Europea pide responsabilidad y espíritu de Estado. Rajoy y Salgado hablan del crédito a las familias y las empresas. Merkel dice «nein», siempre, sea lo que sea. Sarkozy adopta su expresión más zorruna: «no os preocupéis, yo sé cómo hay que tratar a esta mujer». Las bolsas oscilan como en una montaña rusa. Las agencias de calificación rebajan a dos o tres países y a media docena de bancos. Montoro explica que con él no habría pasado y Mayor Oreja que con Franco vivíamos mejor. El mundo se acuesta temblando. Por último llega el desenlace, que siempre reviste la misma forma: un poco más de austeridad y un par de principios inamovibles del Tratado de Lisboa que se van por la alcantarilla. Las bolsas respiran y en la foto de familia brillan caras de satisfacción por haber salvado definitivamente al euro. Hasta dentro de cinco o seis semanas en que se repone la obra: el euro vuelve a estar en peligro y los cerebros privilegiados que nos gobiernan vuelven a salvarlo definitivamente con otra dosis de recortes y tirando a la basura un par de artículos nuevos del Tratado de la Unión.

Hay representaciones más veteranas que es de esperar que echen el telón definitivamente. Como las cumbres «iberoamericanas» nacidas en 1991 y montadas especialmente para hacer un poco de marketing por cuenta de Botín, Brufau y Florentino. Desde la metedura de pata del «¿por qué no te callas?» cada vez les cuesta más trabajo encontrar actores para los papeles secundarios. Con el ánimo de renovar el espectáculo se han inventado personajes nuevos, como Pamela Cox del Banco Mundial y Ángel Gurría de la OCDE. Pero no cuela. Le ha faltado tiempo al presidente Correa del Ecuador para denunciar el desprecio que supone poner a burócratas de tan funestas instituciones a dar lecciones a dirigentes que han sacado la plaza en unas elecciones. Algo que, por razones obvias, a Juan Carlos de Borbón se le escapa. Y es que a él, con quien le pega jugar al teatro es con sus colegas saudíes. Si algún actor se desmanda se le corta el pescuezo y a otra cosa.