Este es un resumen del escenario: cientos de miles de personas huyendo tras la caída de una de las ciudades más importantes de su Estado en manos de unos extremistas que no dudan en tratar en los territorios que ocupan a hombres, mujeres y niños, como botín de guerra y en imponerles lo que creen que les dictan sus crueles y tergiversadas creencias, incluida la tortura, la violación y la muerte.
Llegar a atravesar en la huida, (sabiendo que si no huyes probablemente nadie encontrará de ti ni tu cuerpo inerte en décadas) fronteras que se quedan alfombradas con los cadáveres de quienes no llegan a superar el camino. Y llegar, y creer llegar y no haber llegado. Y salvarse, y creer que te has salvado y no estar a salvo. Y de nuevo, ser humillado, carecer de derechos, ser sospechoso de mil delitos cuando simplemente tratas de huir del horror para salvar tu vida. Escuchar que esto es una avalancha, que es un problema que no se tienen medios para afrontar, que hay que mirar por lo de aquí… Cuando precisamente los de “ahí” o bien han mirado para otro lado ante la barbarie que ha hecho huir a tantos seres humanos, o bien directamente han ignorado lo que ocurría por intereses geoestratégicos, políticos o descarnadamente económicos…
Si leyendo los anteriores párrafos se le vienen a la cabeza imágenes a color como las que desafortunadamente vemos cada día en las pantallas de nuestros televisores, y en ellas estas personas provienen de Siria, Libia o eso que llamamos países subsaharianos… cierren los ojos y borren la imagen. Empecemos de nuevo. Ahora mejor, pasemos al blanco y negro.
A finales de enero de 1939 caía en manos franquistas la ciudad de Barcelona generando una huida de hombres, mujeres y niños que salieron hacía la frontera con Francia con la única intención de salvarse de la purga y la barbarie que –a esas alturas de la guerra ya era de sobra conocido- asolaba cada una de las ciudades que habían ido cayendo en manos de los fascistas. A este movimiento de población en busca de refugio, tan masivo como involuntario, se le conoce como la retirada.
Miles y miles de personas llegaron a las fronteras francesas por cada carretera, camino, o atravesando directamente bosques, colinas y montañas de forma caótica y desordenada, en todo tipo de vehículos, a pie… y ahí sí, se creó una verdadera marea humana a la que poco le importaba –pocas cosas importan cuando te persiguen el horror y la muerte- que su volumen desbordase sobremanera las previsiones del gobierno de Daladier, que primero dio orden de cerrar las fronteras y finalmente las tuvo que reabrir ante la fuerte presión de una opinión pública internacional que aún no estaba inmunizada (como hoy) ante imágenes como aquellas.
Frente a las aproximadamente seis mil plazas en barracones que el gobierno francés tenía previstas, en pocos días más de medio millón de almas procedentes de territorio republicano entraron en Francia. Las familias eran separadas, y las condiciones en que fueron internados en “campos” a veces incluso al aire libre, o en prisiones (¿les suena cercano?) cercados con alambre de espino como sospechosos de vaya a saber usted qué crimen, hizo que más de 15.000 refugiados murieran en las primeras semanas. Finalmente fueron diseminados en aproximadamente una veintena de campos mayoritariamente por todo el sudeste de Francia.
No cabían todos. Pero éramos nosotros, esos a los que ahora no les caben otros.
Según la Organización Internacional de Migraciones las llegadas “irregulares” a Europa (no a España, a TODA Europa y eso incluye las entradas por todas sus fronteras) en lo que llevamos de 2018 han sido de 106.902 personas (88.048 por mar y 18.853 por tierra). Y a esto se lo está llamando avalancha e incluso invasión.