Aprovecho la posibilidad que me brinda amablemente la revista «Realidad» para exponer, partiendo de la crítica de la última obra de Jesús Izcaray, algunas breves reflexiones que, a mi juicio, se imponían con relativa urgencia.
Recordemos cómo se abre la novela, no sin hacer observar que para muchos lectores esta entrada en acción pudiera parecer inquietante: un grupo de estudiantes comunistas españoles se reúne en una minúscula habitación de un viejo edificio parisiense. Son muchachos de esa generación que no ha conocido la guerra, cuya toma de actitud política se ha realizado por el camino de múltiples experiencias del más diverso género y no sin numerosas contradicciones, desgarraduras y problemas.
Digo que este punto de partida pudiera hacer creer que se han abierto las páginas de una novela de «propaganda» -en la acepción peyorativa del término-, una novela de «buenos» y de «malos», de personajes estereotipados. Nada de eso, lector. (…) Cuando hace ya muchos días que el libro se cerró, al volver la última página, hay personajes que siguen viviendo en nuestra conciencia, que nos parecen hombres y mujeres de carne y hueso con vida auténtica escapando de la letra de molde. Y eso no ocurre demasiadas veces, tras la lectura de una novela. Ahí está Higinio, el viejo militante, con el que se revive el Madrid de antes de la guerra y sus largos días de prisión en los años cuarenta; o el joven Esteban Valdés, con quien entramos de lleno en la áspera realidad de una vieja ciudad provinciana «en un lugar de Castilla»… ¡Y todos!
Valdés, Vicente, Mariluz, Gonzalo no son «héroes positivos» sin tacha, y mucho menos muñecos sin entrañas. Son, pura y simplemente, muchachos y muchachas, originarios de las clases medias, que buscan ávidamente su camino en la vida, a veces con lucidez, a veces un poco ciegas, y cuyas posturas políticas son también muy diversas, muy matizadas, con sus realizaciones, pero también con sus fracasos. La vida de estos chicos no consiste en recitar de memoria las «Obras completas» de Lenin (que los detractores lean, por lo menos, el libro antes de criticarlo); se trata de algo mucho más complejo, más humano: el trabajo, el amor, la nostalgia de esa patria que encuentran de nuevo en las vacaciones estivales, las dificultades cotidianas…
Higinio (el protagonista) merece una mención particular. Sin duda éste es el solo personaje de la novela que pertenece a un «tipo» genérico que debe de haber existido en muchos países y en una determinada época. Lleno de bondades y abnegación, afectuoso y arbitrario al mismo tiempo, enteramente fracasado en su vida personal, en sus amores. Es el hombre que se ha entregado a la lucha por la felicidad de todos, creyendo ingenuamente que eso puede darle -eso solamente- la felicidad individual. Pero el marxismo no tiene nada que decir si la mujer amada no te corresponde (pongamos por ejemplo), y el querer subsumirse en lo colectivo aniquilando la personalidad individual -aun sin confesárselo, claro está- tiene mucho más de mística panteísta que de marxismo. Y sin embargo, el hombre está ahí, sufriente. Queriendo darlo todo, hasta que le llega el morir, sin comprender que para darse hay que empezar por ser uno mismo.
Y sin embargo, cuando se tiene el atrevimiento insólito de decir que la obra de Izcaray cuenta en la literatura española, ya pueden ustedes esperar una andanada de protestas si sus interlocutores se expresan en confianza, un gesto displicente de hombre superior, si no la tienen. Me refiero, naturalmente, a medios literarios, de críticos, etc. Resulta que al hacer esa afirmación usted ha dicho algo que no es de buen tono, que atenta al «buen gusto». ¿A qué obedece esto?
El asunto sería largo de contestar y me contento tan sólo con un esbozo. En primer lugar, esos interlocutores, independientemente de lo que hagan y de lo que crean ser, tienen una carga «ideológica» de clase de la que no han podido desprenderse. Ella es la que produce el reflejo: «¿Cómo, un dirigente político?» Con lo fácil que es extender certificado de buen novelista y hasta progresista al que se deleita relatando borracheras y estupros de las clases dominantes, ensayando a la vez técnicas literarias que son nuevas y valiosas, pero que no tienen por qué colgarse la etiqueta de «revolucionarias». Pero Izcaray, como cada escritor, escribe bien de lo que conoce, de lo que vive; y se trata de medios que producen un reflejo de inquietud en gentes de buena voluntad, pero no liberadas de un fuerte lastre «ideológico».
En segundo lugar, hay un problema de orden literario -que, naturalmente, tiene ciertas conexiones con el anterior-; ciertos «críticos» conocen y viven lo que creen ser la literatura moderna, en completa ignorancia de la obra de un Galdós, de un Clarín, sin haber caminado nunca por la carretera real de la tradición novelística española, Con frecuencia, son los mismos que -y aquí entran ante todo motivaciones literarias- hacen análogo gesto de incomprensión ante la obra de Max Aub; y si admiten a un Sender o a un Barea -a quienes conocen insuficientemente- no por sus excelentes cualidades de narradores, sino por las gotitas «anti» que destilan algunos fragmentos de su obra.
Con referencia al primer problema, permítasenos recordar algunos otros casos en la historia literaria; ¡Cuántas diatribas contra el «mal gusto» de Espronceda, que no eran sino reflejo, con frecuencia subconsciente, del disgusto ante el combativo republicano del cuarto decenio del siglo XIX! En otro plano de lo político y de la inserción en las clases sociales, también es aleccionadora la actitud con respecto a Azaña. «¡Azaña, nada!» Cero al autor de «El jardín de los frailes», al estudioso de don Juan Valera, al ensayista, porque se reaccionaba en función de su personalidad política. Los tiempos van cambiando y las clases en retirada «toleran» ya a Azaña, pero no toleran el Valle Inclán de los esperpentos y del «Ruedo Ibérico». En la segunda mitad del siglo XX, la obra del escritor Manuel Azaña, tan netamente pequeño-burgués, pierde «peligrosidad» para esas clases. Pero, echemos una mirada al pasado; y recordemos la desnaturalización, por ejemplo, del estreno de «La Corona».
¿Qué pasó en Francia con un poeta como Pottier, el «communard», que además de ser autor de «La Internacional» tiene una obra tan combativa como finamente lírica? Que se le aplastó, se le negó hipócritamente. Y ahora, se reconoce y ensalza la obra de Pottier.
Más cerca de nosotros. ¡Cuántos reflejos «ideológicos» de clase han impedido el conocimiento de una obra de la talla que tiene la de Henri Barbusse! En cambio, cuando la función de clase del escritor es de signo contrario, se nos ha querido siempre hacer comulgar con ruedas de molino. (Y nosotros aceptamos, no por tragarnos las ruedas, sino por estimación de los valores literarios se encuentren donde se encuentren y cualquiera que sea su autor).
Creo que el debate sobre «Las ruinas de la muralla» desborda lo anecdótico y circunstancial, para entrar de lleno en el tema de la literatura realista española en la cual se inserta esta obra -y dejemos de lado las balbucientes acusaciones de «naturalismo»; son análogas de las que confundían Galdós y Clarín con Blasco Ibáñez, la Pardo Bazán o Palacio Valdés-. Izcaray pertenece, como Max Aub, como el malogrado Arturo Barea (malogrado a medias, pues nos dejó su estupenda trilogía), como Sender, aunque nuestro autor sea algo más joven que los citados, a un grupo generacional que tuvo que abandonar España al terminar la guerra.
Sin la comprensión de ese grupo se perdería un eslabón esencial, una especie de bisagra, entre nuestra tradición novelística del fecundo período 1875-1935 y la novela de las jóvenes generaciones.
De hecho, la novela española, desde hace un siglo, a la vez que transformaba sus técnicas de expresión, no se ha apartado del realismo: ni Baroja, ni Pérez de Ayala, ni el desgarrado Valle Inclán siquiera, cayeron nunca en la tentación de sustituir la novela por «la indagación literaria» de las palabras o por el solipsismo. (…) Ya en nuestro tiempo, Camilo José Cela (con el cual no siempre estamos de acuerdo), Goytisolo, Ana María Matute, Alfonso Grosso, Corrales Egea, Caballero Bonald, Salinas, el llorado Martín Santos, tantos más que es imposible citar, se insertan también, pese a sus diversas tendencias literarias y al empleo y tanteo de diversas técnicas de expresión, en esa vasta proyección del realismo. Izcaray tiene de común con su grupo generacional el cuidado del lenguaje, a la vez popular y clásico, porque vale la pena de recordar aquello de que en España la lengua ha sido siempre hecha por el pueblo.
Tengo para mí que Izcaray ha dado la prueba de que sí se puede hacer literatura con «los buenos sentimientos», pero no solamente con ellos; de que la novela es posible cuando el escritor consigue dar a los protagonistas una vida independiente de la suya propia (por favor, nada de «portavoces» del autor, cuando el autor quiere hablar que se meta de rondón en la acción, como hace a veces Aragón), y a crear la atmósfera, el ambiente que conviene a la acción. Todo eso está en «Las ruinas de la muralla». Limitaciones hay, sin duda, que parecen venir del tema escogido, pero no se me ocurre que vayamos a imponer los temas a los autores. lzcaray hace vivir, en el plano de la creación literaria, a comunistas que no son bichos raros o seres aparte, sino sencillamente hombres y mujeres con su vida propia, personalísima intransferible; hombres y mujeres que escogieron un camino; un camino lleno de zig-zags, de baches y de abrojos, donde se arriesgan las caídas, donde nadie está exento de conflictos internos, ni tampoco, a veces, de vacilaciones… Basta con darse cuenta de la fuerza viva que tienen sus «criaturas», para comprender que lzcaray es igualmente capaz de crear otros personajes, con tanta riqueza como ésos. Probablemente, en el libro que nos ocupa, ha dominado en él la tendencia a contrarrestar el vacío casi total de personajes de esa familia ideológica en las novelas que se escriben en España. Entendámonos; abrigo personalmente la idea de que un escritor como lzcaray está lejos de compartir la superada idea de que sólo protagonistas que aparezcan como miembros de su Partido reúnen valores a expresar en la obra literaria. Lo que ocurre es que reacciona contra una ausencia que le parece, y no sin razón, una manera más de deformar la realidad (igual que reacciona frente a cierta literatura «negra», de tintes monocordes sombríos, que no es sino una manera desesperada de reacción pequeño-burguesa, aparte de los indudables valores literarios que pueda contener).
A fin de cuentas, cualquiera sabe si se puede hablar de realismo socialista, o de realismo histórico, o de realismo dialéctico, etc, en literatura. Puede que sea, a nuestro nivel presente, un atrevimiento o un riesgo excesivo. Tengo la impresión -que no puedo razonar aquí y ahora por razones evidentes de tiempo y espacio- de que un nuevo humanismo -dialéctico, realista, basado en las fuerzas ascendentes de la historia y en su capacidad de liberar enteramente los valores potenciales del hombre, científico sin alzar una muralla entre ciencia y ética- es el tema de nuestro tiempo, la gran batalla de las ideas a librar de frente y también contra los « quintacolumnismos » ideológicos del antihumanismo mal disfrazado de purismo « izquierdista». ¡Pero esa es harina de otro costal ! me dirán ustedes. Sí y no; la literatura no está al margen de esa gran batalla. Y cuando la cuestión se plantee un día, tarde o temprano, en el ámbito de nuestra España, habrá que contar con «Las ruinas de la muralla».