Dice Pepe Mújica, el Pepe, que hay que tener fe y esperanza. Fe en los ideales y esperanza para llevarlos a cabo, para caminar hacia éstos. También que la Revolución no consiste sólo en conseguir logros sociales y hechos tangibles, sino sobre todo en cambiar la cultura, en subvertirla. Y de repente uno no puede más que alegrarse al escuchar a alguien tan respetado, hablar de la cultura sin caer en el malévolo discurso que la confunde con la educación. La educación es plantar una semilla y hacer que ésta germine. La Cultura es el cultivo de esa semilla, el proceso que la hará convertirse en un árbol frondoso del que podamos alimentarnos con sus frutos.

Basta con echar un ojo a la vida de La Pasionaria o Buenaventura Durruti para encontrar una semejanza clave en la forja de su vida. Ambos eran de familias humildes, pero tanto una como el otro, adquirieron una vasta cultura gracias a los Ateneos, a las Bibliotecas populares, a los centros de reunión o a los locales de debate. Y fue ese atesoramiento del saber lo que les condujo a la esperanza de un mundo mejor.

Mi padre, también de una familia humilde, siempre me contaba que su vocación por la cultura le venía de ver a su hermano con un montón de libros que conseguía gracias a las misiones pedagógicas dela República y, sin duda alguna, logró romper su destino por la influencia que esa vocación, que siempre conservó, tuvo en su vida.

En los últimos años de la Dictadura que me tocó vivir, sorprendía que, aparte las acciones que acometíamos o proyectábamos, más o menos contundentes, el empeño mayor de todos los compañeros, incluso los más pragmáticos, era en elaborar una biblioteca popular con toda clase de libros, no sólo de teoría política, sino novela, poesía, relato… Y, a pesar del riesgo que conllevaba, la música o el Cine también estaban presentes como formidables vehículos trasmisores de ideas.

Llegó la Transición y mientras arrancaba su largo transitar, casi eterno, con ésta surgieron editoriales, revistas, librerías, cinematógrafos, teatros, ateneos y centros culturales. En Madrid, por ejemplo, La Escuela de Mandos de la Falange, fue ocupada y se transformó en el Ateneo de La Prospe, origen de la luego llamada Movida. Y en otros lugares ocurrió lo mismo. ¡Por fin íbamos a poder crecer como seres humanos y construir un mundo más justo, libremente, sin censuras!

Y con el mismo entusiasmo, nos fuimos dejando adormecer por el dios mercado. Nos quedamos con peluqueros y modistos, los chistes de Almodóvar, el ritmo del pop, el látigo de Indiana Jones, Avatar y los serial killers de la industria yankee. Desaparecieron las revistas en aras del precio del papel couché y los centros culturales autogestionados, antes llenos de gente, se vaciaron mejorando su decoración con conserje en la puerta y horario restringido.

¿Y la cultura, qué? Hablamos de economía, de racismo y aporofobia, del auge de las ideas y prácticas fascistas, del trabajo precario, de la falta de movilización y ¿no somos capaces de relacionar la falta de una con el crecimiento de lo otro?

Mi tío, el mismo a quien mi padre veía con un montón de libros, decía que el día en que la Virgen se le apareciera a un grupo de físicos en vez de a unos pastorcillos, entonces él creería. ¿Hay quién no esté de acuerdo? Entonces ¿cómo puede no estar la cultura presente en todos y cada uno de los discursos, mítines o programas electorales? ¿Queremos un mundo nuevo o sólo las migajas que le arrebatemos al antiguo?