Me cuesta imaginar a Luis Almagro, reelegido estos días como presidente de la OEA, con su mochila al hombro montado en el autobús público bajando por la Avenida 18 de julio de Montevideo. Pero la gente lo recuerda así, un tanto bohemio, un hombre fiel del Frente Amplio. Fue creciendo en política al abrigo del Movimiento de Participación Popular, el partido de raíz marxista y autogestionaria fundado por ex guerrilleros tupamaros liderados por Lucía Topolansky y Pepe Mujica. Uno de los pilares fuertes del Frente Amplio uruguayo. Tabaré Vázquez lo nombró embajador en China (2005) y cuando Pepe Mujica llegó a la presidencia en 2010, le nombró Canciller del Uruguay (Ministro de Exteriores). Una responsabilidad que trascendió cualquier expectativa cuando Uruguay saltó a la escena internacional y su papel en la construcción de una América independiente del control norteamericano cobró una enorme relevancia durante el mandato de Mujica. La marea roja con que abrió el siglo XXI fortaleció enormemente la capacidad de acción internacional del bloque de izquierdas y las alianzas fueron proponiendo nuevas instituciones. El fortalecimiento de Mercosur como eje económico del nuevo bloque, la creación de UNASUR, que entró en acción en 2011, el inoperante Banco del Sur gestado desde 2008 (no tiene su primera reunión hasta 2013) y el nacimiento de la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) en 2010, trataban de rivalizar, quizás más desde la retórica que desde la acción, con la otra gran institución americana que vagaba conscientemente inoperante, la OEA (Organización de Estados Americanos). Creada en 1948 y con sede en Washington, ha venido funcionando como un brazo de control y burocratización de cualquier proceso no aceptado por los Estados Unidos. La expulsión de Cuba en enero de 1962 dejó al amparo de Estados Unidos la definición de la intención política válida, ya que Cuba es expulsada porque, como dice la resolución, el sistema marxista-leninista era (es) incompatible con el sistema interamericano. Por tanto, la OEA se puso al servicio del lavado de cara de las acciones de injerencia y neocolonialismo de los Estado Unidos sobre el territorio americano. El terrorismo de Estado y la aniquilación de gobiernos democráticos por parte de los intereses norteamericanos sí eran compatibles con el sistema interamericano definido desde la OEA.

Con los movimientos estratégicos de los gobiernos de izquierdas que en definitiva trataban de crear un andamio institucional que dejara fuera a los Estados Unidos, la OEA se fue debilitando hasta convertirse en un instrumento sin peso en el horizonte de la política internacional, sin legitimidad y sin repercusión. En un escenario mucho más diversificado, por primera vez el bloque de izquierda podía tomar el control de la OEA en sus más de cincuenta años de historia cuando, propuesto e impulsado por Mujica, Luis Almagro es nombrado Secretario General en mayo de 2015 siendo candidato único.

Cambio de bandera

Seis meses después, Mujica escribía una carta a Almagro: “Lamento el rumbo por el que enfilaste y lo sé irreversible, por eso ahora formalmente te digo adiós y me despido». En esos seis meses Almagro dio un golpe maestro desde dentro, al calor de
su oficina en Washington y arropado por su bloque personal de asesores que ya lo eran como Canciller uruguayo. Sin embargo, la partida tuvo un movimiento previo que no fue valorado en su justa medida a la hora de impulsar su candidatura. Siendo Canciller del gobierno uruguayo se opuso fuertemente a la entrada de Venezuela en Mercosur en el contexto de la salida de Paraguay y enarbolando la bandera de la democracia en el espíritu del tratado de Asunción. Venezuela apoyó la candidatura de Almagro a la OEA solo en última instancia y confiando ciegamente en Mujica. Venezuela pagaría esa duda más adelante. También Uruguay.

En su primer mandato al frente de la OEA destacó más por sus silencios que por sus acciones. Calló con el fraude de Honduras, los asesinatos de dirigentes sociales en Colombia, la violación sistemática de los derechos humanos en Chile y Bolivia o la situación en Haití. Y se centró en asestar un golpe dura a Venezuela, siendo parte activa del llamado Grupo de Lima que acompañó sus acciones de expulsión del gobierno venezolano de la OEA, llegando a alentar la intervención militar. Lejos del rol que le corresponde a una institución de naturaleza mediadora, apoyó abiertamente a la oposición.

Con la llegada de Trump, la sintonía entre Washington y la OEA ha revitalizado enormemente a la organización, en un golpe maestro que se ha cerrado con la reelección de Almagro. Venezuela, con el apoyo de López Obrador, trató de impulsar a la que fue ministra de Exteriores de Correa y presidenta de la Asamblea General de la ONU, María Fernanda Espinosa. Estados Unidos se aseguró la victoria de Almagro instando públicamente al embajador peruano en Washington, Hugo de Cela, a que retirara su candidatura para no dañar sus intereses dividiendo el voto.

La progresiva caída de líderes y gobiernos de izquierdas, coincidente con estos cinco años de Almagro al frente de la OEA, no ha hecho sino darle trascendencia y recuperar el peso de la organización a nivel mediático, debilitando las ya maltrechas y un tanto decepcionantes estructuras que el bloque de izquierdas trató de levantar en un ambiente de cierto triunfalismo que no terminó de asentarse en la difícil realidad que trataba de cambiar.

El caso de Almagro no es el único. La historia política de Latinoamérica está repleta de cambios de bandera. Pero quizás debe entenderse como uno de los de más graves consecuencias en un momento especialmente delicado en el que los gobiernos de izquierdas se encontraron a su propio enemigo dentro de la OEA, generando una polarización estratégica en torno a Venezuela y debilitando internamente al Frente Amplio en Uruguay, del que Almagro fue expulsado de forma tardía en diciembre de 2018.

Vienen cinco años más, con viento a favor, ya no cabe esperar sorpresas.

Profesor de la Universidad de Córdoba