Soy de la opinión de que en este país no resulta fácil debatir civilizadamente, salvo con Yayo Herrero, Ángeles Díez y algunas otras personas que parecen irradiar con su discurso un fu-fú contra la agresividad mental o más simplemente verbal (sin mente estructurada reconocible detrás de las palabras). Es más, resulta hasta difícil ponerse de acuerdo en qué es un debate y qué es un acto civilizado. Tampoco nos aclaramos sobre si nuestra «civilización» es tan «civilizada» como la palabra insinúa.

Con la pandemia y el confinamiento con nosotros mismos, añadiendo un plus de tensión autoprovocada al roce con opiniones ajenas, la simple formulación de la necesidad de un debate ya supone meterse en un charco… de profundidad incalculable a priori. Y sin embargo el debate resulta obligado porque necesitamos ponernos de acuerdo sobre lo que la experiencia que estamos viviendo nos enseña. Y fíjense que supongo que estamos aprendiendo de lo que nos sucede. Y aventuro que lo que nos pasa nos enseña, aunque todavía no nos hemos puesto de acuerdo sobre el contenido de la enseñanza. Y desde luego no sabemos en qué fecha se va a producir el examen final de la asignatura.

Se da por cierto que los «rojos» estamos presentes en esta crisis pandémica con nuestras ideas y con nuestra capacidad de sumarnos y de proponernos para estar en la vanguardia de la movilización ciudadana. A la que tenemos que acudir con las ideas claras. Parece evidente que es necesario potenciar el intercambio de ideas, de análisis, conclusiones o proyectos que den respuesta a las variadas perspectivas que nos ofrece la pandemia. La situación parece exigir que hablemos sobre el mundo que queremos reconstruir (¿o quizás construir?), sobre los mecanismos y materiales de la construcción y sobre cómo y quienes nos vamos a incorporar al tajo. Sí, ya sé que algunos lo cuentan con «ardor guerrero»… yo me siento más de Brassens («la música militar nunca me supo levantar»). Pero el problema reside en que la plaza pública está en el ciberespacio y ahí no llegamos todxs. No hay más que asomarse a una videoconferencia o a un balcón para darte cuenta de que ni en la tierra ni en el cielo contamos con unas comunicaciones fiables… aunque no negaré que sugestivamente significativas. Luego queda la conexión privada con nuestra pantalla favorita para la ingesta de la dosis de «soma» que nos posiciona en nuestro «brave new world».

Cierto que, además y para remate, algunos venimos ya enseñados, como perros de Pavlov, con excelentes reflejos inducidos que operan sobre la metodología del intercambio de opiniones que, aunque parece producirse, no es tal sino choque de discursos que se ignoran mutuamente, de tal manera que ni se lee atentamente la tesis ni se responde a ella con la antítesis ni se percibe la menor voluntad de conseguir una síntesis. Lo único que se produce es una confusión ruidosa de opiniones «ambivalentes», concepto que hubiera aplicado descriptivamente nuestro añorado filósofo y hombre de palabra, recientemente fallecido, Marcos Mundstock.

Invito, por tanto, a lxs que quieran darse por aludidxs, a realizar un esfuerzo de comprensión racional de los argumentos del tema a debatir y a evitar la conocida tentación de arremeter contra el autor/a de la ponencia inicial cuando no se entiende o no se nos ocurre cómo contradecir lo que transmite (suponiendo haberlo entendido). Si no espabilamos para superar nuestra apasionada simpleza y el peligro de sublimarla por no saber reciclarla, convertiremos nuestros espacios políticos de debate en balcones donde sólo se alternan emocionalmente los aplausos y las caceroladas.