El 18 de octubre se celebrarán elecciones en Bolivia a la presidencia, vicepresidencia, Asamblea Legislativa Plurinacional (Cámara de Diputados y Senado) y representantes en organismos internacionales. La ley que las convoca establece esa fecha como “definitiva, impostergable e inamovible”, estipulando procesos penales a quienes pretendan cambiarla, en clara alusión a los aplazamientos que han tenido lugar desde que la COVID-19 pareciera haberse conjugado con un gobierno de facto para evitar unas elecciones que pongan fin a uno de los periodos más oscuros de la reciente historia boliviana.
En Bolivia se celebraron elecciones el 20 de octubre de 2019, en un contexto de polarización liderado, fundamentalmente, por las clases medias urbanas en torno a la reelección del presidente Evo Morales, reelección que había sido avalada por el secretario de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, y por el Tribunal Constitucional Plurinacional, pero previamente rechazada en un referéndum celebrado el 21 de febrero de 2016. La interrupción de 24 horas en la difusión de una proyección de los resultados electorales, suministrada desde el Tribunal Supremo Electoral (TSE) a través de un sistema referencial de conteo rápido que en ningún caso reemplaza los datos oficiales finales, seguida de la divulgación de los resultados definitivos, que descartaban una segunda vuelta y mostraban la victoria del MAS-IPSP (Movimiento al Socialismo-Instrumento para la Soberanía de los Pueblos) con un 47,1% del apoyo electoral, seguido por el candidato de Comunidad Ciudadana (CC), Carlos Mesa, con un 36,5%, desencadenaron una ola de movilizaciones urbanas sostenidas sobre un discurso de fraude electoral fraguado desde mucho antes de las elecciones.
El fraude cuestionado
Aunque habían participado en los comicios -aceptando, así, la candidatura de Morales-, las acciones de la oposición se reconcentraron en la deslegitimación de las elecciones, eliminando las posibilidades de encauzar la situación democráticamente, yendo desde el desconocimiento de los resultados y la llamada a una segunda vuelta hasta la quema de tribunales electorales departamentales por parte de grupos organizados, también vinculados con la oposición. Amenazas, secuestros y quema de viviendas provocaban las renuncias de cargos públicos del MAS. Al mismo tiempo que la OEA hacía público un informe preliminar que hablaba de “graves irregularidades” y “manipulación dolosa”, el Secretario de Estado para el Hemisferio Occidental de Estados Unidos, Michael Kozak, exigía a Bolivia “restaurar la credibilidad en el proceso de recuento de votos”. Mientras, la Unión Europea (UE) recomendaba una segunda vuelta, algo que el presidente Morales aceptó y anunció. Pero el objetivo ya no era la anulación de las elecciones sino la dimisión del presidente. La Policía se amotinó y, finalmente, el Ejército “sugería” la renuncia presidencial, que tuvo lugar el 10 de noviembre y se cerraba con una salida hacia el exilio plagada de incidentes rocambolescos.
Hablamos entonces de la interrupción sin seguir los cauces constitucionales de un mandato democrático, en la que la Policía y las Fuerzas Armadas definen un desenlace después de haber negociado con líderes opositores, algo públicamente admitido por Luis Fernando Camacho, dirigente del Comité Cívico de Santa Cruz y actual candidato a presidente. Todo ello precedido, eso sí, de una intensa movilización ciudadana. Ahora bien, la interrupción inconstitucional de un mandato de gobierno se denomina golpe de Estado, y no todas las movilizaciones sociales son necesariamente democráticas. La crítica a una posible práctica fraudulenta no justifica ni legitima un escenario autoritario como mal menor. Los informes de la OEA que sostienen la narrativa del fraude han sido cuestionados por investigadores del Centro de Investigación en Economía y Política (CEPR), el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) o la Universidad de Michigan. Parece evidente que ni a mediación política ni los mecanismos constitucionales para solucionar la crisis eran parte del escenario de octubre. Lo que nos hace pensar que las cuestiones procedimentales y el proceso electoral fueron el medio y el momento, pero hace necesaria una lectura más amplia desde la reacción a procesos de igualación social, a cuestiones de clase, a intereses materiales más amplios o al quiebre de la base social y electoral del llamado proceso de cambio.
La represión golpista
La sucesión del presidente Morales continuó siguiendo un guion ajeno a las formas constitucionales. Tras días de extrema tensión, Jeanine Áñez, segunda vicepresidenta del Senado por un partido con un 4% de apoyo electoral, tomaba posesión como presidenta. Según publicaba un medio local, la decisión de quién debía asumir el cargo se tomó en reuniones a las que asistieron el embajador de Brasil, Jorge Quiroga -expresidente y sucesor de Bánzer-, o el abogado del mencionado Camacho, extremo confirmado en entrevista radial por otro de los presentes, el ex rector de la Universidad Mayor de San Andrés y líder de una plataforma ciudadana, Waldo Albarracín. No se aceptaron las cartas de renuncia de presidente y vicepresidente, como establece la Constitución, y la banda presidencial fue impuesta por los militares en una Asamblea sin quórum. Avalaba el desenlace un comunicado del Tribunal Constitucional, basado en una sentencia de 2001 -en el marco de un texto constitucional no vigente-, y posteriormente fue definido como documento sin validez legal por un magistrado de la Corte.
Tres días después de asumir un mandato transitorio que debía mantenerse menos de 3 meses, el gobierno de facto comenzaba la represión. El 15 de noviembre, en Sacaba (Cochabamba) 11 muertos y 120 heridos civiles resultaban de la intervención de las fuerzas de seguridad en una marcha. Previa aprobación de un decreto que eximía de responsabilidad penal a la Policía y al Ejército en el ejercicio de operativos, cuatro días más tarde, en Senkata (El Alto), 10 muertos y más de 50 heridos civiles mostraban de nuevo la sistemática violación de los derechos humanos, documentada en informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la International Human Rigths Clinic de la Universidad de Harvard y la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Estos informes evidencian detenciones arbitrarias, censura a medios de comunicación y persecución a cargos públicos y simpatizantes del MAS. Calificarlos de “salvajes”, “huestes” y acusarlos de terrorismo y/o sedición completan las tramas de lo que denominan transición, referente narrativo desde el que se condesciende con un Estado de “no derecho”, como lo define Zaffaroni, a cambio de evitar la celebración de elecciones. Así, las decisiones sobre relaciones y representaciones diplomáticas, la revisión de concesiones de recursos naturales, la eliminación de la whipala de la imagen institucional, la negociación de créditos con el Fondo Monetario Internacional, la vinculación con grupos paraestatales que amedrentan a indígenas y campesinos, la candidatura presidencial de Áñez o los intentos de proscripción del MAS parecen más un proyecto de desmantelamiento estatal que acciones para solucionar una crisis.
Recomposición del MAS
La irrupción de la pandemia permitió un paso más de este guion fatal: la conjunción entre la política del gobierno de facto y la falta de condiciones de bioseguridad para celebrar las elecciones. Y comenzaron los retrasos en los comicios, que iban a celebrarse primero un 3 de mayo, luego un 6 de septiembre… fechas que curiosamente coincidían con los denominados picos de la pandemia en el país, cuya fatal gestión está marcada por denuncias de sobreprecios en la compra de respiradores, sucesivas renuncias de ministros de Salud o la clausura del año escolar.
En la primera semana de agosto el país se paralizaba con movilizaciones masivas en demanda del mantenimiento del 6 de septiembre como fecha para elecciones. En plena pandemia y con una presencia central de sujetos políticos históricos como Felipe Quispe y la Central Obrera Boliviana (COB), se establecieron al menos 130 puntos de bloqueo, más que en el mítico ciclo de protestas 2000-2005 que se cerró con la llegada del MAS a la presidencia. Pese a la estigmatización de los sectores movilizados, el espacio permitido a las mayorías sociales del país volvía a ser lo insurreccional, que rebasaba no sólo la posible reacción de las fuerzas de seguridad sino al propio MAS, que se desvinculó de las movilizaciones quizás más centrado en fortalecerse como alternativa electoral estable en tiempos de incertidumbre que en su vocación como Instrumento para la Soberanía de los Pueblos. En todo caso, el candidato a presidente, Luis Arce, y a vicepresidente, David Choquehuanca, encaran una recomposición interna del partido y un cierto desconcierto de las bases, en un momento de replanteamiento del proceso de cambio y de las razones que permitieron que se produjera un golpe de Estado. Pareciese que los significantes de octubre de 2019 siguen presentes, cuando de nuevo la mayoría popular se sitúa en una salida democrática frente al escenario autoritario. Esperemos que en esa ruta el MAS se re-encuentre como el Instrumento de expresión de los descontentos y de unidad de las luchas diversas, ahora sí, en la recuperación de la democracia, donde el proceso electoral sea sólo el principio.
Departamento de Historia, Teorías y Geografía Políticas / Facultad de
Ciencias Políticas y Sociología (UCM)