VIVO COMO HABLO. Combates de este tiempo.
Julio AnguitaEditorial Utopía libros
El día anterior a la presentación del libro Vivo como hablo de Julio Anguita, el borbón se paseó por el Polígono Sur de Sevilla, uno de los barrios más pobres de España. Vestía con guayabera para la ocasión, nada de chaqueta y corbata, emulando aquella falsa campechanía de su padre del que ahora reniega para salvarse. Lo acompañan su esposa, el alcalde de Sevilla, el presidente de la Junta de Andalucía y la ministra portavoz del gobierno central. A sus espaldas, una persona levanta la voz ensalzando la monarquía y una pancarta escrita a mano con el texto Viva Esñapa, como si lo hubiera hecho un disléxico o alguien que acertó con el nombre definitivo de este Estado donde demasiadas cosas siguen del revés. Las fuerzas de seguridad, las mismas que permanecieron impasibles cuando la ultraderecha se manifestó vulnerando las normas del confinamiento con simbología y consignas franquistas, impiden que muchas personas accedan a los alrededores del barrio con banderas republicanas, algunas de ellas ediles del Ayuntamiento de Sevilla y parlamentarios andaluces. Sin embargo, no pueden evitar que la mayoría de los vecinos y vecinas protesten la visita de los reyes gritando ¡menos caridad y más trabajo!
Por la tarde, la comitiva se desplazó a Córdoba a visitar los patios. Por supuesto, no se les pasó por la cabeza ir al del antiguo Colegio Rey Heredia, en la margen izquierda del Guadalquivir, convertido por la ciudadanía tras su ocupación pacífica en un centro abierto al debate crítico y de atención social a las personas más vulnerables. Allí se reunía Julio Anguita con sus camaradas del Frente Cívico y del Colectivo Prometeo. Allí se presentó su libro póstumo. Atestado de gente. En el primer homenaje popular de Córdoba, su ciudad, al que siempre será su alcalde.
Casi con toda seguridad, Julio Anguita no habría asistido a esta clase de recepciones y, de haberlo hecho, se escondería entre la gente como uno más, en silencio, observador, reflexionando por dentro. Y quizá, esta vez, habría sonreído. Porque no hay escena que mejor resuma sus análisis y anhelos políticos contenidos en este libro que la vivida el día anterior a su presentación.
De un lado, el drama que para la izquierda supone la pérdida de la conciencia de clase por los más desfavorecidos que se enconan contra quienes son aún más pobres que ellos, los penúltimos contra los últimos, compartiendo los discursos de odio de la extrema derecha en lugar de darse la mano para reivindicar juntos una cura a sus males comunes. El cartel con el nombre invertido de España es una radiografía doliente que abunda en los prejuicios sobre las clases populares de Andalucía, cosiendo la pobreza con el analfabetismo y el vivan las caenas. Nada más lejos de la realidad.
Si el pueblo es grande y me abona
En el otro lado, el pueblo más digno no dudó en encararse al monarca para pedirle que se deje de convencer a la nobleza para que reparta limosna en leche y aceite, confirmando que el feudalismo sigue ahí, que sus privilegios siguen ahí, intactos, y que no dudarán en salir a la calle para defenderse de quienes se atrevan a derogarlos porque los poderosos jamás perdieron ni perderán su conciencia de clase. No queremos caridad, decían. Pedimos trabajo. No la esclavitud y la miseria que denunciaba el relator de Naciones Unidas en los campos de Andalucía sino un salario digno, en unas condiciones dignas, para no malvivir del subsidio que se agradece para tener pan y techo. Pero no basta.
Y lo hacían frente al rey, cara a cara, sin miedo, como en el mirabrás que cantaba Angelillo, exiliado republicano, que decía: “Y a mí que me importa que un rey me culpe si el pueblo es grande y me abona… Y no hay más ley que son las obras”.
Con más dolor e incomprensión si cabe que durante la dictadura, se han exiliado millones de jóvenes en plena democracia que, a pesar de su esfuerzo y el de sus padres por darles una formación adecuada, no encontraron más salida que la tierra, el mar o el aire. Igual que los vecinos y vecinas del Polígono Sur de Sevilla, también reclaman menos caridad y más trabajo. Eso es pedir Democracia. Una República de verdad. Como escribe Julio Anguita, “República es Democracia y Democracia es República. Defino a la Democracia republicana como un convenio permanente entre seres libres e iguales para seguir permanentemente conviniendo sobre los contenidos y actualización de su contrato social”. Nada de eso ha ocurrido tras la segunda restauración borbónica. No hay democracia, no hay república, si la gente se ve forzada a tomar raíles y alas para sobrevivir lejos de su tierra. No hay democracia, no hay república, si la gente se ve forzada a aceptar trabajos precarios, con sueldos miserables, mientras las grandes empresas dejan de ingresar a las arcas públicas 24 mil millones de euros entre 2015 y 2018. No hay democracia, no hay república, si la gente se ve forzada a pedir ERTES y prórrogas a sus alquileres durante esta pandemia, mientras las 23 personas más ricas de España incrementan sus fortunas en 19.200 millones de euros. No merece llamarse Social y Democrático de Derecho un Estado que consienta esta brecha infame entre ricos y pobres. Ya lo advertía Julio Anguita: “La democracia puede ser tan burguesa como la dictadura”.
En el Manifiesto del Colectivo Prometeo El hoy y el mañana: razones para nuestro compromiso, Julio Anguita presagia las secuelas devastadoras que esta pandemia, además de muerte y enfermedad, supondrá para las clases más desfavorecidas. “Este es el hoy de España. De cómo lo abordemos dependerá el mañana”. Y añade que “es una cuestión de responsabilidad colectiva: optar entre un futuro para la inmensa mayoría o un desastre para la inmensa mayoría”. Y para ello apuesta por perseguir tres objetivos: “Pleno empleo, democracia económica y calidad ambiental”. Justo lo que gritaban al rey los vecinos del Polígono Sur de Sevilla.
El nacional catolicismo
Nada de esto será posible si no se resuelve de manera valiente y decidida el mal endémico del Estado español, clavado en los tuétanos del sistema: el nacional catolicismo. Julio Anguita no dejó de repetirlo durante toda su vida. El problema es que ahora ha resucitado con una impunidad insólita y vergonzante. Cometeremos una irresponsabilidad histórica y una deslealtad moral con quienes nos precedieron en la lucha por la democracia, si permitimos que la indignación popular la canalicen los herederos ideológicos del franquismo. Como decía Juan Ramón Jiménez: “Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas”. No es nazismo, no es fascismo: es franquismo. Así se llamó el régimen represor y genocida que provocó un golpe de Estado y una guerra incivil para restaurar bajo palio el nacional catolicismo en España, con la complicidad de occidente hasta la muerte del dictador. Franco murió pero no murió el franquismo de los cimientos del Estado, a diferencia del nazismo alemán y del fascismo italiano. Siendo muy grave que en España no exista una derecha republicana, laica y federal, como ocurre en Europa y ocurrió en otros momentos de nuestra historia, aún peor es que parte de la izquierda no asuma estos valores como los fundamentos de cualquier Estado moderno.
Lejos de separar Iglesia y Estado, en plena democracia, se ha consentido el mayor escándalo inmobiliario de la historia con la apropiación de cien mil bienes, en su mayoría públicos, por parte de la jerarquía católica, utilizando normas franquistas, entre ellos nuestra Mezquita de Córdoba. Porque seguirá siendo nuestra por más que mienta el Obispo y el Registro de la Propiedad. Julio Anguita jamás habría permitido este expolio. Lejos de que se cumpla el mandato de autofinanciación que se pactó con el Vaticano, el Estado permite que la Iglesia reciba más de 11 mil millones de euros, entre aportaciones públicas y exenciones fiscales. Tras cuarenta años de democracia, un niño de Córdoba tiene que cambiar de colegio porque la dirección se niega a retirar los crucifijos de las aulas.
Y lo mismo ocurre con el otro mal del nacional catolicismo: la estructura territorial del Estado. Julio Anguita escribe que “la República debe asumir y reconocer la plurinacionalidad del Estado Español y las consecuencias que a la luz de los Derechos Humanos y demás documentos de las Naciones Unidas relacionados con ellos se derivan. La República Federal es el acuerdo entre la ciudadanía y los pueblos de España”.
En esta efervescencia franquista, ya no pido a la derecha que mire a repúblicas federales como Alemania o a los Estados Unidos, me conformaría con que lo hiciera la misma izquierda que pone en sus altares a Julio Anguita.
Porque la mejor y única manera de honrar su memoria es vivir como él vivía. Empuñando la vida y la palabra con el ejemplo. El faro no se ha apagado, ha muerto el vigía. Pero su luz, como las de las estrellas que se extinguen, sigue brillando en el firmamento. Por eso se mantienen vivas las palabras que pronunció en Sabadell, el 15 de junio de 2012: “Asumo ser el referente de una operación política que intente cambiar el país”.
Profesor, escritor, activista y autor del prólogo del libro ‘Vivo como hablo’