Estas son las segundas fiestas a las que nos acercamos en pandemia. El año pasado todos pensamos que el próximo recuperaríamos el tiempo perdido, que ya estaríamos vacunadas, y que esta pesadilla –a pesar de las pérdidas irreparables- se habría terminado. Sin embargo, la realidad tiene otros planes y ante el avance de una nueva variante de gran transmisibilidad, a menos de una semana de las tradicionales cenas de Nochebuena, se convoca una conferencia desde el Gobierno central con los presidentes y presidentas autonómicos para saber cómo afrontar la sexta ola.
Todo el mundo está cansado, irascible, a ratos triste, a ratos preocupado, a ratos… El carrusel emocional que supuso la llegada de la pandemia, la incredulidad primero, el aislamiento y la soledad después. La vida en suspenso. La esperanza, el deseo de que haciendo un gran esfuerzo todo terminaría pronto. El desengaño, la desilusión. Y las olas rompiendo, una tras otra, sobre nosotros y nosotras como sobre las indefensas piedras de una escollera lo hace un mar caprichoso y cabreado.
Al principio pensábamos que saldríamos mejores, y ahora ya solo pensamos en salir a secas. Y a mí esto me preocupa mucho porque no podemos permitirnos el lujo de que se nos endurezca el corazón y se nos enferme el alma.
Estas reflexiones me han perseguido en los pocos ratos que en la últimas semanas han quedado libres entre presupuestos, comisiones y plenos de la Asamblea. Una noticia se me colaba por el rabillo del ojo y se quedaba ahí intranquilizadora, atragantada, entre las sombras. La muerte de Verónica Forqué. Confieso que yo no veo programas de televisión como el último en el que participó, me desagradan los concursos y las competiciones de ese tipo desde siempre, y también los programas de telerrealidad en todas sus versiones probablemente por el pudor incómodo que me producen, y las redes sociales las frecuento solamente para la política. Pero en varias noticias se añadían videos a los que accedí. Y pude ver también la brutalidad de los cientos de comentarios en redes sociales. Me impresionaron porque pensaba que esas barbaridades y ese ensañamiento solamente pasaban con los políticos y las políticas, y jamás imaginé que tanta bilis se pudiera dedicar a una actriz participando en lo que se suponía que era un programa “para toda la familia”. Desconozco la situación concreta de esta persona, sí que para mí siempre será una grandísima artista, y no estoy habilitada para opinar más allá de esto que estoy contando, así que no lo haré, pero me lo llevo a mi terreno.
Cada día veo como lo que se ve del trabajo político, parlamentario en este caso, son exabruptos y frases que suponen segundos, minutos en el mejor de los casos, de todo lo dicho durante horas, lo peor de extensos debates que se desarrollan durante días enteros. Esto convierte a las personas que conozco en meras caricaturas de quien hay detrás, y creo que además de convertir la política en un mero espectáculo, envilece a la propia sociedad que lo percibe de esa manera. Los convertimos en hooligans y les enfermamos el alma. Y me duele que no parece haber forma de salir de ese torbellino, que se me antoja lo mismo que he visto en alguno de esos videos de ese programa; un circo romano y un espectáculo de emociones ajenas con las que no se llega a empatizar, una vacuna pero al revés, un antídoto para la humanidad. ¿Se puede dejar de convertir la política en un espectáculo? ¿Hay algún método para evitar la deshumanización o para dejar al descubierto los crueles mecanismos que consiguen hacerlo?
Las enfermedades del alma no son las relacionadas con la salud mental, esas son enfermedades que se deben y pueden atender desde los servicios públicos de salud. Las enfermedades del alma son las que hacen de nuestra sociedad un lugar narcisista y carente de empatía, un lugar en el que no se reconoce el sufrimiento humano aunque se tenga delante de las narices en Full HD. Sanémonos el alma y no ayudemos a construir un sitio como ese.