Shavkat Mirziyoyev, actual presidente de Uzbekistán, es un viejo converso que prosperó al amparo de Islom Karímov, el finado primer presidente del país y dictador sin escrúpulos, también converso, que lo nombró primer ministro en 2003. Cuando Karímov murió el 2 de septiembre de 2016 debía sustituirlo el presidente del Senado, Nigmatilla Yuldashev, pero seis días después, violando su propia legalidad de ladrones, Mirziyoyev fue elegido presidente interino. Miembro de la camarilla de Samarcanda, Mirziyoyev no tuvo ningún problema en ganar unas fraudulentas elecciones en diciembre de ese año y hacerlo de nuevo en octubre de 2021, con su O’zLiDeP, el Partido Democrático Liberal. Tanto Karímov como Mirziyoyev fueron miembros del PCUS pero en la agonía de los últimos días de Gorbachov formaron parte de esos miserables que en todas la repúblicas soviéticas acompañaron al borracho y criminal Yeltsin en la voladura de la Unión Soviética, tras el golpe de Estado de Belavezha de diciembre de 1991. Después, Karímov y los suyos desmantelaron el Partido Comunista uzbeko en 1992.

El converso Karímov decidió en 2001 establecer el 31 de agosto como «día del recuerdo de las víctimas de la represión comunista» en los años veinte y treinta del siglo XX, sin reparar en que fueron escenario de la guerra civil impuesta a la joven república soviética por los partidarios del zar y por veinte potencias capitalistas y en Asia central por los seguidores de emires islamistas y señores locales que reinaban en un entorno feudal. Siendo ya presidente, Mirziyoyev decidió en 2020 la creación de un «grupo de estudio sobre la represión en los años soviéticos» que en pocas semanas, sin mayores trámites, llevó al Tribunal Supremo de Uzbekistán a rehabilitar a más de cien contrarrevolucionarios, entre ellos a destacados islamistas que lucharon contra el Ejército Rojo. Apresurados, no encontraron en los archivos materia que sustentase su decisión, ni siquiera los documentos de los juicios, pero no importaba demasiado: la decisión de rehabilitar a aquellos guerreros que se enfrentaron a la revolución y al poder soviético ya estaba tomada. Uno de ellos era Ibrahim Bek.

Bek fue un fervoroso islamista y hombre fiel al emir de Bujara (que había dominado parte de los actuales Uzbekistán, Kazajastán, Turkmenistán y Tayikistán) que recibió ayuda de las potencias capitalistas, singularmente de Gran Bretaña, para luchar contra el poder soviético. Tras Enver Pasha (un militar turco que fue ministro otomano de la guerra, participó en la matanza de armenios, intentó engañar a los dirigentes soviéticos y realizó llamamientos a la yihad), Bek dirigió la revuelta basmachi, controlada desde Afganistán por el destronado emir de Bujara, hasta que fueron derrotados por fuerzas del Ejército Rojo dirigidas por Mijaíl Frunze y después por Iván Máslennikov.

El nuevo poder uzbeko ha levantado un museo dedicado a la represión soviética y Mirziyoyev multiplicó las declaraciones en televisión, inventando la historia y aludiendo al «honor de nuestros antepasados que lucharon por nuestra independencia nacional», convirtiendo a los defensores del poder de emires en supuestos patriotas uzbekos. El presidente instó a seguir «la noble misión de recuperar el honor y la dignidad de los patriotas» y el gobierno uzbeko se propone publicar varios volúmenes sobre «las víctimas de la represión» y editar manuales escolares glosando esa historia inventada de Uzbekistán, borrando los logros sociales de la Unión Soviética, convirtiendo el Uzbekistán socialista en un mal sueño.

Mirziyoyev apremia para que se repare lo que destruyó «el régimen totalitario soviético», ignorando deliberadamente que Uzbekistán abandonó los usos feudales y la servidumbre a emires y al régimen zarista gracias a la revolución bolchevique, dejando atrás la miseria. Mirziyoyev equipara a aquellos feroces guerreros islamistas con científicos valiosos y otros personajes del régimen, como el vicepresidente del parlamento, el siniestro Alisher Kadyrov, llegaron a describir en vísperas de la conmemoración de la victoria en la Segunda Guerra Mundial el uso de la bandera roja como «un insulto al pueblo uzbeko», porque para esos conversos corruptos la enseña de la Unión Soviética ha pasado a ser considerada el símbolo de «un país ocupante y opresor». En uzbeko, basmachi significa ladrón o bandido. Eso eran las huestes que ahora honra el presidente Mirziyoyev.