Joaquim Bosch, juez de Primera Instancia e Instrucción en Montcada (València), ha presentado este miércoles en Madrid su nuevo libro, ‘La patria en la cartera. Pasado y presente de la corrupción en España’ (Ariel), una reflexión argumentada que bucea en las singularidades del fenómeno de la corrupción en España y cuya tesis principal es que, aunque la corrupción en España viene de muy antiguo, es en el franquismo cuando adquiere dimensiones institucionales que han seguido hasta la actualidad.
PREGUNTA– En el libro presentas la corrupción como “el problema más lacerante de la política española”. ¿Por qué?
RESPUESTA– Porque afecta a la propia credibilidad del sistema democrático, al respeto a las instituciones y a la influencia de todo tipo de agentes económicos en los asuntos públicos, y además genera a toda la sociedad un daño económico importantísimo que hasta ahora se percibía instintivamente pero en el libro aporto investigación sobre mediciones que demuestra el enorme empobrecimiento que ese daño económico produce en toda la sociedad, especialmente en los más vulnerables, que necesitan más de servicios públicos y prestaciones sociales.
P.– No todo el mundo parece tener conciencia de lo que realmente supone eso…
R.– La ciudadanía percibe que la corrupción causa daño, pero no suele conocer el enorme golpe económico que supone para la calidad de vida de las personas. Tenemos una prueba muy clara, y es que los países más avanzados del mundo en la lucha contra la corrupción –Dinamarca, Suecia, Alemania, Nueva Zelanda…– son también los que con diferencia tienen más calidad de vida, y eso es porque han conseguido utilizar todas sus potencialidades económicas, lo que les permite acabar con las bolsas de pobreza y tener servicios públicos muy amplios para la sociedad. Los economistas expertos en corrupción han demostrado que si tras la muerte de Franco se hubieran erradicado las prácticas corruptas, hoy tendríamos un nivel de vida superior a la media europea y cercano al de Finlandia, porque habríamos desarrollado todas nuestras potencialidades. La corrupción nos hace perder decenas de miles de millones de euros al año; según las mediciones efectuadas, son cifras mucho mayores a las del rescate bancario. Por tanto, no estamos hablando de un problema de cuatro manzanas podridas sino de una redistribución estructural de las rentas a favor de determinadas tramas que se lucran con la corrupción y están empobreciendo a toda la sociedad.
P.– ¿Cuáles es la particularidad de la corrupción en España?
R.– Hay países –como determinados Estados de Centroamérica– que tienen una corrupción sistémica, es decir que ha invadido toda la actividad pública y afecta a todos los espacios públicos: a los políticos, pero también a los jueces, a los policías, a los militares, a los funcionarios públicos… La gran particularidad de la corrupción en España es que se ha concentrado especialmente en el ámbito político pero a un nivel que no tiene equivalente casi con nada. Se diferencia de esos Estados de Centroamérica en el hecho de que está concentrada en el ámbito político, pero se diferencia de otros Estados europeos, que también tienen problemas de corrupción, en que España la tiene mucho más concentrada que ellos en el ámbito político. Aquí hemos tenido condenados, en prisión provisional o investigados presidentes autonómicos, consejeros autonómicos, cargos de las diputaciones, alcaldes de las principales ciudades, concejales… a unos niveles que no tienen equivalentes con ningún país democrático europeo. Esa es nuestra gran particularidad, y mi perspectiva es que esto procede esencialmente de determinados ámbitos del franquismo y de cómo se configuró políticamente la Transición.
P.– Pues la pregunta es obligada: ¿cómo posibilitó la Transición esa continuidad entre la corrupción del franquismo y la corrupción del régimen del 78?
R.– Nuestro sistema político prorrogó la corrupción del franquismo porque las prácticas corruptas de la dictadura no se intentaron erradicar y se asumieron como un mal aprovechable. Aquello, que fue así por las propias dinámicas de la Transición –que impidieron atacar frontalmente la corrupción del franquismo–, podría haberse cortado en los primeros años de democracia pero tampoco se cortó, porque la corrupción de la dictadura generó una triple funcionalidad. Una primera funcionalidad fue que sirvió para financiar a los principales partidos: hubo un aprovechamiento de las estructuras corruptas anteriores porque permitieron financiar a los principales partidos, convirtiéndolos en organizaciones absolutamente sobredimensionadas pero muy poderosas y con grandes maquinarias burocráticas; una segunda funcionalidad fue que enriqueció a muchísimos cargos políticos, lo cual fue otro incentivo importante para mantener esas situaciones, y una tercera funcionalidad fue que permitió la actividad ventajista de determinados sectores empresariales que siguieron quedándose las grandes contratas de obra pública en adjudicaciones amañadas. Esas tres funcionalidades son lo que explica la persistencia del problema y que no se abordaran reformas estructurales para erradicar la corrupción en los primeros años de democracia.
P.– Hablando de esas grandes contratas de obra pública y de esas adjudicaciones amañadas, en el libro recuerdas que a principios de los años noventa –es decir bien entrado el régimen del 78–, el entonces ministro de Obras Públicas, Josep Borrell, reunió en su despacho a los máximos representantes de las principales constructoras de España –Construcciones y Contratas, Ferrovial, Cubiertas y MZOV, Dragados y Construcciones, Agroman, Entrecanales…– para pedirles que dejaran de pagar a políticos comisiones para obtener esas contratas de obra pública…
R.– Sí.
P.– Y en el libro recuerdas también que, al día siguiente de aquella reunión, el entonces presidente de la patronal CEOE, José María Cuevas, reconoció en el diario ‘ABC’ que –según las informaciones que le proporcionaban esos empresarios de la construcción e incluso de otros sectores que contrataban con las Administraciones Públicas– el pago de esas comisiones era una práctica habitual y casi generalizada, pero aseguraba que no eran los empresarios quienes las ofrecían, sino los políticos quienes las reclamaban. Al hilo de esto, ¿no crees que, cuando se habla de la corrupción, se habla mucho de los corruptos –políticos– y muy poco de los corruptores –empresarios–?
R.– En los hechos probados de las sentencias y en los estudios realizados por la Unión Europea sobre comportamiento empresarial en España se confirman dinámicas estructurales de corrupción en el ámbito empresarial, obviamente con la complicidad de muchos políticos. Hay otros datos que lo corroboran, como precisamente esa reunión de Borrell con los principales empresarios de la construcción y esa confirmación por parte de la propia CEOE de que esas prácticas eran completamente habituales. Sabemos que anteriormente, con la dictadura, eso también pasaba, pero es muy cierto que el principal foco se ha puesto en los políticos, que en última instancia son los que tienen la última decisión pero es verdad que si ningún empresario entrara en el juego, la corrupción no sería posible. Digamos que hay una culpa compartida, y si vemos los hechos probados de las principales sentencias por corrupción en España, veremos cómo ahí están gran parte de las principales empresas de España.
P.– En España, el tráfico de influencias no fue delito hasta los noventa, y la financiación ilegal de los partidos no se incorporó al Código Penal hasta 2015, es decir hasta hace menos de diez años. ¿Esto tiene parangón en los Estados del entorno o es otra particularidad de España, precisamente por esa herencia del franquismo de la que hablas?
R.– La dictadura –en materia de legislación de contratación pública, en materia de nombramiento de altos cargos, en la organización de redes clientelares vinculadas al Movimiento Nacional…– generó unas estructuras que facilitaban la corrupción, y se ve con claridad que las principales formas de corrupción de la dictadura continuaron en democracia. Los pelotazos urbanísticos y las construcciones que degradaron enormemente el litoral desde una perspectiva paisajística y medioambiental, las grandes construcciones de obra pública, las promociones de viviendas con todo tipo de privilegios a determinados constructores –entre ellos, el uso de trabajo esclavo de prisioneros republicanos–… Hubo toda una serie de favoritismos y actuaciones irregulares…
P.– Una serie de favoritismos y actuaciones irregulares que no parece muy distinta de la actual.
R.– Sí; si nos fijamos, en democracia los grandes casos de corrupción siguieron pautas muy parecidas. Esto podía haberse acabado cambiando las leyes que posibilitaban esas cuestiones, pero o no se reformaron o se reformaron mal y tarde, como es el caso claro del tráfico de influencias. El Código Penal de la democracia –que era el espacio ideal para regular el delito de financiación ilegal de los partidos– se aprueba en 1995 –muy poco después de enormes escándalos como el caso Filesa o el caso Naseiro, que fueron casos de financiación irregular–; qué lógico habría sido en ese contexto regular el delito, pero ni siquiera ahí se reguló. En todo hemos ido tarde y mal. Por ejemplo, hay una directiva europea que obliga a España a proteger a los denunciantes de corrupción y a aprobar una ley antes de diciembre de 2021; ya ha pasado diciembre de 2021 y seguimos sin aprobarla, y la Unión Europea ya ha iniciado un procedimiento sancionador. En líneas generales, esas han sido las dinámicas. Con voluntad política suficiente, hace décadas que habría acabado la corrupción, pero no ha existido esa voluntad política suficiente.
P.– ¿No tienes la sensación de que lo que ha pasado con la corrupción es lo que ha pasado a muchos los niveles, que la Transición –a pesar del relato oficial y de toda la literatura que ha habido a su alrededor– consistió básicamente en un maquillaje de ciertas estructuras del franquismo? No hay más que ver que el TOP (Tribunal de Orden Público) se convirtió en la AN (Audiencia Nacional) de un día para otro…
R.– Al morir Franco, los dirigentes del posfranquismo llegaron al periodo transicional con mucho poder y una enorme ventaja ante una oposición democrática que había llegado bastante debilitada a ese momento histórico después de décadas de represión, ejecuciones, encarcelamientos, exilio, violación sistemática de los derechos humanos… Además, recordemos que el propio contexto de la Transición metió toda la presión institucional sobre la oposición antifranquista; el TOP, que citas, estuvo trabajando intensamente hasta su disolución a principios de 1977: durante la Transición, hubo unos 250 asesinatos de opositores antifranquistas a cargo de las fuerzas de seguridad o de bandas de extrema derecha amparadas por aparatos del Estado –250 en cinco años son 50 al año y uno a la semana–, están acreditados centenares de actuaciones policiales violentas contra manifestaciones pacíficas… Digamos que en ese contexto era muy difícil haber conseguido una ruptura con lo que venía de atrás, y es comprensible que hubiera importantes elementos de continuidad política que hicieron posible la persistencia de la corrupción. Pensemos que, de los 50 últimos ministros de Franco, la mitad continuaron en política en democracia y la otra mitad pasó a los consejos de administración de las principales empresas del país, pero es que el primer Parlamento democrático, de 1977, tenía 110 parlamentarios que habían sido altos cargos de la dictadura. Las decenas de miles de empleados del Movimiento Nacional –que era el partido único y formaba parte del Estado– y de los sindicatos verticales –que también formaban parte del Estado– pasaron a la Administración pública, todos los altos cargos de la Administración continuaron en sus puestos… En ese contexto, hubo continuidades muy importantes, porque a la oposición antifranquista le era muy difícil parar esos elementos de continuidad de la corrupción en el sistema democrático.
P.– Al hilo de lo que comentabas sobre los muchos capitostes franquistas que en el régimen del 78 unos continuaron en la política institucional y otros pasaron a los consejos de administración de las principales empresas, hay un caso especialmente paradigmático: el de Rodolfo Martín Villa, que primero estuvo en la política institucional –primero en la UCD y después en el PP– y después pasó a los consejos de administración de empresas como la eléctrica Endesa o la mediática Sogecable. Martín Villa está imputado por varios crímenes del franquismo pero en Argentina, en virtud del principio de justicia universal. ¿Por qué no se le ha juzgado en España?
R.– Yo creo que las causas por crímenes contra la humanidad del franquismo tendrían que haberse juzgado en España. España juzgó por delitos equivalentes a cargos políticos de las dictaduras argentina o chilena, y es un contrasentido que hayamos perseguido determinados delitos fuera de nuestro país y que aquí se haya producido una imposibilidad. Otra cosa es que se haga con todas las garantías y en procesos justos, pero la imposibilidad de esos enjuiciamientos explica situaciones tan poco habituales como que tenga que ser Argentina el país que haya admitido a trámite una querella. A partir de ahí, yo querría que los tribunales argentinos analizaran la causa en función de los criterios de justicia universal y aplicaran el derecho de manera independiente e imparcial. Estamos a la espera de cómo se resuelve ese proceso…
P.– Sí, es un tanto surrealista que sectores que en su día no tuvieron ningún problema en que se juzgara, en virtud del principio de justicia universal, en España a cargos políticos de las dictaduras argentina o chilena pongan ahora todas las pegas del mundo no sólo a que cargos políticos de la dictadura franquista sean juzgados en España sino también a que sean juzgados, en virtud de ese mismo principio de justicia universal, por ejemplo en Argentina. Es un tanto surrealista y también un tanto difícil de explicar, ¿no?
R.– Sí, ya es un contrasentido que en España se hayan impulsado causas por justicia universal contra acusados de diversos países y que por los mismos delitos aquí se haya producido un cierre de las actuaciones sin siquiera entrar en el fondo del asunto, sino simplemente por una interpretación sobre la Ley de Amnistía u otro tipo de cuestiones. Yo creo que esto forma parte de las peculiaridades de la historia de nuestro país.
P.– La propia Ley de Amnistía, al menos concebida como ley de punto final que afecta a delitos de lesa humanidad –como lo fueron los crímenes franquistas–, también forma parte de esas peculiaridades. Hay juristas que sostienen que esa norma no puede afectar a esos delitos de lesa humanidad.
R.– Desde la interpretación del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, esas amnistías o leyes del punto final no serían admisibles. Otra cuestión es que el Tribunal Supremo tiene un criterio distinto y considera que sí resulta de aplicación, por lo que yo creo que lo más razonable sería derogar la Ley de Amnistía, que responde precisamente a la correlación de fuerzas que existía durante la Transición. La Ley de Amnistía no se basa en criterios de justicia universal, sino que en ese ámbito supone un autoperdón de quienes no querían que hubiera causas por crímenes contra la humanidad, precisamente por eso creo que, en un contexto que ya no tiene nada que ver con el que existió en la Transición, lo más acertado sería la derogación de esa ley.
P.– Juan Carlos I tiene abiertas investigaciones fiscales en Suiza y en España por escándalos económicos y vive recluido en Abu Dabi desde agosto de 2020. Ocho años después de su abdicación por esos escándalos, el artículo 56 de la Constitución española sigue estableciendo que “la persona del rey”, en este caso su hijo Felipe VI, “es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”…
R.– Esa figura de la inviolabilidad es un problema evidente y debería revisarse muy profundamente, porque cualquier tipo de protección institucional debe tener un fundamento razonable, suficiente y proporcionado, y a mí me parece desproporcionado que un jefe del Estado pueda tener un blindaje de un alcance tan enorme que le permita cometer delitos al margen de sus funciones y que eso no tenga ninguna consecuencia jurídica. Yo pienso que ese es el problema principal que hay detrás de todas las investigaciones sobre el rey emérito: que en gran parte acaban colisionando con el problema de la inviolabilidad. Y además iría más allá: me parece que el jefe del Estado de cualquier país democrático, sea una república o una monarquía parlamentaria, debe actuar con la misma transparencia y con la misma rendición de cuentas que otros órganos del Estado. Creo que no es razonable que cualquier concejal de un pueblo o el presidente del Gobierno tengan que informar sobre sus ingresos y su situación patrimonial, y que exista una opacidad completa sobre el jefe del Estado. Probablemente, sin esa inviolabilidad y con mecanismos de transparencia y de rendición de cuentas no habríamos llegado a una situación como esa.
P.– Ahora dicen algunos que no se puede hablar de monarquía corrupta porque los escándalos económicos de Juan Carlos I son una cuestión personal suya y no de la institución, como si hasta la propia Constitución no identificara de forma inequívoca la persona con la institución, algo que no pasa en el caso de las repúblicas…
R.– Yo no puedo entrar en si es preferible una monarquía o una república, pero sí considero que una Jefatura del Estado de un Estado democrático no puede estar regulada con criterios de protección divina. Todavía hay quienes consideran que esas cuestiones no pueden regularse de otra manera, casi como si en España la Corona tuviera un origen divino; de alguna manera, eso sigue sobrevolando muchas concepciones, como si hubiera cuestiones intocables… En una sociedad democrática, el principio de igualdad resulta fundamental, y cualquier limitación debe tener una justificación objetiva y razonable. Es decir que hay figuras que pueden tener algún tipo de protección –un jefe del Estado, también en una república, realiza muchos actos como refrendo a actuaciones de otros poderes del Estado, y hay situaciones que pueden requerir una protección, una regulación ajustada a las funciones, que funcionalmente ayuda a que se desempeñen mejor las competencias de la Jefatura del Estado–, lo que es desproporcionado y no es razonable es que esa protección llegue al extremo de blindar la comisión de delitos, además fuera del ejercicio de sus funciones. Eso, la inviolabilidad, no tiene ninguna funcionalidad y es un privilegio impropio de una sociedad democrática.
P.– De hecho, hay constitucionalistas que sostienen que esa inviolabilidad sólo afectaría precisamente a cuestiones como esos refrendos, lo que pasa es que –como en el caso de la Ley de Amnistía del que hablábamos antes– volvemos a toparnos con los más altos tribunales, que establecen que no, que afecta a todos sus actos…
R.– Claro, el tema puede ser discutible jurídicamente, pero si tenemos al Tribunal Supremo y al Tribunal Constitucional, que son los máximos órganos que están decidiendo sobre el tema, apostando por esa línea interpretativa, lo más claro sería reformar la figura de la inviolabilidad para que eso no siga funcionando como ha estado haciéndolo hasta ahora.
P.– La composición del CGPJ, órgano de gobierno del poder judicial en España, está caducada desde hace más de tres años debido al bloqueo del PP, y representantes de ese partido, como la exportavoz parlamentaria Cayetana Álvarez de Toledo, han llegado a asegurar públicamente que el poder judicial es el “último dique de contención” frente a la mayoría emanada de las urnas en las generales noviembre de 2019. Son cuestiones muy preocupantes…
R.– Yo pienso que la configuración del sistema judicial, sobre todo en su cúpula, debería mejorar bastante, y la actual situación afecta enormemente a la credibilidad de las instituciones judiciales. Tenemos un CGPJ que fue configurado por el exministro Gallardón en función de los intereses de su propio partido; que lleva más de tres años caducado y en funciones, y que está entrando continuamente en el debate político en sintonía con el discurso del partido que lo configuró. Creo que todo esto no es bueno para la apariencia de neutralidad de las instituciones judiciales, y además hay intervenciones de dirigentes políticos que dan la apariencia de que el poder judicial está a su servicio, lo que también afecta muy notablemente a la propia credibilidad institucional del poder judicial. Por lo tanto, creo que tenemos un problema y deberíamos abrir un debate muy amplio sobre cómo conseguimos apartar al poder judicial de un debate político legítimo pero que debe estar siempre en otro plano, porque no se puede trasladar a los órganos judiciales los conflictos políticos partidistas.
P.– Con la sentencia del Tribunal Supremo en la mano, ¿la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, debería haber arrebatado su escaño al diputado de Unidas Podemos Alberto Rodríguez?
R.– De la sentencia de la Sala Penal del Tribunal Supremo, por razones penales, no se derivaba directamente la pérdida del escaño de Alberto Rodríguez, otra cosa es, en aplicación de la legislación electoral, cómo deberían haberse interpretado, por parte de la Presidencia del Congreso o de la Junta Electoral, esos efectos. Mi impresión es que se podría haber hecho dando el máximo amparo al derecho fundamental de participación política –que es absolutamente esencial en una sociedad democrática–, y creo que esa interpretación permitía que siguiera como diputado. Desde el Derecho Electoral es una cuestión opinable jurídicamente, pero desde una perspectiva penal no había una conexión directa. No hay una relación de causalidad directa entre la sentencia penal y la retirada del escaño. Es mi opinión, puede haber otras…
P.– No fue ni mucho menos la primera vez, pero en el caso de la retirada del escaño a Rodríguez volvimos a ver a la derecha judicial, a la derecha política y a la derecha mediática actuando al unísono en su presión sobre Batet…
R.– Yo creo que la justicia de base no entra en la refriega política partidista, aplica el ordenamiento jurídico y en líneas generales de forma bastante acertada –aunque haya resoluciones que puedan estar equivocadas o ser criticables, en la base de la judicatura no se actúa de manera partidista sino con criterios jurídicos–, el gran problema está en la cúpula y principalmente en el CGPJ, pero no olvidemos que el CGPJ tiene competencias importantísimas de configuración de altos tribunales y de intervención en el debate público a través de informes a anteproyectos de ley e intervenciones públicas de todo tipo, y en el CGPJ hemos visto determinadas situaciones que presentan una apariencia de alineamientos partidistas.
P.– Como por ejemplo…
R.– Como por ejemplo embestir contra determinados cargos públicos en determinadas situaciones por sus críticas al poder judicial; sin embargo, cuando se han producido ataques durísimos como por ejemplo contra los jueces que han juzgado el caso Gürtel, guardar silencio y no intervenir de ninguna manera, y en esas situaciones está claro que el calla parece que otorgue. Entonces, a mí no me genera una gran preocupación digamos el funcionamiento de los jueces ordinarios pero la situación del CGPJ sí que debería provocar reflexiones para que cambie lo antes posible, porque el deterioro al que está llegando es muy alarmante.
P.– Volviendo al libro, en él insistes en lo mucho que facilitan la corrupción tres cuestiones: el clientelismo –del que hemos hablado antes–, el despilfarro y las puertas giratorias.
R.– Sí, hay determinadas prácticas que suelen ser la antesala de la corrupción. Por ejemplo, el tema del despilfarro: si las grandes obras públicas se adjudicaran a precio de mercado, no podría haber corrupción, porque es ese hueco que genera el sobrecoste lo que provoca que haya un reparto entre el político corrupto y la trama corrupta. Por lo tanto, esa percepción de la ciudadanía, a veces un poco ingenua, que califica a los políticos de derrochadores, de manirrotos, de negligentes… no tiene en cuenta que muchas veces lo que hay no es falta de diligencia sino dinámicas de tipo corrupto, y por tanto allá donde haya sobrecoste y derroche hay que poner la lupa para ver si en realidad se está produciendo corrupción.
P.– En cuanto a las puertas giratorias, ¿qué papel juegan?
R.– No olvidemos que el 40% de los ministros de la democracia han utilizado ese camino sin experiencias profesionales ni empresariales previas que lo justifiquen. Por lo tanto, si las grandes empresas pagan sueldos desorbitados a personas sin una trayectoria económica que lo justifique, está claro que lo que están pagando son las relaciones políticas, especialmente en sectores muy regulados estatalmente. Eso genera dudas en primer lugar sobre si el político cuando estaba en el cargo hizo algún mérito para la contratación, y en segundo lugar sobre si, tras dar el salto a la gran empresa, esta no se está aprovechando de la presencia de ese ex cargo público para conseguir un trato de favor de las instituciones públicas. Por lo tanto, esas amistades peligrosas también pueden facilitar la corrupción.
P.– En el libro también destacas que suele insiste mucho en la necesidad de juzgar la corrupción y muy poco en la de prevenirla para no tener que juzgarla, y relacionas esa prevención con mejoras en calidad institucional. ¿Podrías desarrollar esa idea?
R.– La gente, cuando piensa en la lucha contra la corrupción, habitualmente piensa en el castigo penal, pero esa es una respuesta tardía y muy insuficiente, porque el delito ya se ha producido y habitualmente el dinero se ha volatilizado y está en paraísos fiscales o en otros estatus en los que el botín es muy difícil de recuperar. Los países más avanzados en materia de corrupción trabajan sobre todo en materia de prevención, y eso implica que no sea tan fácil adjudicar las obras públicas a las tramas corruptas de manera fraudulenta, reforzar los controles internos en la Administración a través de profesionales independientes e imparciales, la creación de infraestructuras éticas que provocan rutinas habituales de funcionamiento honesto que dificulta la corrupción, la protección a los denunciantes de corrupción –precisamente porque es muy difícil detectar los propios delitos en el ámbito de la corrupción, hay que dar la máxima protección a quienes la denuncian desde dentro, que habitualmente son sometidos a represalias– y el incremento de todos los mecanismos de transparencia e información.
P.– También aquí la desinformación desempeña un papel…
R.– Está demostrado con datos que los países más avanzados en materia de lucha contra la corrupción son aquellos en los que la ciudadanía está más informada. Una ciudadanía que vive de espaldas a las grandes instituciones y que no sabe lo que ocurre en ellas es mucho más fácil de engañar, y por eso en estas sociedades más ignorantes de cómo funciona la vida pública la corrupción suele estar más expandida.
P.– Hay quienes relacionan la corrupción en España con la picaresca española –es decir con una cuestión no sé si de carácter o de tradición–, pero tú en el libro sostienes que no es así.
R.– No existe en absoluto gen hispánico que predisponga a la corrupción. A principios del siglo XIX, Dinamarca y España tenían problemas parecidos sobre prácticas corruptas, pero cuando a finales del siglo XIX se produce el gran cambio hacia las sociedades democráticas y hacia reformas institucionales, España empieza a quedarse rezagada con las dinámicas internas de la Restauración. La II República intentó recuperar el terreno perdido, pero sus intentos reformistas fueron cortados en seco por el golpe de Estado del 36. Con la dictadura de Franco, España alcanzó niveles máximos de corrupción que nos separaron enormemente de los países democráticos europeos, y posteriormente no hemos sido capaces de cortar con esas prácticas corruptas. Por lo tanto, no hay un problema genético, climatológico o geográfico que pueda explicar eso, todo se debe a cómo configuramos nuestras instituciones. Si tenemos un sistema de controles, unos partidos más democráticos y unos instrumentos de prevención de la corrupción como los de los países más avanzados, es extremadamente probable que en poco tiempo consigamos mejorar nuestros niveles de vida y acabar con las prácticas corruptas.
P.– Pero esas reformas siempre encuentran un gran freno en una oligarquía –la de la II Restauración, que abrió paso al régimen del 78– que procede precisamente de la de la I Restauración y que es básicamente la misma que la del franquismo, ¿no?
R.– La corrupción no es un problema de delincuencia ordinaria sino de configuración política estatal. Siempre que hay problemas serios de corrupción, lo que hay es un problema de captura de rentas, y en España está claro que ha tenido un carácter estructural. La propia configuración del franquismo utilizó la corrupción como una forma de distribución de rentas hacia los sectores dominantes en el régimen anterior. Por lo tanto, es previsible que las reformas estructurales contra la corrupción ahora mismo puedan tener resistencias, porque –como he indicado– tienen beneficiarios, y está claro que en el ámbito empresarial en España ha habido sectores que se han beneficiado enormemente. Y no es ninguna hipótesis, ahí están los hechos probados de numerosas sentencias donde hay empresas que se repiten y que no han cambiado determinadas dinámicas en las últimas décadas. Por lo tanto, tenemos un problema del que han formado parte sectores políticos y empresariales muy importantes. Y ahí tenemos esas reuniones del exministro Borrell de las que hablábamos antes y todas las alusiones de este tipo que hemos tenido, reconocidas tanto por políticos como por empresarios.
Fuente: luhnoticias.es
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