El domingo 16 de febrero de 1936, se celebraron en España las terceras y últimas elecciones generales democráticas del quinquenio de existencia de la Segunda República, después de una campaña muy intensa y polarizada que pareció otorgarles el perfil de un plebiscito existencial. Su convocatoria, organización y supervisión estuvo en manos de un gobierno republicano centrista. Tenían derecho a voto todos los españoles, hombres y mujeres, que hubieran cumplido los veintitrés años antes del mes de enero de 1936, un total de 13.578.056 personas. Acudieron a votar 9.687.108 personas, el 71,3% del censo, y el resultado final de dicho proceso electoral fue el triunfo de la coalición de izquierdas denominada Frente Popular, tanto en votos como en número de escaños. El Partido Comunista de España formaba parte de ese Frente Popular.

En virtud de su importancia histórica y de las complejas circunstancias contextuales en las que se desarrolló, las elecciones de febrero de 1936 fueron desde el principio objeto de innumerables discusiones y polémicas, inicialmente de perfil ideológico y sociopolítico. La discusión partidista, apenas cerradas las urnas, opuso crudamente a las izquierdas ganadoras y a las derechas perdedoras, llegando a convertirse la legitimidad de la consulta y la validez de sus resultados en verdaderas piedras de toque de los bandos contendientes, que apenas cinco meses después se enfrentarían con las armas en la mano durante la guerra civil de 1936-1939, motivado por un golpe de estado perpetrado por militares con el apoyo de monárquicos, financieros y terratenientes, y la dictadura fascista de Mussolini, a la que poco después se le unió la ayuda prestada por la Alemania nazi.

Tras las elecciones de febrero de 1936, el catastrofismo se convirtió en el nuevo horizonte, convencida la derecha de la necesidad de asegurar por la violencia lo que no era posible obtener mediante persuasión, intentando utilizar la democracia contra sí misma, preocupándose más de destruir la República que de asumir el mando. La conspiración militar hacía tiempo que había empezado, pero los resultados de las elecciones de febrero no hicieron más que acelerar un proceso de no aceptación por parte de los grupos que se iban a levantar en armas el 18 de julio contra los principios básicos de la Democracia. La idea de democratizar el Estado y la sociedad situando la autoridad en manos de los ciudadanos, que la República pretendió implantar mediante la doctrina clásica de la democracia postulando la idea del Bien Común sobre el que todas las personas estarían de acuerdo por la fuerza del argumento y el cálculo racionales, no entraba en el argumento de los que la destruyeron. El notable carácter inclusivo y participativo que a pesar de las reticencias de unos y otros procuró implantar, incluía por primera vez a todos los grandes grupos sociales, desde la mujer al proletariado rural y urbano, los mismos que pudieron ejercer en plenitud sus derechos como agentes sociales. La democratización de la vida pública se manifestó en la emergencia de tres nuevos sujetos políticos: la región, la mujer y el trabajador. La obstaculización conservadora y la no aceptación de los resultados electorales de febrero de 1936, subyace de estos intentos democratizadores que intentaban solucionar la exclusión participativa de capas sociales que habitualmente habían sido excluidas de la vida pública y por tanto política. Los sectores reaccionarios que se levantaron después en armas contra la República no aceptaron nunca la voluntad popular salida de las urnas y consideraron el gobierno resultante de las mismas como usurpador e ilegítimo. Unas percepciones muy parecidas a las sostenidas por la derecha y la ultraderecha españolas en la actualidad con el gobierno de coalición, al que siguen considerando ilegítimo y sobre el que recaen todas las inquinas de la no aceptación de las voluntades democráticas cada vez que logra, con todas las dificultades habidas y por haber, cualquier medida de índole social que represente una mejora evidente de los sectores que más lo necesitan. Véase trabajadores y trabajadoras especialmente, los mismos a los que se intentó dar protagonismo mediante la mejora de sus condiciones durante la II República.

La debilidad del gobierno del Frente Popular nació de la hostilidad de la derecha, también como consecuencia de las ambigüedades del PSOE y del sufrimiento del “Bienio Negro”. La disensión del binomio Largo Caballero-Prieto provocó que los republicanos se sentaran teóricamente solos en el gobierno, aunque la tarea de pacificación y de reconciliación de Azaña fuese considerable, se insertaba en el fermento de odio de los periodos anteriores, y su gobierno apenas pudo dar abasto a los problemas a los que se enfrentaba. A partir de febrero de 1936, la escalada de violencia impidió cualquier debate racional. Un Golpe de Estado en el mes de julio de ese año acabó violentamente con el gobierno democrático de la República, qué a pesar de los problemas, era legítimo y Democrático. Lo era porque impulsó la participación en lo público introduciendo un sistema pluripartidista que democratizó el poder para hacerlo más competitivo, y lo hizo otorgando más protagonismo a sectores que demandaban cambios en todos los órdenes y con los que habitualmente nunca se había contado en la historia de España.

Todo comenzó un martes 14 de abril de 1931.Un día que daba entrada al período más ilusionante, apasionante, esperanzador, debatido y trágico de la Historia de España del Siglo XX. Aunque la sociedad estaba muy dividida en España en 1931, una mayoría considerable de la población estaba convencida que la República traería consigo una serie de reformas sociales que harían mejorar considerablemente la vida de muchos españoles. Presentaba en su programa político un proyecto de ingeniería social que empujaba definitivamente a España hacia el siglo XX. Sin embargo, la obstaculización por parte de la derecha, la polarización de la sociedad y los conflictos internos dentro de la izquierda se interpusieron en el camino de la República. Tales eran las esperanzas que suscitó, que sus más firmes defensores fueron los más humildes, los que precisamente la defendieran con la vida, y los que pagaron con su vida el haber apoyado la causa republicana.

La reestructuración básica que planteó e intentó la República consistía en neutralizar la influencia clásica de la Iglesia y del Ejército, crear relaciones laborales más equitativas, acabar con los poderes de los latifundistas y satisfacer las demandas autonómicas de los regionalistas vascos y catalanes. Aplicar esta serie de medidas pasaba por modificar el poder social. Una gran parte de los historiadores pensamos que la República hizo un esfuerzo considerable para mejorar las condiciones de vida de los miembros más pobres de la sociedad, y esto representaba una amenaza, ya que implicaba una importante redistribución de la riqueza. El potencial estado de guerra que acabó con el Golpe de Estado del 18 de julio de 1936, comenzó a labrarse el 14 de abril de 1931, pero se aceleró con la victoria del Frente Popular en febrero de 1936. Si durante el advenimiento de la II República “todo era posible, hasta la paz”, en febrero de 1936 la victoria democrática del Frente Popular convirtió en imposible esa paz sencillamente porque nunca aceptaron las voluntades y decisiones que emanan de aquella soberanía popular que pretendía establecer reformas políticas, económicas, institucionales, educativas, laborales y culturales que suponían ampliaciones de derechos de ciudadanía a los que una parte de la sociedad española se ha opuesto histórica y sistemáticamente. En otras palabras, modernizar contra conservar.

Antonio Machado, del se cumple también el aniversario de su muerte en este mes de febrero, escribía sobre la República en 1931:

“La República es la forma racional de gobierno, y por ende, la específicamente humana. Contra ella pueden militar razones históricas, místicas, sentimentales, nunca razones propiamente dichas, que emanen del pensamiento genérico, la facultad humana de elevarse a las ideas. Por eso la República cuenta siempre con el asentimiento teórico de las masas, con sólo que éstas alcancen un mediano grado de educación ciudadana. Se requiere una abogacía muy sutil para convencer al pueblo de los motivos pragmáticos, nada racionales, que le aconsejen inclinarse a otras formas de gobierno. En España esta abogacía ha fracasado. Porque a la monarquía española no la abona ya, a los ojos del pueblo ni el éxito a través de la historia, ni el sentimiento religioso, ni siquiera el estético. No tiene defensa posible, y en verdad, nadie la defiende”.

(*) Departamento de Historia Contemporánea en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada

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