Mohamed era alto, enjuto, muy moreno y muy serio. Solía sentarse en los bancos de la plaza a ver pasar la gente y a comerse, muy despacio, una barra de pan con aceite y azúcar que le daban gratis en el quiosco de la plaza del Dos de Mayo.
Cuando terminaba se sentía feliz y me aceptaba un cigarrillo.
– Qué, Mohamed, ¿cómo va esa vida? -le preguntaba yo.
– Tirandillo, ya lo ves. No hay curro, y está todo muy difícil. A lo mejor me bajo a Marbella a probar suerte.
Mohamed vendía relojes y baratijas en una caja que se abría como una bandeja. Me dijo que hasta que no lo vendiese todo no regresaría a su tierra. La primera vez me dijo que lo liquidaría todo en un par de meses, pero la segunda vez ya no estaba tan seguro.
A Mohamed no le gustaba hablar de su vida y por eso yo tampoco insistía en detalles. Lo único que sabía de él a ciencia cierta era que echaba mucho de menos a su mujer y que siempre terminaba hablando de ella.
– No sabes lo bonita que es -me decía-. Es como el rocío que cubre las flores en primavera.
– Mohamed, nunca he escuchado hablar así de una mujer.
– Es que la echo mucho de menos. También a mis hijos. Tengo tres, ¿sabes? Son como tres estrellas, tres luceros, don Juan.
– Eres un poeta, Mohamed.
– Mira, no sé cómo explicárselo, ella es tan dulce y tan calmada que si estás nervioso o cabreado, ¿entiendes?, nada más mirarte te deja tranquilo y suave. Cuando están los niños acostados ella me pasa la mano por el pelo despacio, muy despacio y es como estar en el Paraíso, Dios me perdone. Por eso me he venido para España, voy a juntar dinero y comprarme un burro. Un burro joven y fuerte. Con un burro, don Juan, ella y mis niños van a comer todos los días.
– ¿Y te falta mucho para comprarte el burro, Mohamed?
– Veinte mil pesetas más y me vuelvo a mi tierra, don Juan.
Mohamed era el hombre más ahorrador que jamás he conocido. Comía sólo pan, aceite, azúcar y cebollas y algunas veces manzanas. Decía que un hombre puede resistir comiendo sólo eso y quizás tuviese razón. Las veces que lo vi no parecía débil ni desnutrido, sólo demasiado flaco y como febril. Pero lo achaqué al continuo pensamiento en su mujer.
La última vez tardé mucho en verlo. Y apenas sí lo reconocí de lo flaco que se encontraba. Acababa de volver de Marbella, pero el cajón con las baratijas parecía el mismo.
– ¿Qué pasa, Mohamed, no compra nadie?
– Nadie, don Juan. En Marbella me echan fuera, no me dejan ni moverme.
– ¿Cuánto te falta ahora para el burro, Mohamed?
– Trece mil pesetas, pero lo malo es que según paso aquí más tiempo, más gasto. España está muy cara.
Me confesó que se gastaba al día cien pesetas, ni una más ni una menos, y que el resto se lo enviaba a su mujer a la Poste Restante de un pueblecito cercano a Fez. Él sabía leer y escribir pero su mujer no y entonces, ¿para qué escribirla? De modo que según pasaba el tiempo la echaba más y más de menos.
– Cierro los ojos y la veo delante mía, don Juan. Me estoy volviendo loco.
Lo malo no fue eso. Fue el tetrabrik de vino que empezó a comprarse a diario y que asomaba entre las baratijas de la caja. Iba a una tienda de ultramarinos, pedía el cartón de vino, pagaba y pensaba que se había ahorrado una comida.
– Dios me perdone, pero el vino engaña al estómago, don Juan. Con el vino me ahorro comida y me pongo contento y hablo con mi mujer. Me pongo a charlar con ella y hasta hablo con mis hijos y algunas veces, pues veo al burro atado a la puerta de mi casa. Es un burro de pelo suave y patas fuertes, con una mancha blanca en el hocico, que demuestra que es de buena raza.
– Yo de ti dejaba el vino, Mohamed. ¿No estabas mejor comiendo las cebollas y el pan?
– Con las cebollas y el pan no puedo hablar con mi mujer. El vino es mejor y más barato que el teléfono, don Juan.
Lo que pasó después lo supe por otros, me lo contaron. Parece ser que debió beber más de la cuenta o que su debilidad era ya tan extrema que se emborrachaba con nada. El caso fue que con estos fríos de Madrid, una noche se envolvió con cartones más de lo debido en la calle del Tesoro, al lado de los cubos de basura de un restaurante especializado en comida extranjera.
Nadie sabe cómo ocurrió exactamente y las informaciones son bastante imprecisas. Al parecer, los basureros lo agarraron y lo metieron al coche de basura. Hay quien dice que para hacer una broma y hay otros que opinan que fue una equivocación. Un error achacable, quizás, a que estaba demasiado flaco y apenas pesaba.
Sea lo que sea, los basureros levantaron los cartones sin darse cuenta de que allí había un hombre y lo arrojaron a los dientes monstruosos del camión. Dicen que pararon el mecanismo nada más escuchar los gritos de Mohamed, pero tampoco lo sé seguro.
Como yo no estaba allí no puedo dar fe de lo que ocurrió de verdad. Lo contaron todo en la radio y los basureros parecían preocupados. Es lógico. Mohamed quedó irreconocible, hecho papilla. Y junto a él fueron sus baratijas y la caja, y, quizá, el último envase vacío de tetrabrik.
El señor concejal de Seguridad dijo que había sido una desgracia y que no tenía la culpa nadie. Al parecer unos compañeros de Mohamed reconocieron la ropa y lo identificaron sin estar seguros del todo, pero como no tenía documentación ni papeles de ninguna clase, no pudieron avisar a su familia, ni a la Embajada y no arreglaron nada.
A lo peor su mujer sigue creyendo que la ha olvidado y se ha quedado en España pasándolo bien.