El poeta granadino Javier Egea, que dedicó un gran esfuerzo a la producción de una poesía por fin materialista, al margen de la subjetividad burguesa y la ficción del hombre libre en la sociedad capitalista, puso el siguiente pórtico a su concepción literaria: “Sólo hay dos formas de enfrentar la poesía. Y éstas no son otras que dejar claro desde el discurso poético que la propia poesía o está con la explotación o está contra ella”.
En el caso de Miguel Hernández Gilabert, nacido en Orihuela en octubre de 1910, su poesía más intensa, la que precisamente le da perfil propio, tiene su asiento más definitorio en la delimitación marcada por Egea. Precisamente dos de las categorías que nuclean su discurso poético traducen de forma directa esta matriz literaria y política: explotación y combate. Y detectar en su poesía de forma directa estos conceptos no nos conecta con una concepción planfletaria, todo lo contrario: Hernández, incluso en sus poemas dedicados a la lucha más abrupta (Neruda llegó a decir que hacía la mejor poesía política) ha logrado un tono especial, culto, de un lado, y perfectamente inteligible, de otro, embridando con mano sabia la pasión que, así, visible pero contenida, adquiere un grado de emoción inigualable, como empezó a verse a partir de la Elegía a Ramón Sijé, cuando consigue su voz propia, superadora a la vez del metro popular, del clásico y de la problemática surrealista.
Se trata, el de Hernández, de un discurso poético de primera magnitud, que no se rebaja por su popularidad: la gente “entiende” a Miguel Hernández no porque sea un poeta simple, sino porque es un poeta pleno; es, en todo caso, un poeta sencillo, es decir, un poeta que no oculta su entrega incondicional a una lucha sin cuartel en la que se juega entero. Su gran poesía de combate (Viento del pueblo y El hombre acecha) no busca ningún balneario de neutralidad, ningún prestigio al margen de la apuesta poética (y vital) por otro mundo y por la defensa de la libertad hasta las últimas consecuencias. Sobra, pues, toda protección “paternalista” y académica a este poeta del pueblo en lucha. No sólo, pues, un poeta del pueblo, sino un poeta del pueblo en lucha. Y en eso consiste su enorme “calidad”, aparte de la plenitud de su lenguaje. Por eso resulta tan injusto y oportunista que algún profesor, apro vechándose de un verso de Miguel Hernández, haya hablado de que el tiempo se puso amarillo sobre su poesía y de que hemos sabido vivir durante largo tiempo sin sus poemas. Es una opinión que se produce en el ámbito de aquéllas que suelen saltar de El rayo que cesa a Cancionero y romancero de ausencias, haciendo un paréntesis de olvido, incluso tachando su poesía de lucha. Para ellos el auténtico Hernández es el de la poesía amorosa, previa a su definición ideológica, o el que regresa a sus ausencias personales al final de sus días; regreso que no tiene exactamente ese sentido, pero que, en todo caso, nunca supuso una especie de “arrepentimiento” o recuperación de la auténtica libertad del autor, y el verdadero tono intimista de la poesía, al margen del fervorín bélico y militante, tal como se pretende indicar.
E inmediatamente es preciso agregar algo que explica su apuesta; apuesta literaria, ideológica y política: Miguel Hernández era comunista. Resulta que Miguel Hernández era comunista. ¿Se entendería su poesía más singular sin aclarar este punto? Posiblemente sí. Mejor dicho: se entendería sin duda. Es decir: su poesía se entiende, se recita y se memoriza sin descanso por unos y otros. Hernández ha sido siempre un poeta de todos, e incluso desde la otra trinchera, a veces tergiversándolo, han necesitado en ocasiones refugiarse en su fiero abrazo a la vida. Se cuenta, sobre la Canción del esposo soldado (Carpentier grabó en París, en un disco de cobre, la voz de Miguel a su regreso del viaje a la Unión Soviética), que Antonio Aparicio le pidió una copia manuscrita. Poco tiempo después gran parte de los soldados tenían en su bolsillo una copia manuscrita, incluso los de las trincheras de enfrente, que sin embargo habían introducido un cambio: donde Hernández había puesto “Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado”, ellos hablaban de la mano levantada.
¿Hubiera sido posible elaborar esta poesía política y de lucha sin la apuesta histórica concreta de Miguel Hernández? Quizás no. Pero en todo caso es ética y literariamente imposible ocultar algo que no es una etiqueta, ni “reduce” al escritor o lo “politiza”, tal como pueden enfocar su centenario los poetas y críticos postmodernos, de los que tan sobrados estamos en estos días: resulta que hay demasiada interpretaciones purificadoras. Pero resulta también que estamos celebrando, sin ningún intento de reducción, el centenario de un comunista: de un comunista poeta y de un poeta comunista; de alguien donde se funden, cosa que no siempre ocurre, una vida que no debemos olvidar y una obra que no envejece y se defiende perfectamente a sí misma, frente a los intentos de reinterpretación y digestión por parte del sistema.
La poesía y la vida de Miguel Hernández adquieren su sentido total en el frente (“El 18 de julio de 1936… entro yo, poeta, y conmigo mi poesía, en el trance más doloroso y trabajoso, pero más glorioso, al mismo tiempo, de mi vida”). Y es, a veces, una poesía a dentelladas. Dentelladas rojas y republicanas, dentelladas siempre desde la paz anhelante y la persona como amor y dignidad. Por eso muere, y ahí radica la “pequeña” historia de una resistencia final (coincidente con lo que algunos han llamado su regreso al intimismo): “No me perdonarán nunca los señoritos que haya puesto mi poca, o mi mucha inteligencia, mi poco o mi mucho corazón, desde luego las dos cosas más grandes que todos ellos juntos, al servicio del pueblo de una manera franca y noble. Ellos preferirían que fuera un sinvergüenza. No lo han conseguido ni lo conseguirán”. Así, después de varios intentos fracasados por hacerle renegar de sus planteamientos y de su propia vida en el frente, muere en la prisión de Alicante, como si se cumpliera de todas formas la ejecución dictada. Murió con 31 años, enfermo de un tifus que degeneró en tuberculosis, dejando inacabado su libro Cancionero y romancero de ausencias.
Ese olvido organizado es lo que resulta necesario volver a explicar hoy, disputándole a las opciones postmodernas, neutrales, y a los intentos de falsa reconciliación (a veces parece que algunos están intentando la rendición final del poeta a través del mal llamado “espíritu de la Transición”), el sentido real de su vida y obra. Es decir: no debemos celebrar el centenario de un gran poeta, que lo era, aislando sus textos y deshuesándolos de historia e ideología. Lo justo, políticamente hablando (y este texto fundamentalmente es político, al menos eso pretendo), es defender y celebrar otra cosa: esa toma de partido, esa decantación ideológica del combatiente, que también se da en su literatura, sin que por ello descienda un escalón técnico-artístico la obra, que tiene su matriz básica en esa compresión del mundo desde el punto de vista, y contra, la explotación y el dominio. Una lucha que suele ser durísima, descoyuntada, pero que a veces se da de manera enteriza, como en el caso de Miguel Hernández, en quien se funden como casi en ninguna otro ejemplo la vida y la obra.
Precisamente esta lucha, muchas veces a contracorazón (“Tristes guerras/ si no es amor la empresa.//Tristes, tristes”.), es la que necesita disfrazar u ocultar el sistema. Y esto es así porque ese sistema, pertrechado de los argumentos normalizadores de lo políticamente correcto, no resiste la mirada (literaria) de los perdedores, sobre todo si son perdedores pero no vencidos; y más todavía: si son perdedores pero no arrepentidos. Y como resulta claro que este no es el caso de Miguel Hernández, van a intentar por todos los medios digerir su figura, salvarla del “sectarismo de sus camaradas”. Porque en el fondo no quieren remediar su ausencia, sino trucarla, ya que a estas alturas está claro que han sido derrotados en la idea de construir el olvido.
Por tanto, es posible ya establecer una primera conclusión. En efecto, Miguel Hernández es un poeta de todos; mejor dicho: un poeta político o, si se quiere, un poeta del pueblo, que es el marbete de uso más común. Pero eso no equivale a decir que, para serlo, para ser de “todos”, tiene que dejar de ser comunista. No es aceptable, desde el punto de vista político, pero tampoco desde un punto de vista teórico, objetivo. De este modo, mantener que Miguel Hernández era un poeta comunista no equivale a intentar reducirlo, o incluso patrimonializarlo. Por eso resulta mucho más incomprensible que esto se intente imponer a través de la falsificación: me refiero al debate, aún vivo, sobre la afiliación o no de Miguel Hernández al Partido Comunista.
Precisamente ese mal llamado “espíritu de la Transición”, a través del cual se confunden las churras con las merinas, a la hora de intentar recuperar a Miguel Hernández como poeta “normal”, al margen de banderías, lo que realmente hace es reinterpretarlo, digerirlo, cambiar su sentido político y, por tanto, cambiar el auténtico contenido de sus libros fundamentales, aquellos que aportan su singularidad irrepetible.
Ese espíritu, supuestamente ingenuo y bienoliente, es el que aparece de forma imprevista (el gran malabarismo de las palabras) en un artículo sobre Hernández y Rosales publicado por Luis García Montero en el número de abril de la revista gratuita Mercurio, editada por la Fundación José Manuel Lara. El artículo se llama “Dos poetas”, y el resumen de su contenido aparece perfectamente sintetizado en una entradilla: “Con Cancionero y roman- cero de ausencias y La casa encendida, Miguel Hernández y Luis Rosales escriben su mejor poesía: es la factura sentimental e íntima que les había pasado la violencia”.
Terminamos la lectura de esta cita y de inmediato empiezan a amontonarse las preguntas: ¿Por qué esta especie de vidas paralelas, de poesías paralelas entre un comunista y un falangista? ¿Qué quiere decir “violencia” en general, habida cuenta de las cosas que real, históricamente ocurrieron? ¿Por qué es la mejor poesía, sobre todo en el caso de Hernández, en función de su “factura sentimental e íntima”?
El paralelismo pretendido parte de la idea de que la vida, esa cosa misteriosa y rica en sus oscuros contenidos, los alejó, y más adelante los volvió a juntar a través de “los proce- dimientos sigilosos de la poesía” (sic). Lo demás fue urgente excepción y, en todo caso, se mire por donde se mire, violencia. Y fue esa violencia, en forma de guerra, la que separó, al menos momentáneamente a los dos poetas, entre otras razones por la apuestas políticas y poéticas de ambos, que los distanció del verdadero campo de la poesía, como se puede ver claramente en el caso de Hernández. “La guerra… (se nos dice en el artículo) separó el camino de los dos poetas. Miguel Hernández apostó por la defensa de la República y por una poesía combativa que recogió en Viento del pueblo y El hombre acecha. La poesía paga factura en tiempos de guerra, por mucho que el compromiso humano sea admirable. Las consignas ocupan de manera obligatoria más espacio que el matiz humano, verdadero poder de la poesía”. Y a partir de aquí empezamos a vislumbrar el reencuentro propuesto por Gar- cía Montero: los caminos sigilosos de la poesía en su propio terreno, el matiz humano, una vez superada la violencia y el compromiso, regresados ya de la guerra, son el terreno del gran encuentro, en ese universo específico de la poesía que es la intimidad, de estos dos poetas. Lo que son las cosas. Y eso que esta disyuntiva parecía haberla superado Hernández en la ponencia que redactó para el II Congreso Internacional de Valencia: “Creemos estar seguros de que, por fin, no hay colisión entre la realidad objetiva y el mundo íntimo”.
Por su parte, se nos dice, “Luis Rosales apoyó el golpe militar, pero se sintió incómodo como poeta en medio de la batalla y sólo publicó unas pocas colaboraciones coyunturales”. Por tanto, desde el mismo principio, el poeta granadino, incómodo, ha iniciado sigilosamente el regreso. Por su parte “Miguel Hernández penó en la cárcel hasta su muerte, desatendido por la nueva autoridad, y Luis Rosales se integró en el aparato victorioso del régimen franquista. Sin embargo la poesía los unió”.
Nunca de una forma tan directa, y sólo a través de una simple partícula adversativa, habíamos accedido antes a comprender todo un paralelismo esencial, porque en efecto ese “sin embargo” lo explica todo, lo supera todo, reconciliando, al margen de violencias y consignas, el fondo nuevamente iluminado por el matiz humano, verdadero reino de la poesía. Pero, ¿de qué poesía se habla? ¿De qué contenidos híbridos se está hablando?
Se está hablando exactamente de La casa encendida, por una parte, y de una interpretación colindante, íntima por tanto, del Cancionero y romancero de ausencias, donde se supo – ne que Hernández se ha refugiado finalmente, superado ya su periodo de militancia y consignas. Y aquí un alto en el camino, porque a la vez que escribe esta poesía, dolida, de ausen- cias derrotadas, es preciso recordar que Miguel Hernández está viviendo un auténtico calvario, que lo ha hecho conocer 17 cárceles. Y es preciso no olvidar cómo se estaba resolviendo este acto final de su compromiso. Las presiones sobre él son constantes, a veces lle- vadas desde la máxima altura (José María de Cossío y Sánchez Mazas), sin duda en contacto con el Dictador; otras veces desde el chantaje impúdico realizado hasta última hora, retrasando su traslado a Valencia con todo tipo de recursos subrepticios (ver la biografía indispensable de Ferris), por parte del clérigo Don Luis Almarcha. ¿Qué pretendían? Simplemente cambiar la vida y la libertad del poeta por su abdicación, por su renuncia a lo hecho y lo publicado, por una confesión de culpabilidad acompañada de una petición de perdón. ¿Y qué ocurrió, en el seno de ese ignorado matiz fieramente humano, preñado de ausencias? Que Miguel se mantuvo, no quiso pedir perdón, no cedió y, como siempre, se jugó entero y hasta el final. Desgraciado el país que necesita héroes, como dijo Bertolt Brecht. Sabiendo, como sabía, que a veces son necesarios, sobre todo cuando, a través de ciertas interpretaciones, se intenta partir de la base de que lo normal es rendirse, o pasarse al enemigo, o encontrarse, supuestamente, en un espacio angelical, neutro, que todos sabemos que no existe sino en las malas justificaciones.
Y aquí la segunda y última conclusión: A pesar del (cada vez menos) fragante “espíritu de la Transición”, y de la necesidad, según algunos, de seguir haciendo estado (es decir, construyendo modernidad), no se puede confundir reconciliación con olvido y, en todo caso, es absolutamente inaceptable que se intente producir una reinterpretación de los hechos que a veces da la impresión, por muy buena intención que se tenga, de que se intenta rendir en el presente a aquellos que no se rindieron en el pasado, como es el caso de Miguel Hernández, y que por eso precisamente, como él dijo de Pablo de la Torriente, su amigo cubano muerto en Majadahonda, ha terminado siendo uno “de los muertos que crecen y se agrandan”.
Publicado en el nº 224-225 de Nuestra Bandera. Año 2010