La II República, nacida el 14 de abril de 1931, fue un soplo de aire fresco que esta España de ahora no debería olvidar. Nació de las urnas, de la práctica democrática de un pueblo que, pese a la crisis europea que la rodeaba y la situación social y económica en la que se encontraba, quería soñar y vivir decidiendo libremente su futuro.

Que no nos sigan engañando, la II República “trajo a España la libertad y la dignidad y eso conllevó la alegría. El franquismo quiso vincular la República con la guerra, pero es la guerra la que acaba con la República”, tal como afirma Rafael Torres, autor del libro ”Viva la República”.

El fascista golpe de Estado de 1936 fue para acabar con un régimen democrático que promovía la libertad, la igualdad y la justicia social a partir de un pilar fundamental: la educación, una necesidad perentoria en un país con una población mayoritariamente analfabeta. Una gran parte de las y los represaliados por el franquismo lo fueron por su condición de republicanos, y entre ellos un número importante por su dedicación a la enseñanza. Al franquismo no le interesaba que la gente tuviera conocimientos.

Y no olvidemos que con la II República fue posible extender al campo la jornada laboral de 8 horas; que se igualaron las condiciones laborales entre mujeres y hombres; que se establecieron los siete días de vacaciones pagadas al año; que se otorgó el derecho al voto a las mujeres; que se aprobó el divorcio y se equipararon legalmente las hijas e hijos nacidos fuera o dentro del matrimonio, y que se estableció la libertad de conciencia y de culto. También, durante la breve etapa del pensar y el sentir republicano, tuvo lugar la llamada Edad de Plata de la cultura española, con una creatividad y una producción artística de una calidad no vista antes.

Amaneció el día con la bandera tricolor ondeando en el balcón del ayuntamiento de Éibar y con aires republicanos soplando por doquier. Durante la mañana, las autoridades del régimen monárquico reconocieron el triunfo de la República y pactaron la entrega pacífica del poder. Dicen que el propio ministro de la Guerra, el general Berenguer, lo confirmó al enviar un telegrama a las Capitanías Generales en el que decía “… los destinos de la Patria han de seguir, (…), el curso lógico que les imponga la suprema voluntad nacional…”.

La República fue, como escribió Manuel Azaña, “la consecuencia necesaria”, salida del sufragio universal y persuadida de que “la política de un país civilizado debe hacerse con razones y con votos, merced al libre juego de las opiniones, triunfante hoy una, mañana otra” creyendo siempre y firmemente que “el mejor servicio que podían prestar a su país era el de habituarlo al funcionamiento normal de la democracia”.

Aconteció, según palabras de Luis Íñigo al justificar su libro “Breve historia de la Segunda República española”, “el período más emocionante e intenso de la historia de España (…) sin un solo disparo, sin un solo acto de violencia, un monarca dejó su trono y, como luego se repetiría una y otra vez, el país se acostó monárquico y se levantó republicano, abriendo, por vez primera, la posibilidad de regir los destinos de la nación a un gobierno que iba a enfrentarse con decisión, aunque no siempre con acierto, a los graves problemas que los españoles venían sufriendo desde los orígenes mismos de la monarquía liberal, más de un siglo atrás. Y es que la República fue, para muchos españoles, un sueño que se hacía realidad y una esperanza cierta de que el país podría al fin salir de su atraso secular y ponerse a la altura de los más avanzados de Occidente”.

Esa posibilidad ya la señaló Antonio Machado el 14 de abril de 1937 al referirse al Gobierno provisional de 1931 afirmando que “unos cuantos hombres honrados (…) obedientes a la voluntad progresiva de la nación, tuvieron la insólita y genial ocurrencia de legislar atenidos a normas estrictamente morales (…) Para estos hombres eran sagradas las más justas y legítimas aspiraciones del pueblo; contra ellas no se podía gobernar, porque el satisfacerlas era precisamente la más honda razón de ser de todo gobierno. Y estos hombres, nada revolucionarios, llenos de respeto, mesura y tolerancia, ni atropellaron ningún derecho ni desertaron de ninguno de sus deberes”.

Para Josep Pla, en “El advenimiento de la República”, el 14 de abril de 1931 se vivió con un entusiasmo que no cesaba de crecer, un día en el que todo cogió “un aire de verbena triunfante, un aire de alborozo franco y desenfrenado -sólo que es una verbena política-. La gente se abraza, grita, suda, canta (…) Pasan sobre la multitud ráfagas de entusiasmo cívico que determinan movimientos de enternecimiento humano”.

14 DE ABRIL, LA REPÚBLICA

Aquel 14 de abril fue, tal como escribiera María Zambrano sesenta y cuatro años después en Diario 16 “tan hermoso como inesperado: salió el día en estado naciente; es decir, nació. Solamente por eso, aunque hubiera nacido otra cosa –hermosa, se entiende–, también ella tendría un inmenso valor.

En el himno de Homero, Afrodita se hace merecedora de ese mismo epíteto: ´La Naciente`. Así es llamada. Y de Afrodita fue aquel día, un día naciente, donde todo nació: hasta el día, hasta las nubes, hasta la gente (…) si lo que nació de ese día naciente fue la República, no puede ser por azar. Fue, pues, un nacimiento y no una proclamación.

Las gentes sólo pensábamos –es muy cursi, lo sé, pero es verdad– en amarnos, en abrazarnos sin conocernos. Llorábamos de alegría, unos y otros, en la Puerta del Sol. Yo estaba allí cuando llegó Miguel Maura, cuando entró en el Ministerio de Gobernación. El edificio se había ido llenando de gentes, como convocadas por una especie de corona de nubes que se había ido formando en el cielo.

Era una hermosísima corona, tan hermosa que, una vez vista y contemplada, hace imposible aceptar ninguna otra corona. Se hizo sola, con esas nubes de abril que son un poco hinchadas, pero contenidamente; un poco rosadas, pero contenidamente. Era algo tenue e indeleble a la par, algo inolvidable siendo tan leve, tan sostenido que no se sabe qué esfera celeste tenía que ser, y, de no ser celeste, lo más cerca que en este planeta puede haber de celeste.

Florecieron las banderas republicanas, florecieron no se sabía desde qué campo de amapolas o de tomillo. Hasta había perfume a campo, a campo de España. Y, entonces, todo fue muy sencillo: Miguel Maura avanzó con la bandera republicana en los brazos. La llevaba tiernamente, como se lleva un depósito sagrado, un ser querido. La desplegó y dijo simplemente: ´Queda proclamada la República`. Fue un momento de puro éxtasis”.

Pues eso, que viva la República y que podamos ver nacer la tercera.